Cooky is here…

Cooky, la cocina del futuro

En aquellos años, los electrodomésticos se habían hecho tan inteligentes que ir a hacer la compra se había convertido en una actividad tan obsoleta como la de conducir coches o utilizar los teclados para escribir.

Empezaron los frigoríficos, avisando a los dueños de la casa de qué productos de uso habitual estaban a punto de terminarse, pero la auténtica revolución llegó de mano de los robots de cocina. ¿Qué sentido tenía que los humanos tuvieran que ir a comprar los alimentos con los que, después, el robot prepararía las recetas favoritas de la familia? La mayoría de las veces terminaba faltando algún ingrediente y los platos nunca salían perfectos.

De ahí que un avispado ingeniero diseñara un prototipo que revolucionó el mundo de la gastronomía, integrando las funciones de los frigoríficos tradicionales con las de los populares robots de cocina.

Cooky se llamó el invento.

La simplificación del proceso compra-conservación-cocina cosechó un éxito arrollador e inmediato: el dueño del robot se limitaba a decidir qué quería comer eligiendo entre las miles de recetas que la máquina llevaba integrada en su procesador, y el propio Cooky se encargaba de pedir a través de Internet todos los ingredientes necesarios a Cookyland, el hipermercado vinculado a la marca.

En un plazo máximo de dos horas, un dron no solo entregaba la compra en el domicilio, sino que la introducía dentro de Cooky, colocándola primorosamente de acuerdo a un programa de almacenaje preestablecido.

A partir de ahí, y siguiendo la programación de comidas prevista, el robot tenía los platos terminados, calientes y humeantes exactamente a la hora señalada.

Nacho siempre consideró que la compra de aquel cacharro fue una de las mejores inversiones de su vida. Él, que era un apasionado de la cocina casera, estaba feliz: el uso de Cooky era tan cómodo, sencillo y eficiente que sus días parecían tener un par de horas más.

—Horas que, sin embargo, le dedicas al trabajo. Y a la tontada esa de las Redes Sociales —le reprochaba Ana.

Ana era bastante escéptica con las supuestas ventajas y comodidades derivadas de tanto avance tecnológico. No es que fuera tecnófoba. Es que era natural. Y naturalista. Y vegetariana, claro.

A Nacho no le quedaba más remedio que seguirle la corriente, no tanto por convencimiento como por lo que le gustaban sus tetas. Y su culo. Y por lo que suponía despertarse cada mañana abrazado al cuerpazo de aquel pibón.

Porque a Ana, la verdad sea dicha, el tránsito de lo omnívoro a lo vegano no la había perjudicado. No la había perjudicado en absoluto. Y eso que Nacho, al principio, mostró sus reservas. A ver si eso de comer tanto verde la iba a amustiar. Pero no. No la amustió. Para nada. Y Nacho se quedó sin argumentos.

Paradójicamente, lo que les había terminado de unir al principio de su relación era la buena mano de él con la cocina.

Todavía se acordaba de cómo alababa ella sus pucheros. «Mejores que los de mi madre. Y eso es mucho decir». ¿Y las croquetas? Croquetas de pollo, como las de toda la vida. Y, también, croquetas de pescado, de queso, de jamón, de espinacas… Si de algo podía Nacho vanagloriarse era de sus croquetas. Le salían tan bien que sus recetas eran algunas de las más usadas por otros usuarios de Cooky: el robot tenía una aplicación que permitía compartirlas y personalizarlas, a gusto del usuario.

Pero todo eso era antes. Porque Ana era muy especial. Y entre sus alergias, sus caprichos y sus digestiones pesadas, los platos de cuchara dejaron paso a otros más livianos. Poco después, junto al pilates, la meditación, el reiki y el yoga; llegó la fiebre por la alimentación natural, los batidos de leche sin lactosa, las infusiones de las hierbas más inverosímiles y, por fin, el descenso final al infierno del vegetarianismo.

Sus comidas y sus antaño románticas cenas se llenaron de ensaladas. Muy variadas, pero ensaladas, al fin y al cabo. Y de purés y parrilladas de verduras. Y de fruta. Mucha fruta. Los frutos secos, sin embargo, estaban vetados: de entre las varias alergias de Ana, la peor era la que tenía a las almendras, avellanas, nueces y, sobre todo, a los cacahuetes.

Pero lo peor estaba todavía por llegar. Primero, porque Ana pasó de un vegetarianismo razonable a un veganismo más integrista. Y, segundo, por la siguiente conversación:

—Nacho, tenemos que hablar —le dijo una noche. Él se echó a temblar, como cualquier persona enamorada que se enfrenta a tres palabras que suenan más a sentencia que a invitación al diálogo. —No soporto besarte y sentir el efluvio a carroña de tu aliento —le dijo Ana—. Sabes que soy una firme defensora de la libertad individual, pero no lo soporto, cariño. Es que no puedo. ¿Me entiendes?

Lo más difícil fue renunciar a la morcilla. Esa morcilla que a ella le provocaba una repugnancia especial, pero que a Nacho le privaba sobre casi cualquier otro alimento. De hecho, su receta de Croquetas de Morcilla y Piñones estaba en el Top-10 de su categoría, a nivel mundial. Plato que ella jamás hubiera podido probar. Por su inveterado asco a la sangre coagulada y embutida del cerdo… y por su alergia a los frutos secos.

