Donde Shakespeare dejó la comedia, Sanzol tomó la pluma. La tempestad y el naufragio, la isla desierta, la guerra de los sexos, la misoginia y su réplica, mujeres disfrazadas de hombres, hechizos de amor… y acción, mucha acción. Todo ello con un lenguaje renovado que tiene muy presente, siquiera paródicamente, a William Shakespeare: la cadencia rítmica, la imagen, la hipérbole, el sobrepujamiento, el juego de palabras conceptista, la enumeración imposible…

Agosto de 1588. Castillo de popa de un galeón español de la Armada Invencible. La reina Esmeralda y sus dos hijas, la princesa Salmón y la princesa Rubí, se dirigen a Inglaterra, obligadas por Felipe II, para desposar a dos nobles ingleses. Pero la reina Esmeralda urde un plan: para liberar a sus hijas del matrimonio, y de una vez por todas de los varones, provocará una tempestad y el hundimiento de la Armada Invencible (1588) y, gracias a un manto prodigioso, aparecerán las tres en una isla desierta donde podrán vivir sin preocupaciones y sin la molesta compañía masculina.

Fatídicamente, la isla desierta no está tan desierta, sino que veinte años antes, tres hombres, el leñador Marrón y sus dos hijos, el leñador Verdemar y el leñador Azulcielo, se instalaron en la isla huyendo de la compañía de las mujeres.

El planteamiento, pues, puede disparar la acción en muchos sentidos, pero todos ellos serán paródicos. Es aquí donde Sanzol escoge con mucho tiento lo mejor de las tradiciones humorísticas a su alcance. No solo bebe de la comicidad desarrollada por Shakespeare en Trabajos de amor perdido, Sueño de una noche de verano, Mucho ruido y pocas nueces, Como gustéis, A buen fin no hay mal principio, La fierecilla domada…, sino que acude también a la tradición más subterránea del humor español: no prevalece el sarcasmo de Quevedo, sino la ironía cervantina; no hay astracán, sino el humorismo poético de Jardiel.

La ternura, de Alfredo Sanzol

La ternura, de Alfredo Sanzol. Foto de Luis Castilla

¿Cómo consigue Sanzol salir airoso de este frágil equilibrio además de con mucho talento? ¿Con mucho trabajo? Sin duda alguna. Hay en La ternura la esencia del trabajo desarrollado por Alfredo Sanzol junto a Andrés Lima en los talleres de artes escénicas que han llevado a cabo en el Teatro de la Ciudad. El proyecto consta de dos fases. La temporada pasada reflexionaron en torno a la tragedia y montaron libremente Antígona, Medea y Edipo rey. Fieles a la idea de Groucho Marx de que la tragedia más el tiempo da lugar a la comedia, esta temporada han hecho lo propio con este último género, y han dado a luz dos obras: La ternura, de Alfredo Sanzol, que se entrenó el pasado 27 de abril en el Teatro de la Abadía, en Madrid; y Sueño, de Andrés Lima, que se estrenó en el mismo teatro el 10 de mayo.

Así pues, para llegar a su texto, Alfredo Sanzol ha escrito, improvisado y modificado a pie de escenario en función de los hallazgos interpretativos y estéticos de su elenco, lo cual tiene algo de creación colectiva bien encauzada. La exigencia para pasar el filtro y quedar plasmado sobre el papel definitivo es, pues, altísima. Se descarta lo consabido, lo fácil, lo menos ingenioso. El actor aporta a la estructura narrativa del texto en función de la lógica de su personaje. De este modo, el autor se desdobla en múltiples personalidades, cada una de ellas tirando de la trama en diversos sentidos, y tiene de modo inmediato la visión espacio-temporal de su obra y de cada una de las variaciones incorporadas. Bien llevado el proceso, el resultado es magnífico.

Además, Sanzol ha leído y releído las catorce comedias de William Shakespeare. Se he dejado influir, y a partir de las enseñanzas del genio ha creado algo nuevo. Ese es el otro método. Es el ejercicio de mímesis perfecto, de imitatio poética a la manera de Horacio. Es, en la imagen de Petrarca, la abeja que liba en distintas flores para crear un producto distinto. Hay tradición porque el autor se encuadra en ella, no porque la replique, sino porque la continúa. Y hay modernidad porque no permanece anclado a unos cánones, sino que emplea lo útil, descarta lo demás, y en todo caso actualiza y parodia los temas y las convenciones.

