El Capitán Maxwell ha desaparecido. Lee Johnson y su joven ayudante, Tintín, inician una nueva investigación.

La extraña desaparición del Capitán Maxwell

La imagen del ordenador proyectada sobre la pared iluminaba toda la habitación con un tono azul marino. El zumbido del aparato situado sobre sus cabezas era el único sonido que se escuchaba desde que entraron. Y habían pasado diez largos minutos. La capitana miraba, nerviosa, su reloj y Tintín repasaba en el iPad los datos del caso enviados minutos antes. Hasta que la puerta de la sala se abrió. Una luz blanca que rasgó el ambiente oscuro de la sala penetró del exterior, mostrando el revoloteo de miles de partículas de polvo frente a la lente del proyector. Lee cerró la puerta despacio con el tacón de su zapato derecho y se sentó en la última fila. Llevaba puestas unas Classic Aviator de la marca Ray Ban con lentes verdes, que no se quitó pese a estar en una sala tan oscura. La capitana lo miró con desdén.

Un nuevo caso de Lee Johnson y Tintín. @DavidVerdejoOfi Digitales @JoseviBlender Clic para tuitear

—Llega con retraso, Inspector.

Lee guardó silencio. La capitana respiró profundamente y Tintín detuvo el dedo que se deslizaba compulsivamente sobre la pantalla del iPad.

—¿No me ha escuchado? —dijo acercándose— ¡Llega usted tarde!

—Oiga jefa, me duele mucho la cabeza, ¿sabe? Si no le importa, podemos dejar la bronca para más tarde, prometo que estaré atento.

La capitana suspiró de nuevo.

—Me basta con que esté atento a la presentación que voy a enseñarles… siéntese al lado de su alumno, por favor.

Lee se levantó gimiendo muy bajito y obedeció. La capitana se acomodó en una de las sillas de plástico que llenaban la sala.

—¡Y quítese las gafas! No sea ridículo… Bien, vamos a empezar —afirmó acariciando el ratón táctil del Se trata del Capitán General de la Armada, Maxwell R. Stevenson, actualmente en la reserva y gran aficionado a colgar sus opiniones políticas en Internet. portátil con su mano izquierda mientras observaba la pared— Quiero que presten mucha atención al siguiente vídeo. Se trata del Capitán General de la Armada, Maxwell R. Stevenson, actualmente en la reserva y gran aficionado a colgar sus opiniones políticas en Internet. Escuchen.

Un clic casi inaudible dio paso a un hombre de pelo canoso, afeitado al dos, frente rectangular, grandes cejas blancas y pómulos rosados. Su mandíbula cuadrada se movía sin cesar. Un rostro difícil de pasar por alto. El Capitán expresaba su apoyo incondicional a la candidatura de Donald Trump, escupiendo improperios, a cada cual más abrupto, contra musulmanes, gays, artistas y cualquier otra etnia o profesión que se le ocurriese. Para cuando acabó el vídeo, Lee tenía la boca abierta y las gafas de sol caídas sobre la punta de la nariz; los ojos de Tintín, abiertos como fuentes de porcelana.

La capitana encendió la luz de la sala y ambos agentes se frotaron los ojos.

—¿Qué les parece?

—Un gilipollas. ¿Está muerto?

—No, que yo sepa.

—Vaya, para un día que podría haber empezado bien… no me dé esperanzas la próxima vez, capitana.

—Lee, no se haga el gracioso conmigo. Cuando le digo que no sé si continúa con vida es porque no sabemos dónde está.

Lee dejó de sonreír.

—¿Ha desaparecido? —preguntó Tintín.

—Exacto. Y deben encontrarlo.

—¿Pero hay que traerlo vivo? —Lee insistía en su idea expresándolo sin ningún pudor. Algo que a la capitana empezaba a cansar, aunque ese día, por alguna razón, no quiso darle mayor importancia.

—Usted y Tintín acudirán a su casa, una mansión de cinco plantas valorada en 59 millones de dólares. Esta es la dirección, les encantará.

Le entregó a Tintín el papel con la dirección en señal de desaprobación por la actitud de su responsable, pero, lejos de amedrentarse, Lee alargó el brazo y se lo arrebató con rapidez.