Lo más difícil fue renunciar a la morcilla. #Relato de @Jesus_Lens. Portada @joseviblender Clic para tuitear

Tratando de ganar tiempo, Nacho empezó por declararse flexivegetariano: en su día a día, solo comía ensaladas, frutas, verduras y otros hierbajos; después de haberse visto obligado a renunciar, también, al pescado, la leche y los huevos. Prefería renunciar a los batidos de chocolate que a los besos de Ana.

Cuando salía por ahí, sin embargo, o cuando Ana no estaba en casa, se daba el gusto de mandar a paseo aquella morralla naturista, disfrutando de todo tipo de comidas. Con una sola condición: que no llevaran nada de color verde.

Pero ella siempre terminaba por descubrirle. Como en la época en la que fumaba: por mucho que lo hiciera a escondidas y en lugares ventilados, ella siempre se daba cuenta, que parecía tener un detector de humo incorporado. Así, cada vez que se llevaba a la boca aunque fuera una loncha de jamón serrano de bellota, el más vegetariano de los bocados de carne, le tocaba dormir en el sofá.

Las cosas, en cualquier caso, siempre eran susceptibles de empeorar: un mal día, Ana le dijo que estaba dispuesta a dar un paso más. El paso definitivo. Porque estaba presta y dispuesta a abrazar el muy radical crudiveganismo.

Cuando Nacho consultó la Wikipedia, se quedó lívido y horrorizado: «El crudiveganismo es una filosofía de vida que se basa en la alimentación cruda y en una conciencia global de las relaciones entre todos los seres vivos, que involucra a los seres humanos como parte de la existencia total y que propone que, para conseguir y mantener el mundo saludable, lo mejor es el consumo de alimentos crudos».

Llegados a ese punto, saltaron todas las alarmas. Y Nacho decidió jugarse el todo por el todo: él también se haría crudivegano… si Ana aceptaba comer, durante una semana, las recetas que él le iba a preparar. Solo una semana. Si después de probar los manjares que iba a diseñado con Cooky, Ana seguía empeñada en comer única y exclusivamente alimentos vegetales crudos y sin procesar, tal y como surgían de la madre naturaleza, él la acompañaría en su cruzada.

Un #relato cook-boiled de @Jesus_Lens. Portada de @joseviblender. #noir Clic para tuitear

Siete días después, Ana estaba muerta. La autopsia dictaminó que había fallecido por un shock anafiláctico, provocado por la ingesta de cacahuetes en la última cena, la del domingo.

—Eso es imposible —le dijo Nacho al inspector que le interrogaba en comisaría.

—¿Por qué?

—Porque en casa jamás entró un fruto seco. Ni almendras, ni avellanas ni, muchísimo menos, cacahuetes. De hecho, fue la primera instrucción que le dimos a Cooky.

¿Cooky?

—El robot de cocina. Él es el encargado de hacer los pedidos de comida. Y jamás ha pedido frutos secos. Como le digo, fue la primera instrucción que metimos en su programa Antialergias. De hecho, antes de dejar que se encargara de la gestión automática de las comidas, estuvimos varias semanas comprobando que no hubiera posibilidad alguna de que, por error, utilizara frutos secos.

—¿Y si se equivocó el hipermercado?

—Cookyland también tiene vetados los frutos secos en nuestra cuenta. Pero, de todas formas, hubiera dado igual. En su momento hicimos la prueba, metiendo frutos secos dentro de Cooky. Y jamás los usó en ninguna de sus recetas.

—¿Aunque la receta original los incluyera entre los ingredientes?

—Ni aun así. El programa de detección de alergias primaba sobre cualquier otro.

—Entonces, ¿cómo se explica que la crema que acompañaba a las verduras que Ana cenó anoche tuviera tanto cacahuete que hasta un chimpancé hubiera rebañado el plato?

El abogado le aconsejó a Nacho que se declara culpable y alegara algún tipo de trastorno provocado por una dieta carente de proteínas. Que el juez entendería que la perspectiva de pasarse la vida comiendo lechuga, tomate y otras hierbas crudas podría llegar a enloquecer al más pintado.

Pero Nacho se empeñó en defender su inocencia.

Entonces, ¿quién puso el cacahuete en aquella crema? —preguntó el abogado.

—Cooky.

—¿Perdón?

—El robot. El puto robot. El robot nos oyó hablar aquel domingo por la noche. La semana se había terminado y Ana seguía dispuesta a pasarse al crudiveganismo de los cojones. Y si yo quería seguir con ella, tendría que hacer lo mismo. Cooky, por tanto, estaba sentenciado en nuestra casa. Ya no tendría utilidad. Y decidió defenderse, acabando con Ana, que se había convertido en la causante de su ruina.

—¿Y cómo llegaron los cacahuetes hasta Cooky?

—¡Pida la lista de la compra que el robot encargó a Cookyland! O el albarán de entrega con los productos servidos.

Pero no. No fue posible probar tales extremos. Revisados los protocolos tanto del robot como de la tienda, el posible pedido de cacahuetes no aparecía por ningún sitio. Así las cosas y por mucho que Nacho insistió en culpar a Cooky, el juez le condenó por la muerte de Ana.

Homicidio culposo.

Una mañana, dos años después de su ingreso en prisión, Nacho apareció muerto en su celda. El forense determinó que el fallecimiento se produjo por causas naturales. Una fatalidad, que la muerte sorprendiera a Nacho justo el día en que su petición de puesta en libertad provisional iba a ser estudiada.

Nadie reparó, por desgracia, en el hecho de que la Secretaría General de Instituciones Penitenciarias hubiera implantado el programa Cooky en las cocinas de sus todas prisiones, hacía pocos días, con el fin de ahorrar costes y economizar gastos.