El pomo de la puerta dejó de ser redondo en el momento en que golpeó en la pared. La capitana dejó de teclear y alzó la vista por encima de sus gafas.

Lee Johnson y su ayudante deberán resolver un asesinato en Greenwich Village. @DavidVerdejoOfi Clic para tuitear

—¿Tengo que descontarte del sueldo cada puñetera puerta que te cargas?

—¿Qué significa esto? —gritó señalando hacia fuera del despacho.

—No sé a qué te refieres, Lee. ¿Quieres explicarme qué te pasa?

—Quiero saber por qué tengo un crío pegado a mi espalda como una garrapata, que me sigue allá donde vaya y, encima, me llama por teléfono para avisarme de los casos que me asignas. Que yo recuerde, nadie solicitó una secretaria.

La capitana se levantó con lentitud y caminó en silencio hasta la puerta, la cerró despacio, luego se giró y permaneció inmóvil, a escasos dos centímetros de Lee.

—Primero: yo soy tu superior y dentro de estas cuatro paredes me tratas de usted, ¿entendido? Segundo: ese «crío», como tú lo llamas, es tu alumno, elegido por el programa de rehabilitación… ¿O tengo que recordarte lo que pasó?

Tres meses antes

La bombilla que flotaba en el aire se esforzaba por iluminar la habitación pero solo conseguía alumbrar dos manos entrelazadas y una barbilla sobre una tabla azulada con marcas circulares en el centro. Bajo la esfera de luz amarilla, aparecieron otras dos manos pero, esta vez, sin esposas.

—Lee, ¿no te ha gustado mi regalo de Navidad? —dijo una voz en un extremo de la mesa.

—¿Dónde está…?

—Sabes que es una sorpresa, Lee… y las sorpresas no se cuentan porque si no… perderían la gracia…

—¿Qué le has hecho?

—Digamos que… tu madre y yo tuvimos una charla, ¿sabes? Ella quería algo que yo no podía darle, Lee… y como la vi tan mal… acabé con su sufrimiento…

Lee se abalanzó sobre aquel tipo de voz ronca y pausada, y le clavó sus dedos en el cuello hasta que el alguacil pudo reaccionar, entrar en la sala y apartarlo.

—¡Maldito hijo de puta! ¿Qué le has hecho? ¿Dónde está mi madre?

 

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La capitana guardó silencio. Lee miró al cielo y suspiró.

—Así que, señor Liberto Johnson, usted tiene asignado a ese chico, primero de su promoción, para instruirlo y transferirle su experiencia… la buena, por favor —le dijo mientras le entregaba un papel.

Lee agarró el pomo de la puerta mientras leía la nota y se giró una vez más.

—Liberto era el nombre de mi padre. Yo me basto con Lee…, mi capitana.

Abrió la puerta con mayor suavidad que la primera vez y regresó a su escritorio, agarró la americana y dio dos palmadas en el hombro de Tintín, que se encontraba absorto repasando informes.

—Vamos, chaval, tenemos algo en una zona roja.

Abandonó la comisaría mientras encendía un pitillo y Tintín recogía sus cosas con rapidez. Lee alcanzó el coche y lo esperó con la espalda apoyada en su Chevi Chevelle Copo del 69, negro, con una raya roja en el lateral. Al ver a su alumno llegar entre jadeos, tiró la colilla al suelo.

—Debes aprender dos cosas, chico.

—Sí… señor…

—Una: cuando digo «vamos» significa «deja todo lo que tengas entre manos y corre tras mis pies como una gacela…»

—¿Y la segunda, señor?

—En ascensor siempre tardarás más que bajar por las escaleras. Ahora entra en el coche y no toques nada, ¿entendido?

Tintín asintió. Al sentarse en el espacio del copiloto, abrió la boca emitiendo una exhalación.

—Dios mío… está… está…

—Impecable, lo sé. Ahora escucha —le aconsejó mientras se tapaba la nariz a causa de un repentino olor muy fuerte.