—¡Joder con el abuelo! Pero si está pegada a Central Park…

—La casa fue construida a principios del siglo XX y diseñada por el arquitecto C.P.H. Gilbert, siguiendo el encargo de un comerciante alemán. Está formada por cinco plantas, jardín y sótano a lo largo de unos dos mil metros cuadrados —aportó Tintín sin despegar la vista de la tableta.

—Pues andando, ya empiezo a aburrirme aquí dentro. Vamos a ver esa choza.

Lee Johnson y el caso del militar defensor de Donald Trump @DavidVerdejoOfi Clic para tuitear

El Chevi Copo de Lee rugía por las avenidas de Manhattan en una mañana de tráfico intenso pero fluido. Cómo de costumbre, Lee aparcó su coche en la acera, haciendo caso omiso a las normas de circulación. Tintín pensó en advertir a su entrenador, pero desistió tan pronto como este se encendió un pitillo. Él lo miraba con incredulidad “¿no pretenderá entrar ahí fumando?” pensó. Y cometió el error de formular la pregunta en voz alta.

Maxwell_Chevi

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—Vamos a dejar algo claro, chico… una vez más —Le dijo a dos centímetros de su nariz—. Tu compañía es obligada, lo que yo te enseñe dependerá del tiempo que permanezcas en silencio, ¿entiendes? Cuanto más tiempo callado y observando estés, más cosas te enseñaré.

Tintín tragó saliva con dificultad. Lee entendió que no había comprendido su mensaje. Le agarró del brazo y lo llevó a la esquina del edificio.

—Esta casa es muy grande, ¿no te parece? El señor Capitán General de la Armada Maxwell R. Stevenson tiene mujer y dos hijas, muy monas, por cierto… No me mires así, yo también tengo un iPad y lo he leído todo esta mañana. Pero lo mejor es que ninguna de ellas está en Estados Unidos ahora, ¿entiendes?

—No sé dónde quiere llegar, señor…

Lee resopló.

—Cada planta, a partir de la segunda, tiene tres ventanas. Cuando me he encendido el cigarrillo, créeme que me apetecía como una patada en el culo, pero, de esa forma, he podido ver que hay alguien en la casa.

—¿Nos estaban esperando? Quiero decir, sería lo normal cuando han denunciado la desaparición… que la familia espere a la policía…

Lee se relajó. Acabó el pitillo y lo lanzó contra la acera.

—No me preocupa que nos esperen. Me preocupa que sea un hombre quien nos espere.

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Se acercaron al portal, llamaron al timbre y esperaron treinta segundos. Un chirrido metálico indicó que el pestillo había vencido y debían empujar la puerta. El recibidor que frente a ellos se mostraba dividía la entrada en unas escaleras señoriales que subían hacia la izquierda, sin alfombra ni moqueta. A la derecha, un arco mostraba una lámpara de tulipas beis que iluminaba una habitación con un espejo al frente y un mueble rústico pero de líneas suaves pegado a la pared izquierda. Las paredes y el suelo estaban revestidos de mármol pálido, colores crudos y blancos rotos, como Tintín susurró en un momento. Pero una presencia los obligó a guardar silencio. Una mujer embutida en un vestido violeta ajustado y enormes perlas blancas bajo una cabellera pelirroja apareció por sorpresa bajando la escalinata. Al llegar frente a Lee, le ofreció la mano.

—Buenos días, agentes… Soy Sandra Stevenson, la mujer de Max.

Lee apretó la mano de aquella esposa que no aparentaba preocupación alguna por la desaparición de su marido. Su piel estaba cuidada, sin marcas ni huellas, suave y tersa como si la edad hubiera decidido aplazar su aparición. Tintín la saludó.

—Acompáñenme… estaremos más cómodos en la salita.

Recorrieron la mansión durante varios minutos observando la exquisita y anticuada decoración. Colores a juego con el vestido de la Señora Stevenson, muebles de corte colonial mezclados con modernismos que no guardaban ninguna lógica hasta que, la “salita”, como la llamó la esposa, los sorprendió.

