Furiosa Escandinavia

La sensibilidad y el gusto son algo inefable. No existe un sistema de coordenadas del gusto que podamos establecer: gusto visual, gusto moral, gusto emocional, gusto por algunas ideas. Lo dicho, inefable. Pero pese a ese halo esotérico que a menudo rodea a la sensibilidad o el gusto, es cierto que existen momentos en que estas cualidades escurridizas cristalizan e incluso podemos ponerle nombre. Tal es el caso de Antonio Rojano y su sensibilidad, su gusto para y por la escritura teatral. Él posee ese halo.

Su obra Furiosa Escandinavia, estrenada el 9 de marzo en el Teatro Español, es un claro exponente de su totalidad esteticista: una pieza trabajada con rigor y al servicio de la gratificación artística.

En Furiosa Escandinavia, Antonio Rojano relata —a modo de elegante giróvago— la historia de Erika y Balzacman: dos temperamentos pirómanos en busca del frío polar que les sosiegue; en busca de una identidad que parecen haber querido perder; en busca de un tiempo perdido. Dos personajes a los que los recuerdos llegarán como un socorro para sacarles de la nada.

Todo arranca en una cita a ciegas en un parque donde ambos personajes se encuentran. Este es el comienzo de la función y es, desde aquí, desde donde el autor comienza a forcejear cariñosamente con el lenguaje y con la trama. Sería quizás más difícil contar lo que sigue, casi como si uno intentase resumir en una sinopsis alguna obra de Thomas Pynchon, pues quizás sea más sencillo contar lo que no ocurre que lo que ocurre.

Rojano opta por un engranaje —no sabemos si autobiográfico— en cremallera que sube y baja. La historia lleva a Balzacman hasta Tromsö, en Noruega; el lugar donde posiblemente «T» —expareja de Erika— se encuentre viviendo. Su búsqueda de «T» se traduce, al final, en una bajada a los infiernos furiosos en los que habitan las auroras boreales. En medio de esta búsqueda, el autor nos conduce a otros recovecos de la historia para ir haciéndonos comprender, escalonadamente, que el tiempo no es presente ni es pasado ni es futuro; que la memoria es como un perro al que lanzas un palo y te trae cualquier cosa.

Proust, una de las influencias de Rojano en esta obra, pensaba que los paraísos perdidos son los verdaderos paraísos. Y bien podríamos aventurar que, quizás, Furiosa Escandinavia hable de un paraíso perdido. El paraíso perdido de la juventud. El paraíso perdido de esa etapa en la que todos sabemos que la responsabilidad aún no te ha echado la soga al cuello.

Uno de los elementos centrales de este portaaviones con el que el autor se adentra en la niebla es el amor y sus desastres. El amor y la pareja. Encima de la mesa se colocan asuntos como la maternidad. Sería hasta sano hacerse la pregunta de si es posible renunciar a ella y seguir siendo un tándem, seguir siendo algo que resista la vida en común pasados una serie de ciclos.

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Hay en este texto un viaje literal y figurado del antihéroe: un viaje que realiza de lo consciente a lo inconsciente. Un viaje que se asemeja a una fuga disociativa —parecida a la del Fred Madison de la película Lost highway, de David Lynchen la que la mente del protagonista se las ingenia para atravesar la fantasía y habitar un nuevo territorio en el que poder mantener a salvo la cordura.

Balzacman entra de lleno en esa fuga hacia Noruega en un intento por que su mente no caiga totalmente en bancarrota.

Uno se pregunta si el autor habrá alcanzado la catarsis con esta escritura, pues hay mucho de narrador que se incrimina a sí mismo para descubrirse en la dureza del final. Un final que cuidaré bien de no desvelar. Un final hacia el que todo el texto se ve arrastrado, y que cierra la caja de los truenos — ¿o abre las puertas del infierno de par en par?