Arrancó. El sonido que emitía el motor era música celestial para él. Sin embargo, para Tintín solo significaba ruido, aunque intentó disimular.

La chica de Greenwich Village. Un caso de Lee Johnson. Segunda entrega de los casos del detective Lee Johnson. Relato de David de la Torre. Portada y diseños de Josevi Blender.

Hallan a una mujer asesinada en Greenwich Village… Diseño de Josevi Blender.

 

 

 

—¿Dónde vamos, señor? Dijo no se qué de una zona roja.

—A Greenwich Village. Han encontrado una prostituta muerta en el callejón del Fat Cat. ¿No sabes qué es una zona roja en esta maldita ciudad?

Tintín se sonrojó. Entre decenas de taxis amarillos como cucarachas coloreadas y transeúntes despistados, Lee comenzó a transferir conocimiento a su pequeño compañero.

—Nueva York es una ciudad muy cool, muy cosmopolita, multicultural y otras mil memeces que salen en la prensa e Internet y que llaman la atención de todo el mundo. Pero aquí, chaval, también crece la mala hierba y se te agarra a la pantorrilla sin dejarte escapar, ¿entiendes? A veces no sé si vivo sobre el asfalto o debajo de él, junto a las ratas.

 

 

 

Lee esquivó un puesto de perritos calientes que hizo caso omiso al semáforo de la décima con Broadway.

—Las zonas rojas son áreas donde pobres chicas obligadas a prostituirse por sus chulos pasean por Murray Hill, Midtown sobre la cuarenta y ocho, bajo la cincuenta y nueve y al oeste de la quinta, llueva, nieve o caiga un meteorito del tamaño del Empire State. Hay otras zonas menos densas, como el Soho, Lower East Side, el barrio de Tribeca, Chinatown…

—¿Y Greenwich Village?                                                                            —¿Dónde vamos, señor? Dijo no se qué de una zona roja. —A Greenwich Village. Han encontrado una prostituta muerta en el callejón del Fat Cat. ¿No sabes qué es una zona roja en esta maldita ciudad?

—Es un bonito barrio cerca del parque Washington Square y una de las zonas menos pobladas. Ya hemos llegado.

Lee detuvo el Chevi en la misma calle Christopher, justo delante del callejón que indicaba la nota que le había dado su capitana. Allí, una ambulancia y otro vehículo desconocido permanecían sobre la acera haciendo las veces de postes que sostenían una cinta policial acordonando la zona.

Lee y Tintín se bajaron del coche y se dirigieron hacia el cadáver. Frente a él, los esperaba Kim.

—¡Vaya! Veo que el chico no ha solicitado aún la baja del cuerpo de policía.

Tintín miró al suelo.

—No le toques las narices, Kim. Tiene toda la vida para hacerlo. ¿Qué ha pasado aquí?

—Poca cosa, Lee… —dijo mientras se agachaba para levantar un plástico plateado—. Se trata de una mujer negra…

—Afroamericana —rectificó Lee.

—¡No me jodas, Lee! Que yo soy coreano y si me llaman chino, pues, me da igual.

—Afroamericana, Kim… que el chico tiene que aprender —dijo inclinando la mirada hacia Tintín.

—Qué cabrón eres —susurró mientras sonreía y continuaba con su explicación—. Bien, una mujer afroamericana, de entre cincuenta y sesenta años, sin identificación ni carnet de conducir. Como veis, no tiene heridas externas y la ropa está intacta. Nos avisaron sobre las ocho de la mañana. Debió de ocurrir anoche.

—¿Y eso qué es? —preguntó Lee señalando una de las manos.

En ese instante, Tintín se agachó hacia el cadáver y observó un rastro blanquecino que cubría la yema de los dedos. La mano del chico se acercó hacia el rastro, pero Lee le gritó.

—¿Qué coño haces, Tintín?

—Perdone, señor, iba a comprobar si se trataba de alguna droga.

—¡No me digas! Probándola, ¿verdad?

