Germanwings, la muerte de cerca

Catástrofe aérea

Germanwings, la compañía aérea de bajo coste de la alemana Lufthansa, ha pasado desgraciadamente a la historia negra de la aviación. En el ambiente se percibe la sensación de que cualquiera de nosotros podría haberse estrellado en los Alpes a bordo de esa maldita aeronave. Ha muerto gente como nosotros. Me explicaré. Esta vez no se trata de un avión lleno de hindúes, pakistaníes o filipinos. Tranquilos, de veras, no saltéis todavía a mi yugular. Como ser humano lamento cualquier accidente que implique a cualquier etnia procedente de cualquier país en vías de desarrollo (hindúes, pakistaníes o filipinos, por poner solo varios ejemplos), pero todos ellos son los otros, mientras que, las personas procedentes de países desarrollados como Holanda, Alemania o España, todas ellas somos nosotros. Y esto es así y para nada se trata de una cuestión de racismo, pues es lógico que la noticia de la catástrofe de un avión que sale de Barcelona con destino a Düsseldorf nos impacte mucho más, o al menos, nos afecte de un modo más directo como catalanes, aragoneses, andaluces o gallegos que somos. Todos sabemos que cualquiera de nosotros podría haber estado allí, en un vuelo low cost cualquiera seleccionado con el ratón a golpe de «clic», aunque solo fuera por poder «colgar» en facebook un selfie que demostrara el lugar de destino elegido. Tampoco es el caso. Las personas que se dirigían a Alemania lo hacían por negocios, intercambios culturales o por razones familiares.

Catástrofes como la de Germanwings nos recuerdan que somos mortales

Ahora las vidas de todas esas personas han sido segadas por un perturbado que, probablemente, quizá (solo quizá) merezca un ápice de compasión. Porque ¿qué persona en su sano juicio podría cometer tal barbaridad contra sí mismo llevándose a 149 personas más, incluidos dos pobres e inocentes bebés? Escribir esto me rompe el corazón. Un fallo técnico hubiera sido igualmente un desastre y, de hecho, es lo que todo el mundo creía en un principio. La auténtica pesadilla fue saber las razones verdaderas del siniestro: tuercas mal ajustadas y tornillos defectuosos dentro de un cerebro humano. ¿Se puede considerar pues que lo que ha ocurrido se trata de un fallo técnico del cerebro del copiloto en la medida en que el cerebro humano es también una máquina orgánica? ¿O preferís considerar que lo que ha sucedido no es un accidente sino un crimen? ¿O un homicidio (in)voluntario que es consecuencia de un suicidio? Cuando pienso en el llamado oficialmente «accidente de los Alpes», pienso en esos envenenados caprichos que en ocasiones nos brinda el destino, en una ruleta rusa que acaba de forma aleatoria con la vida de todo aquel que se atreve a jugar, o simplemente de quienes están jugando tranquilamente en una guardería sin saber que en pocos minutos un monstruo de verdad decidirá amputar sus vidas para siempre. Me he visto varias veces dentro de ese avión de Germanwings y solo puedo imaginar por unos segundos el terror sin nombre que todas aquellas personas, con sus nombres y apellidos, seres queridos como o como yo, personas que se llaman como nosotros o que viven cerca de nosotros, debieron sentir durante unos minutos que en realidad fueron una eternidad. No imagino un horror peor que el que debieron sentir aquellas personas que sabían que iban a morir a bordo de un avión a setecientos kilómetros por hora. Y, ciertamente, lo sabían, aunque en ese instante nadie podía creerlo, porque nunca nadie espera perder la vida, porque la muerte no va con nosotros, porque siempre va con los otros y, sin embargo, está siempre ahí, nos enseña su afilada guadaña cuando menos lo esperamos y, entonces, de súbito también nos ocurre a nosotros, los occidentales que tratamos de vivir la vida al minuto tratando de borrar del diccionario y aún de nuestra mente esa maldita palabra. Pero, desde tiempos inmemoriales, la muerte ha estado ahí, está y seguirá estando, pues somos seres mortales y eso significa que un día moriremos y que ese día puede ser mañana.

La desgracia que ha caído sobre todos esos seres humanos similares a nosotros y sobre sus familiares solo nos enseña una cosa: que los demás seguimos vivos, y que debemos agradecer al Creador -o a quién gustéis dirigiros- el tiempo que se nos ha dado para emplearlo del mejor modo, sin centrarnos en las estupideces y miserias que nublan cotidianamente nuestra mente como un tupido velo negro.

Hoy más que nunca tengo la sensación de que, tarde o temprano, mi vida está condenada a desaparecer de este mundo. La muerte es una condena y lo sabemos, aunque también puede ser que esté equivocado y, en realidad, haya una vida maravillosa más allá de esta vida de mierda. Al menos una mierda de vida es la que están viviendo en estos momentos los familiares de todos aquellos seres queridos fallecidos a bordo de ese avión de Germanwings. Afortunadamente, ni yo he muerto allí ni tampoco ningún familiar mío y, por ende, no tengo derecho a pensar que la vida es una mierda -y además creo que en realidad no lo es- aunque el factor muerte, ciertamente, nos condena a irnos algún día de este mundo como una mierda salida de un recto cualquiera. Y ya me perdonaréis, queridos lectores, pero es que la vida es pura escatología. La vida es mierda en estado puro y, al mismo tiempo, es tiempo futuro. Y el futuro es, irremediablemente, sinónimo de muerte y solo por esta razón la vida es excremento (y los excrementos, excrementos son).

Catástrofes como la de #Germanwings nos recuerdan que somos mortales. @XavierAlcover Clic para tuitear

Pero, nosotros, los occidentales, tenemos la virtud o el defecto de haber anulado el futuro de nuestras vidas, sobre todo, porque vivimos el presente y sentimos nuestra propia existencia como si nunca fuéramos a morir, como si fuéramos inmortales, y eso significa vivir en la inmediatez de una fantasía permanente que nos aísla completamente del mundo real. Así es, mientras una cara de la realidad es luz, amor y vida, la otra es oscuridad, sufrimiento y muerte, siendo este último reverso, al menos, el que nos cuenta cada día el periodismo sensacionalista y que, no en vano, cuenta, valga la redundancia, con altos índices de audiencia, porque, quizá, en el fondo, seamos poco más que meros pasajeros a bordo de una vida finita que quizá (y solo quizá) cobre sentido a través del morbo que nos producen las cosas espeluznantes que les ocurren a los demás, a los otros, siempre a los otros. Porque la muerte, mientras no nos toque de cerca no es una desgracia mayúscula, sino una triste noticia, más o menos espectacular, la otra cara de la moneda que nos empeñamos en seguir negando.

Eso sí, la muerte hecha espectáculo gusta y vende, pero también acojona hasta el punto de convertirnos en auténticos “gallinas blancas”,  palideciendo paulatinamente ante el televisor tras tanta avalancha de “muerte y destrucción”.

Germanwings, la muerte de cerca, de  Javier Alcover