Natalia Hernández, Elena González y Eva Trancón en La ternura, de Alfredo Sanzol

Natalia Hernández, Elena González y Eva Trancón. Foto de Luis Castilla

Sanzol celebra el lenguaje, su capacidad para hacer cosas con él (en contraste con otra producción también muy interesante actualmente en cartel, Refugio, de Miguel del Arco, que señala precisamente las limitaciones y el gran peso que el lenguaje puede imponer sobre las relaciones humanas). Se manifiesta así desde el principio, incluso en la desnudez muy bien vestida del escenario, la potencia de la palabra, de la interpretación, de lo humano (cuya invención, precisamente, Harold Bloom atribuye a Shakespeare)[1].

Es parte de la celebración de la palabra esa retahíla en boca de la reina Esmeralda, apenas comenzada la función, cuando repara en que, tras haberlo preparado todo para su retirada en la isla, ha olvidado lo más esencial: la comida. Y emprende la enumeración doliente y nostálgica de lo que pudo haber sido y no fue. Tantas y tan exquisitas viandas echa en falta que asombra su enumeración infinita, digna de las bodas de Camacho. Un inventario de alimentos que incluye, entre otros, «… perdices, palomos…, quesos del Roncal, torta del Casar…, panceta…, azafrán, clavo, jengibre…, liebres, conejos…, vinos de la Rioja, del Bierzo…, aceitunas…» Pura palabrería, pues, que crece, se hace monstruosa y causa la admiración y la risa del espectador hasta desembocar en la carcajada final: «… y una garrafa de pacharán». Esta escena, con el tiempo, tal vez alcance la celebridad de aquella otra hilarante de las siete y media, en La venganza de don Mendo (Pedro Muñoz Seca, 1918), otra parodia, por cierto, de un género clásico.

O esas comparaciones hiperbólicas que describen el estado anímico de los personajes. Así, para el leñador Azulcielo, a la espera de ver por primera vez a una mujer, el tiempo corre tan parsimoniosamente «como la arena erosiona la roca»; o para Verdemar, separado de su amada, la pena es tan grande y pesada «como una piedra atada a los pies que acabará por hacer que me ahogue en mis propias lágrimas». Imágenes, por cierto, no tan infrecuentes en el fondo humanístico del que se nutre la poética de Shakespeare, pero que resultan hoy en día de una cándida belleza y, al mismo tiempo, de una inevitable comicidad.

La elocuencia de Alfredo Sanzol, pues, se divide entre los seis personajes que ha colocado sobre las tablas. Hay que volver a la imagen clásica para comprender la fuerza sugestiva de la palabra, al mito de Mercurio, del facundo Ulises o de Calíope, que atan los oídos de quienes les escuchan, como Orfeo con su lira aplaca a los animales y hace volver las aguas de los ríos sobre su curso.

Por eso Sanzol no repara en el artefacto en que consiste todo chiste. No hay un mecanismo que se repita una y otra vez, sino que apela a la humanidad de sus personajes. No hay ripio, ni risa fácil. No hay risotada, sino inteligencia y profundo conocimiento de sus personajes y de los géneros de los que proceden.

Todo ello constituye la gran réplica de Alfredo Sanzol a la invención de la comedia moderna por parte del bardo inglés. Sanzol se atreve: si Cervantes parodia los libros de caballería, Sanzol la emprende con la comedia de Shakespeare. Parece ubicarse deliberadamente en la fase manierista de la comedia isabelina, modernizada, parodiada y, por tanto, neutralizada. ¿Anticuado? Ni mucho menos. Porque la otra tradición presente en Sanzol es el humanismo cervantino.

Javier Lara, Juan Antonio Lumbreras y Paco Déniz

Javier Lara, Juan Antonio Lumbreras y Paco Déniz. Foto de Luis Castilla

Hay otros temas, desde luego, pero no son más importantes. Hay un tema antiguo que no ha dejado de ser moderno: la manifestación más evidente del amor, la ternura. En palabras de Alfredo Sanzol: «La ternura es la manera en la que el amor se expresa. Sin ternura el amor no se ve. La ternura son las caricias, la escucha, los pequeños gestos, las sonrisas, los besos, la espera, el respeto, la delicadeza. Una sociedad sin ternura es una sociedad en guerra»[2].