Imposible no pensar también en Don Delillo cuando en algunos momentos de la obra pareciera que estamos ante algún fragmento salido de «El misterio al final de una vida ordinaria» —una de las piezas de teatro de un minuto del autor norteamericano—: esa pareja de amigos que parece sobrevivir al paso del tiempo, al diálogo ocioso y a la banalidad quizás preparando ensaladas, quizás haciendo el amor cada vez con menos ganas; autómatas que se han puesto orejeras para no ver la distopía que comienza a aparecer de soslayo en sus vidas.

Rojano viene a decirnos aquello de que nunca amamos algo macizo y resistente sino más bien la brevedad de las cosas; amamos lo que no nos es dado por completo. Balzacman se embarca en una búsqueda de ese tempus fugit sin saber que el pasadizo no acaba en Tromsö sino en la pérdida del juicio —ay de aquel que no sabe dejar marchar o que no permite a los demás emprender sus huidas.

El tiempo fluye y deserta con maestría en los parlamentos y los soliloquios de Balzacman gracias, eso sí, al fabuloso soporte de quien lo encarna: el actor Francesco Carril. Su interpretación es impecable, trabajada, nos deleita. Versátil para arrancar una sonrisa —o una risa— o capaz de hacernos ver el abismo en sus ojos.

Bien es cierto que el texto es espléndido pero el maridaje con los actores deviene en delicatesen. Sandra Arpa, Irene Ruiz y David Fernández «Fabu» se enfrentan  igualmente con solvencia sobre el escenario de la sala Margarita Xirgú del Teatro Español. No obstante, el peso recae en Francesco Carril y Sandra Arpa, Balzacman y Erika, respectivamente. No hay estridencias, no hay hueso al descubierto, solo un trabajo conjunto limpio, equilibrado, preciso, turbador y rico en matices al que no puede ponérsele una sola objeción.

Furiosa Escandinavia, de Antonio Rojano

Furiosa Escandinavia, de Antonio Rojano

A todo esto, por si fuese poco, sumémosle la enfática y cinematográfica escenografía de Alejandro Andújar, en concordancia paroxística con la iluminación de Lola Barroso, el vestuario de Ana Rodrigo, la música y el espacio sonoro, sugestivos, de Luis Miguel Cobo o la evocadora proyección de vídeo de Bruno Praena.

Todo se parece en tantos momentos a la posmodernidad camp del cine de Gondry o incluso a los juegos de luz e intimidad de las películas de Nicolas Winding Refn.

Hay un uso no solo cinematográfico sino casi arribado del lenguaje pictórico que nos lleva a Edward Hopper en tantas escenas: ese dormitorio que parece salido de su cuadro «Morning Sun» o esa manera de hacer al público un indiscreto mirón colándose en las vidas de esos cuatro personajes a través de sus ventanales, de sus terrazas acristaladas.

Furiosa Escandinavia está dirigida por Víctor Velasco con gran acierto. Solo podemos decir que sale airoso de una empresa como esta. La afinidad con los textos de Rojano se nota, pues esta no es la primera ni la segunda vez que trabajan hombro con hombro. La sinergia funciona.

Antonio Rojano, ubicado sobre los cimientos de los daños colaterales del amor y del desamor, del recuerdo, del olvido, de la enfermedad mental y la cordura, ha hecho suyo aquello que Marcel Proust decía: «somos sanados del sufrimiento solamente cuando lo experimentamos a fondo».

 

Furiosa Escandinavia

Autor: Antonio Rojano

Director: Víctor Velasco

Intérpretes: Sandra Arpa, Irene Ruiz, David Fernández ‘Fabu’, Francesco Carril

Escenografía: Alejandro Andújar

Vestuario: Ana Rodrigo

Música y espacio sonoro: Luis Miguel Cobo

Iluminadora: Lola Barroso

Video: Bruno Praena

Ayudante de dirección: Oscar Nieto

El texto de Furiosa Escandinavia fue escrito gracias a una de las «Ayudas a Investigadores, Innovadores y Creadores Culturales» de la Fundación BBVA en su convocatoria de 2014.

Empresa colaboradora Le Creuset. 

Una producción del Teatro Español

 

 

 

Reseña de EfeJota Suárez