—Siéntense, por favor.

La habitación guardaba un estilo contrario al resto de la vivienda, una mesa de ping pong de mármol negro reinaba en un extremo, mientras un sofá miraba en aquella dirección, situado en medio de la sala, cubierta por una moqueta azul. Tras el sofá beis de líneas rectangulares, una mesa de vidrio soportaba diversos objetos antes de dar paso a una televisión de plasma colgada en la pared verde. Justo enfrente, al lado de la mesa de ping pong, otra pantalla de plasma. Contiguas a esa pared, decenas de libros encuadernados en negro se alineaban en las estanterías que cubrían un muro blanco. Tintín se detuvo escudriñando los lomos de cada volumen.

–¿Desea algo de beber, Inspector? —dijo la mujer a Lee, obviando la existencia de Tintín.

—Lo que deseo no suele coincidir con lo que debo hacer, Señora, pero gracias por el ofrecimiento. Ahora, si no le importa, vayamos al grano, tanto lujo me está provocando urticaria.

—Vaya, pensé que era usted un hombre sofisticado, que gusta sentirse diferente a los demás a raíz de su traje, sus gafas de sol y el coche que aparcó en la acera sin importarle el hecho de no encontrarlo ahí cuando baje.

Tintín se detuvo en un volumen y preguntó.

—¿Puedo ojear los libros, Señora Stevenson?

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La mujer levantó la mano derecha con lentitud. Se hallaba sentada con la espalda pegada al brazo izquierdo del sofá, así que no lo elevó demasiado. Lo suficiente para que Tintín lo entendiera como un «sí».

—Mire, Señora Stevenson, no me importaría tener una charla con usted sobre la sofisticación y mi traje pero, por desgracia para nosotros y suerte para usted, no hemos venido a eso. Dígame, ¿cuándo fue la última vez que vio a su marido?

La mujer se levantó mostrando sus muslos a los ojos de Lee.

—Ah… ustedes los policías siempre tan predecibles… qué aburrimiento.

Lee se levantó.

—Oiga, nadie ha dicho que fuéramos a montar una fiesta, ¿me oye? Está claro que le importa un rábano dónde se encuentre su marido, si está vivo o muerto, pero nosotros tenemos mucho que hacer y, créame, no me apetece nada encontrarlo, pero es lo que toca.

—¡No me hable de ese modo! Claro que me preocupa dónde está Max… la casa parece un purgatorio repleto de almas vacías…

—«… que vagan por los vagones del metro sin consciencia, ajenos a un destino oscuro y tenebroso al final del túnel», Nathan Hant, 1983.

Lee los miraba con asombro.

—Señora, ¿le gusta leer? —preguntó Tintín.

—Sí… mucho, es una forma de ocupar mi tiempo.

—¿Significa eso que su marido y usted no compartían cosas juntos?

La mujer titubeó.

—¡Claro que sí!

—Perdone, no se ofenda, es que ha sido una gran coincidencia que justo yo leyera un poema que usted ha comenzado a recitar, discúlpeme.

Ella se frotó la sien y gritó un nombre muy difícil de volver a pronunciar. Al momento, un tipo de espaldas anchas, cabeza rapada al cero y vestido de escrupuloso negro apareció bajo el quicio de la puerta.

—Inspectores… debo marcharme a mi cuarto, tengo una jaqueca horrible y necesito descansar…

—Duermen en habitaciones separadas, ¿verdad?

—Sí…

—¿Podemos registrar la de su marido?

—Claro… sí… ahora les acompaña mi ayudante.

El tipo grandote y la señora abandonaron la salita verde y blanca con la mesa de ping pong en mármol negro. Tintín susurró algo cuando se encontraron solos.

—¿Qué pasa?

—Señor, estaba ojeando este volumen de Chandler, una colección espectacular de 1950, edición limitada con el borde en negro…

—Vamos, chico, ¡concreta coño!

Tintín carraspeó.

—He encontrado esta tarjeta.

Lee agarró el trocito de cartulina y una voz al otro extremo de la sala los interrumpió. Con disimulo, la guardó en el bolsillo de la chaqueta.