—Sí… claro…

Lee se llevó las manos a la cabeza y Kim levantó al chico, que estaba en cuclillas. Una vez de pie, pegó su espalda a la pared.

—Mira, chaval, limítate a estar quieto y escuchar. Sobre todo a escuchar. ¿Y si es veneno, matarratas, ántrax o qué narices?

Tintín no sabía qué decir y se mantuvo inmóvil, observando cómo Lee miraba el rostro de aquella mujer, tapándose la boca con la mano. Su espalda se separó de la pared y percibió un temblor en los ojos de Lee. Estaban enrojecidos.

Lee miraba la piel oscura de la víctima, cuyos rasgos le eran muy familiares. De pronto, dejó de escuchar el ruido del tráfico y de la gente arremolinada alrededor del cordón policial. Ya no veía el plástico plateado que recubría las piernas del cadáver. Tan solo los labios, pómulos, nariz, ojos… tan parecidos. Hasta que Kim lo devolvió al mundo real.

La chica de Greenwich Village. Nuevo caso de Lee Johnson. Segunda entrega de los casos del detective Lee Johnson. Relato de David de la Torre. Portada y diseños de Josevi Blender.

La chica de Greenwich Village. Diseño de Josevi Blender.

—Lee, mira esto —dijo golpeándole en la espalda y agachándose—. Sobre el reverso de la muñeca derecha lleva un sello del Fat Cat.

—Es el que te ponen para que salgas a fumar o mover el coche y puedas volver a entrar sin pagar de nuevo, ¿verdad? —preguntó Tintín con timidez.

—Eso es. Mientras nos llevamos el cadáver y le hago la autopsia, yo me pasaría por el garito y haría un par de preguntas.

—Tienes razón Kim. Mira Tintín, la distancia desde el cuerpo hasta la puerta trasera del Fat Cat es la misma que hasta esa otra puerta, al otro lado del callejón, junto a los cubos de la basura… ¿de dónde será esa puerta?

—Voy a ver, señor —respondió el aprendiz.

Lee fotografió con su móvil el rostro de la mujer, se apartó un par de metros y lo estuvo contemplando hasta que Tintín volvió.

—Por la ubicación física, señor, diría que es la puerta de atrás del supermercado de esa manzana. Aunque parece abandonado, señor.

Lee lo miró. No dijo nada y se dirigió al coche. Tintín se quedó pasmado y buscó apoyo en Kim. Este le indicó que lo siguiera inmediatamente. Cuando llegó junto a él, Lee había sacado un pitillo sin encenderlo. Se quedó jugando con él entre los dedos mientras observaba cómo se llevaban el cadáver. Aquel olor volvió de nuevo a ser patente y decidió entrar en el Fat Cat.

El garito estaba totalmente iluminado, extraño para una sala de copas. Aunque, por la hora y el olor a lejía que se respiraba en el ambiente, era evidente que estaban preparándose para otra noche de alcohol, chicas y borrachos pegados a la barra.

—Hola.

Al fondo del local, una muchacha movía con pasión una fregona mientras un murmullo inundaba el ambiente.

—¡Hola!

La chica iba de un lado a otro moviendo los labios. Sus piernas trotaban por un instante y se detenían por otro. Lee empezaba a cabrearse. Hasta que la luz se apagó. Segundos después, volvió a encenderse y Lee se dio media vuelta. Tintín estaba situado al lado del interruptor, con una sonrisa dibujada en sus labios, al tiempo que señalaba un lugar por encima de la espalda de Lee. Este volvió a girarse y se dio de bruces con la chica, una cabeza más bajita que él, mirándolo a los ojos. En una mano sostenía la fregona y en la otra, unos auriculares que se balanceaban de un lado al otro.

—¿Qué pasa?

Lee se abrió la americana para mostrar la placa y la chica repasó su cuello, el torso, la cintura hasta que llegó al dorado metal y le cambió la cara.

—¡Manuel! —gritó con el pánico en sus ojos—. ¡Manuel, la policía!