Hay también la alusión al amor homosexual, que, fiel a las tradiciones de la época, solo es aludido mediante el travestimiento de alguno de los personajes: un hombre se enamora de otro hombre creyendo que lo hace de una mujer… En el caso de La ternura, en cambio, Sanzol invierte el tópico, y un hombre se enamora de una mujer creyendo que lo hace de un hombre. ¿Fuerza de la naturaleza, hechizo de amor, predestinación? Todo ello y, sobre todo, juego de ambigüedad que permite sugerir la relación homosexual sin forzar los límites del canon isabelino. Hay también la imposibilidad de que los padres protejan a sus hijos de los riesgos del amor y de la vida. Así como hay multitud de giros en la trama, que parecen llevarla al más difícil todavía, de manera que las dos horas de representación suceden en un soplo. Hay la presencia de Cupido y del hechizo de amor preparado por la reina Esmeralda… Todo ello dota de un gran lirismo a La ternura, de modo que, se percibe que, además de La tempestad, su principal influencia es Sueño de una noche de verano.

Todos los intérpretes están a la altura y contribuyen a la creación prodigiosa que constituye este montaje primero e irrepetible de La ternura. Juan Antonio Lumbreras, en el papel de Leñador Marrón, cuya vis cómica está ya fuera de toda duda; Paco Déniz, el leñador Verdemar, con una asombrosa amplitud de registro; Elena González, magistral en su creación de la reina Esmeralda. Natalia Hernández, la princesa Salmón, la más pizpireta de las princesas, genial; Eva Trancón, fabulosa en su papel de la princesa Rubí; y Javier Lara, el leñador Azulcielo, el más cándido de los seis personajes.

No le andan a la zaga la música de Fernando Velázquez, que subraya la acción como la banda sonora de una película, ni la escenografía de Alejandro Andújar que, fiel a la máxima de Peter Brook («dadme un espacio vacío y lo llenaré de teatro»)[3], permite la práctica desnudez del escenario, solo vestido por unas bóvedas ojivales constituidas por hilos colgantes.

La obra es redonda. No se la pierdan por nada del mundo.

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La ternura, de Alfredo Sanzol

La ternura, de Alfredo Sanzol. Foto de Luis Castilla

Alfredo Sanzol (Pamplona, 1972)

Escribe y dirige, entre otras, Aventura (2002), Risas y destrucción (2006), Sí, pero no lo soy (2008), Delicadas (2009), Días estupendos (2010), En la luna (2011), La calma mágica (2014), La Respiración (2016).

También ha acometido el montaje de algunos clásicos como Esperando a Godot (2003), La importancia de llamarse Ernesto (2012), Edipo Rey (2016), etc.

Es miembro fundador de la Academia de las Artes Escénicas de España.

Alfredo Sanzol

Alfredo Sanzol

La ternura

Texto y dirección: Alfredo Sanzol

Reparto: Paco Déniz, Elena González, Natalia Hernández, Javier Lara, Juan Antonio Lumbreras, Eva Trancón 

Espacio escénico y vestuario: Alejandro Andújar

Iluminación: Pedro Yagüe

Música: Fernando Velázquez

Ayudante de dirección: Beatriz Jaén

Ayudante de escenografía y vestuario: Almudena Bautista

Producción ejecutiva: Jair Souza-Ferreira

Ayudantes de producción: Elisa Fernández, Sara Brogueras

Dirección de producción: Miguel Cuerdo

Comunicación: El Norte Comunicación

Fotografía: Luis Castilla, María Calderón

Reseña teatral de Alfonso Vázquez

Notas:

[1] Harold Bloom, Shakespeare. The Invention of the Human, Londres, 1999.

[2] Cf. «La ternura. Una comedia de leñadores y princesas», Teatro de la Cuidad, Dosier, 21 de abril de 2017. (Enlace).

[3] Peter Brook, The Empty Space: A Book About the Theatre: Deadly, Holy, Rough, Immediate, 1968.