—Acompáñenme. Y dejen todo como lo encontraron.

—Claro que sí, Buba…

—¿Cómo ha dicho?

Lee le miró directo a la barbilla y alzó la vista.

—Tranquilo, chiquitín… mi amiga y yo queremos conservar las piernas para caminar hasta casa, ¿entiendes? —le dijo mostrando su Glock 19 bajo la americana. El tipo gruñó y Lee sonrió.

Caminaron hacia las plantas superiores y, al llegar al dormitorio, el guardaespaldas no abandonó la estancia.

—¿Vas a quedarte ahí? —preguntó sin obtener respuesta— pues te vas a aburrir un huevo —y acercándose a Tintín le susurró— Mírale como se le inflan las narices… se está cabreando de lo lindo.

El dormitorio volvía a desentonar con el resto de las habitaciones. Una cama de matrimonio con dosel; columnas que recordaban un templo romano coronadas con vasijas griegas; y un escritorio de mármol moteado en granate y blanco sobre unas patas grotescas recargaban el ambiente. Lee y Tintín registraron cada palmo sin encontrar nada que pudiera dar una pista sobre el paradero del militar. La mujer no había podido darles suficiente información, así que, hasta que llegase la orden para declarar en la comisaría, tendrían que apañárselas con lo que hubiera en el dormitorio. Y Tintín dio con la clave de todo el asunto: un cajón de la mesilla atascado. Él intentó abrirlo sin forzarlo en exceso. El matón los observaba desde la puerta y decidieron ponerse uno al lado del otro para ocultar lo que iban a hacer. Lee sacó del bolsillo interior de la americana una navaja y la introdujo con destreza entre las juntas del mueble, haciendo que el seguro venciera y se pudiera abrir al fin. Al hacerlo, ambos resoplaron y el gorila les chistó. Inmediatamente cerraron el cajón.

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—Hemos terminado, ya puedes irte a jugar con tus amigos —afirmó Lee. Y abandonaron la mansión con una sonrisa en los labios. Al alcanzar la calle, entraron en el coche y, con las ventanillas bajadas, Lee se encendió un pitillo. La ciudad ardía de actividad, ajena al descubrimiento de los inspectores.

—Tú también lo has visto, ¿no?

—Sí, señor.

—¿Cuántas podría haber?

—Yo calculo que unas veinte, señor.

Lee recordó la tarjeta que Tintín le había dado y no tuvo tiempo de mirar. La volvió a sacar y leyó lo que había escrito: Barracuda Lounge.

—Vaya con nuestro amigo…

Tintín frunció el ceño.

—Señor, creo que la condición sexual de cada uno es algo privado y personal…

Lee miró al techo.

—Oye hijo, a estas alturas de la película me da lo mismo con quién se acueste la gente o no, como si quieren machacársela con dos piedras y hacer fuego, ¿entiendes? Lo que me molesta es que la doble moral de este tipo al apoyar a Trump y sus estúpidos vídeos… Vamos al Barracuda.

—¿Pero sabe dónde está? —se sorprendió Tintín.

Lee subió sus Classic Aviator verdes lo máximo sobre el puente de su nariz y exclamó:

—Yo sé dónde está todo en esta maldita ciudad —y arrancó.

La extraña desaparición del Capitán Maxwell, una nueva entrega de Los casos de Lee Johnson, de David de La Torre.

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El Barracuda Lounge está situado en el Chelsea, zona gay por excelencia de Manhattan. Tintín preguntó con temor a Lee sobre el Barracuda.

—Es un garito situado en la 275 este con la 22 —respondió.

Al llegar, el local se encontraba cerrado. Aun así, Lee golpeó la puerta con una extraña sucesión de golpes intermitentes. Al cabo de diez segundos, alguien abrió. La puerta quedó entornada y Lee la empujó con suavidad. Tintín le seguía. Al entrar, una pista de baile y una barra aparecieron ante ellos, cubiertas de una luz blanca casi celestial. En ese instante, un joven musculoso con camisa de tirantes apareció ante Lee.