—¡Le juro que entregué los papeles, señor! No me denuncie… por favor, todo está en regla, me dijeron que tenía que esperar y nadita más que hacer…La barra, situada a la derecha, desembocaba en un hueco rectangular que daba a una pequeña cocina. De aquel cubículo salió un hombre moreno y asustado.

—¡Le juro que entregué los papeles, señor! No me denuncie… por favor, todo está en regla, me dijeron que tenía que esperar y nadita más que hacer…

 

—No vengo por eso.

Pero el hombre siguió con su retahíla.

—Se lo juro, señor, no me devuelva a mi país…

Lee cerró los puños. Tintín volvió a observar un gesto especial en él,entendió que estaba perdiendo la paciencia con aquel tipo, y decidió intervenir.

—Perdone… señor Manuel… nadie va a repatriarlo ni a quitarle lo que tanto esfuerzo le ha costado. Los Estados Unidos de América y, en concreto, esta ciudad, se sienten orgullosos de tener entre sus ciudadanos a gente como usted.

Lee se apartó sin pestañear y con la boca levemente abierta.

—Venimos por otro asunto, Manuel. ¿Sabe qué ha ocurrido en el callejón?

El dueño del local enderezó el rostro mostrando seriedad, como si el papel representado minutos antes ya no tuviera sentido. La chica dejó de mover la fregona y el murmullo cesó.

—No.

—No… ¿no qué, Manuel? No sabe qué ha ocurrido o lo sabe pero no tiene información…

Lee decidió observar la escena como quien ve una película de misterio y no debe perderse ningún detalle. Y guardar silencio.

—No sé nada sobre esa chica.

—¿Desde qué hora está usted aquí?

—Diez de la mañana.

—¿Qué tal anoche?

—No le entiendo.

—Si… anoche abrió, como todas las noches. ¿La vio por el local?

—No lo recuerdo.

Lee decidió intervenir.

—Déjeme refrescarle la memoria, amigo —le dijo mostrándole la fotografía del rostro de la víctima en la pantalla del móvil. La chica que limpiaba el local minutos antes abandonó la fregona y se acercó al móvil de Lee.

—¿Seguro que no la conoce?

—No, señor.

—Mírala bien porque no me gustaría empapelarte por negocios sucios, ¿entiendes?

—Le he dicho que no la conozco… —respondió con miedo.

—¿Y usted, señorita?

—¿Yo? No no no… —dijo moviendo enérgicamente la cabeza hacia los lados.

Lee suspiró y se dirigió a la salida. Manuel se metió en el interior del local como un conejo que huye de un cazador.

—Gracias —susurró Tintín.

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Lee alcanzó la calle y se estaba dirigiendo a su coche cuando oyó un ruido a vidrio roto. Miró a la derecha y observó un reflejo procedente del supermercado abandonado. En ese momento, su móvil sonó y vio que era Kim.

—Hola, ¿ya has hecho la autopsia?

—¡No jorobes, Lee! Ni he empezado pero he descubierto una cosa que te va a gustar.

—Tú dirás.

—Es sobre el polvo blanco.

En ese instante, el olor que lo había acompañado toda la mañana volvió a introducírsele en la nariz.

—Mándame un mensaje, ahora tengo que colgar —ordenó cortando la llamada con la mirada clavada en la reja del supermercado—. ¿Qué ha pasado ahí dentro, Tintín?

—¿Cómo sabe que era yo?

—Por el perfume que te has puesto hoy y que me lleva asfixiado toda la mañana…

—Perdone, señor, es un regalo de mi madre y…

—¿De tu madre? Si tu madre te regala eso y te lo pones, es porque quieres que sepa que lo llevas… ¿Así que vives aún con tu madre?

—Sí, señor… —suspiró con el orgullo herido—. Y usted, señor… ¿vive solo? —preguntó arrepintiéndose al instante.

Lee giró la cabeza y lo miró.

—Oye, ¿no esperarás tener una conversación personal? Aquí soy yo quien pregunta y tú contestas, si te apetece.