—¡Maldito chulazo! —gritó abriendo sus brazos para engullir el cuerpo de Lee— hacía mucho tiempo que no te veía el pelo, moreno, aunque, a decir verdad, ya poco te queda— sonrió.

Tintín miraba asombrado cómo Lee saludó a ese tipo. El abrazo duró varios segundos entre ellos.

—¿Qué tal te va, Ed?

—Bueno, no me puedo quejar… lleno el bar todas las noches y lo pasamos bien, eso sí —se detuvo y alzó el dedo índice hacia el techo, situado a más de cuatro metros de altura, de donde colgaban focos blancos encendidos al máximo de potencia—. ¡Nada de drogas ni otros chanchullos en mi local!

—Me alegro, pero tranquilo, no hemos venido por eso.

—Y este chiquillo que te acompaña? —preguntó mirando a Tintín.

—Es un alumno asignado en un programa especial… ya te contaré con detalle.

—¿Un alumno? –Y empezó a reír a carcajadas—. Me pregunto qué vas a enseñarle tú…

Lee arqueó las cejas hacia el interior y sacó el móvil del bolsillo para zanjar el tema de una vez.

—¿Conoces a este tipo?

Ed dejó de sonreír y agarró el móvil con su gruesa mano derecha. Amplió la fotografía, la volvió a reducir, giró el dispositivo unos grados hacia un lado, hacia el otro, dibujó una mueca…

—No… no le he visto nunca. De todas formas, en diez minutos llega Sandro que se encarga del ropero, quizás sepa algo.

Lee se despidió de Ed con un apretón de manos y se dirigió, con Tintín, hacia la puerta. Luces en el suelo marcaban el camino de regreso a la salida donde tan solo la luz del sol iluminaba las calles. Al llegar a la puerta, les sorprendió un joven delgado como una espiga cuyo rostro alargado no provocaba ni la menor simpatía. Lee le formuló la misma pregunta y el chico respondió algo diferente.

—Sí, lo vi hace dos noches. Vino acompañado de otra persona.

—¿Podría decirme la hora?

—Espere un momento.

El tipo metió su brazo a través del hueco que servía para introducir los abrigos y sacó un cuaderno. Lo abrió sin alterar la seriedad de su rostro y acertó a detener el dedo en una fecha.

—Entró a las 2:23 de la mañana. Registró el abrigo a nombre de “Max S.” pero… un momento.

—¿Qué ocurre?

—No recogió su prenda.

—Señor, debe ser aquel abrigo de allí —susurró Tintín, señalando un tres cuartos beis solitario al fondo del armario repleto de perchas vacías.

—Oye, tu jefe tiene muy malas pulgas, ¿no? —dijo Lee de pronto, desconcertando a Tintín y al joven que se sorprendió, dejando el cuaderno lentamente sobre la mesa.

—¿Por qué lo dice?

Lee comenzó a caminar, nervioso. Giró media vuelta y observó a Ed subiendo las escaleras que llevaban al despacho, al fondo de la sala. Aprovechó.

—He hablado con él sobre la persona de la foto, ¿sabes? Y no lo conoce pero, al referirse a ti como alguien que podría saber de él… ufff, no te gustaría escuchar el apodo que te ha puesto…

—¿Cómo dice?

—Nada, déjalo, nosotros nos vamos, no queremos causar problemas.

—No se preocupe, estoy cansado ya… ahora mismo voy a hablar con él.

—¡Corre! Ha subido al despacho.

Sandro comenzó a caminar deprisa hacia el fondo de la sala. Lee agarró del brazo a Tintín y lo empujó al interior del ropero.

—¡Corre! Registra el puto abrigo, ¡vamos!

Tintín sudaba sin detenerse, con una mano secaba la frente y la otra se introducía en todos los bolsillos del abrigo como una serpiente de mil cabezas. Al fin, encontró algo que metió en su bolsillo rápidamente. Al salir del cuarto vieron a Sandro caminar hacia ellos y Lee levantó el brazo en señal de despedida. Algo escucharon al abrir la puerta, pero el tráfico de la 22 se impuso.

—Tengo hambre —dijo Lee mientras conducía—. Voy a enseñarte algo que no se aprende en la academia.

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Diez minutos después, Lee aparcó frente al Eisenberg’s Sandwich Shop, un famoso restaurante de la quinta avenida. Los dos entraron dispuestos a devorar un par de pastramis. Aunque Tintín rechazó la invitación al ver el tamaño. Lee pidió una cerveza junto a su bocadillo.

—¿Qué has encontrado en el abrigo?

—Ah, sí… aquí tiene.

—Es una nota… déjame ver —limpiándose los dedos en una servilleta. Al hacerlo, los ojos de Lee se abrieron como si fuera de noche.

—¿Qué pone?

Lee dio la vuelta al papel. Tintín leyó en voz alta.

«Si no me das lo que te pido, te esposaré y torturaré durante toda la noche».

—Dios mío… ¿un secuestro?

—La nota está partida en dos pero espera un segundo.

Lee colocó la nota al trasluz y pudo observar trazos de presión sobre las letras escritas.

—¿Tienes un lápiz?

—No, señor…

Se levantó y pidió uno al camarero. Al regresar a la mesa, dio la vuelta a la nota y comenzó a rasgar suavemente el papel con el perfil del grafito. A medida que iba cubriendo ese lado de gris, unas letras aparecían sobre ese lado del mensaje.

—Quien escribió la nota tenía doblado el papel por la mitad. En una mitad escribió el mensaje y, en la otra mitad, esto:

“Refinery, 63W-38 – 235”

Tintín se preguntaba qué diablos quería decir aquel mensaje. Sabía que cualquier pregunta acompañaría un alto grado de sarcasmo por parte de Lee, pero no le quedaba más remedio.

—¿Es la dirección para el intercambio?

Se arrepintió de inmediato.

—¿Qué intercambio, muchacho? —exclamó entonando en exceso– ¿Acaso alguien ha pedido rescate?

Lee se levantó, dejó diez dólares sobre la barra y caminó hacia la salida. Tintín le siguió.

—Pero, ¿entonces? En la nota decía que si no recibía lo que pedían lo iban a esposar y torturar…

Lee se detuvo y dio media vuelta.

—¡Toda la noche, chico! ¿Conoces algún secuestro que solo dura “la noche”? ¿Y luego, qué? ¿Lo dejamos libre? ¿Y qué se supone que quieren? —Lee le mostró la nota por el lado pintado a lápiz— ¡Esto es el hotel Refinery, en la 63 este con la 38 y la habitación donde van a “torturarle” es la 235 ¿qué te apuestas?

¿Resolverá el detective Lee Johnson el misterioso caso del militar desaparecido? @DavidVerdejoOfi Clic para tuitear

Se metieron en el coche con rapidez y, al llegar a la puerta del hotel, se dirigieron a los ascensores. Tintín hizo ademán de preguntar en recepción, pero Lee le señaló un cartel entre una cabina y otra donde indicaban las habitaciones. Subieron a la segunda planta y buscaron la habitación 235.

Al llegar a ella, pegaron la oreja a la puerta y escucharon gemidos. Un grito les heló la sangre. Lee El capitán, semidesnudo y esposado, los miraba con gesto avergonzado.desenfundó su Glock y de una patada derribó la puerta caminando hacia el interior sin pensar que lo que iba a presenciar poco tenía que ver con una tortura. Sobre la cama, el desaparecido, semidesnudo, esposado y mirándolos con gesto avergonzado. En ese momento, un joven salía del baño con una toalla alrededor de la cintura.

Lee se quedó con la boca abierta, pero cuando Tintín llegó al dormitorio se la tapó. Su rostro enrojeció al ver al joven y susurró: ¡Steve! Dio media vuelta y salió corriendo.

Lee observó la escena con incredulidad. Sorprendido por la reacción de Tintín, llamó a la Capitana. La conversación duró poco más de minuto y medio, tiempo en el cual no dejó de pensar en su alumno.

Cuarenta minutos después, Lee caminaba por las calles de Manhattan con el móvil en una mano mientras sostenía un pitillo en la otra, consumiéndose, al igual que el saldo de su tarjeta mientras llamaba a Tintín sin conseguir hablar con él.

 

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La chica de Greenwich Village

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