Un estruendo sobresaltó a Lee.

—¿Qué ha sido eso? —preguntó Tintín.

—Este sitio lleva poco tiempo abandonado. No hay basura entre la reja y la puerta y tampoco están rotos los cristales de las ventanas. Te apuesto lo que quieras a que la verja está abierta… y la puerta también.

Lee se acercó, agarró la reja metálica y la arrastró hacia la izquierda sin esfuerzo. Sonrió. Su mano tiró de la barra vertical de la puerta y se abrió.

—Ni siquiera chirría.

Otro ruido. Esta vez, pisadas y voces lejanas incitaron a Lee a coger su pistola y apuntar hacia el interior. Las estanterías del local estaban llenas de productos de primera necesidad: harina, leche, arroz…, pero las persianas bajadas y el polvo sobre el mostrador no se correspondían con el estado del género que aún parecía venderse allí.

—No entiendo nada.

En el fondo de la sala, una puerta con un ojo de buey mostraba lo que parecía el acceso a una cocina. Tintín distinguió una silueta y golpeó suavemente a Lee. Este también lo vio y se acercó despacio, pero una bolsa de aperitivos asustó al desconocido tras el cristal y desapareció. Lee corrió hacia el otro lado de la puerta y escuchó cómo aquel tipo subía por las escaleras.

—Tengo que dejar de fumar —se lamentó.

Tintín lo seguía con el revólver en la mano hasta que alcanzó la pequeña azotea y abrió la portezuela que daba a la terraza. La luz del sol lo cegó unos instantes, pero pronto se acostumbró y vio a Lee apuntando a un tipo que estaba cerca de la cornisa. Agotado y mareado, escuchó voces según se acercaba con lentitud hasta ellos, aunque llegó tarde. El tipo se arrodilló y Lee le colocó las esposas, lo levantó y, con la otra mano, agarró el móvil para llamar a una patrulla y que se encargara de aquel tipo.

Diez minutos después, unos policías se llevaban al desconocido mientras Lee encendía un cigarrillo.

—Debería dejar de fumar, señor —le dijo.

—Mira esto —le respondió mostrándole un mensaje enviado por Kim a su teléfono.

—¿Harina? —preguntó Tintín.

—Sí. Harina. Es lo que tenía nuestra víctima en los dedos. Según el tipo que va camino de la comisaria, conocía a la mujer.

—¿Era su… chulo?

—No. Era quien la proveía de comida. Eso de ahí —dijo señalando el local abandonado—, es un supermercado solidario. Aquí también la gente se muere de hambre, ¿sabes? Pero, según me ha contado el chaval en la azotea mientras tú estabas como un pasmarote cerca de la puerta, deben mantenerlo en secreto para no tener problemas.

—¿Y eso que tiene que ver con el cadáver?

—Él sabe quién es. Y sabe cómo murió. Así que poco más podemos hacer aquí y he preferido que nos siga contando en comisaría.

—Así que nada de ser una prostituta…

—Nada. El chico mantiene que era madre de dos críos, en paro más de cuatro años y abandonada por el hijo de puta de su marido al perder el trabajo. El único que tenían. —Lee se frotó los ojos—. Venga, vámonos.

Greenwich Village, Nueva York. Una prostituta muerta. Un antro llamado Fat Cat. @DavidVerdejoOfi. Clic para tuitear

—Señor… ¿puedo hacerle una pregunta?

—Sí —respondió con la puerta abierta de su Chevi.

—¿Cómo es que no ha sentido vértigo esta vez?

Lee rio y dio media vuelta.

—Porque solo eran dos alturas… ¿o crees que podría haber subido más pisos corriendo?

Lee entró en el coche con la sonrisa en los labios y una sensación extraña con Tintín. «Tengo que dejar de fumar», pensó.

 

La chica de Greenwich Village es el segundo caso del detective de policía Lee Johnson, creado por el escritor David de la Torre.

Portada y diseños interiores de Josevi Blender.