Decía Galeano aquello de que la utopía está en el horizonte. Te acercas dos pasos y ella se aleja dos pasos. Diez pasos y ella se aleja diez pasos. Bien. Cambiemos utopía y llamémosle “Moscú”. Un Moscú podría ser eso que quieres alcanzar pero que se aleja cuanto más tratas de acercarte. Algo así. Ese es el título de la obra que el 24 de febrero vi en la sala Nave 73: Moscú. 3.442 Kilómetros. Con dramaturgia —y dirección— de Patricia Benedicto e interpretada por Elena Corral, Laura Lorenzo y Antonio Lafuente.

No conozco a Patricia Benedicto pero rondamos la misma edad —ella del 78 y yo del 79—. No la conozco —de acuerdo—, pero tras ver su obra quiero conocerla. Quiero conocerte Patricia —lo de romper una suerte de cuarta pared en esta crítica es deliberado— porque hacía tiempo —bastante— que no salía de una sala de teatro tan satisfecho, tan agradecido y con tantas ganas de escribir al llegar a casa.

Moscú es un texto maravilloso. Muy bien hilvanado en cuatro actos y un epílogo. Capaz de elevarse poéticamente y ser trascendente —jamás arrogante—, verborréico —siempre inteligible—, luminoso —nunca cegador—. Hermoso. Mucho.

La trama o sustrato entronca directamente con la obra de Anton Chéjov Tres hermanas, y es desde una premisa de la obra del maestro ruso desde donde Benedicto decide lanzarse al vacío (sabiendo que su texto tiene el grosor de la lona de un enorme paracaídas).

En Tres hermanas, Chéjov cuenta la historia de Olga, Masha e Irina. Las tres son hermanas. De familia culta y aristocrática y las tres se consumen en una pequeña ciudad de provincias y sueñan —anhelan—, con volver a Moscú. Un Moscú que han idealizado como cualquiera de nosotros idealiza lo que no tiene, lo que querría ser frente a lo que en realidad es. Un Moscú panacea. Un Moscú que es un no-lugar. Que es un estado mental. Un Moscú que es una utopía en la que los hombres son más guapos, aman de verdad, te quieren para siempre, los trabajos son más estables y bien remunerados, la nieve es menos fría y, allí, nadie especula con la esperanza.

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En la obra de Patricia Benedicto, la autora se sirve de esta metáfora de manera brillante. Todos tenemos un Moscú. Un lugar-meta al que queremos dirigirnos para hacer nuestra existencia más trascendente. Qué terrible pasar por la vida sin dejar impronta. Qué terrible el paso del tiempo por mucho que los científicos nos digan que es solo una ilusión generada por nuestra mente. Vivimos como aquel hombre del cuento que subía y bajaba montañas. Cuando las subía pensaba en la bajada y cuando las bajaba iba pensando en la subida. Así viven las tres hermanas de Moscú: 3.442 kilómetros. Nunca en el presente. Como las tres hermanas de Chéjov: ancladas en una grieta temporal asfixiante entre el pasado que desean cambiar y el porvenir que no viene nunca. El resultado es un pretexto perfecto para disertar sobre la soledad, la muerte, la familia, la crisis e incluso la física cuántica. Alguien podría pensar: “es imposible salir airoso de esa empresa”. Pues no es este el caso. Porque el texto de Benedicto respira con una libertad absoluta, nunca flaquea, nunca bosteza, y es emocionante, conmovedor y divertido.

Los tres actores —dos actrices y un actor— resultan naturales, tienen vis cómica, aciertan desde el principio hasta el final y resuelven con talento cada diálogo, cada reflexión de sus personajes.

Para nota —sobresaliente— el planteamiento escénico: todo tiene sentido (fruto del trabajo de Lúa Testa y Juanje de los Ríos). El atrezzo, la música, la iluminación —me es imposible encontrar un pero a esta pieza—; no soy capaz de verle las junturas a este esqueleto. Me apasionan los hallazgos de cada acto que voy descubriendo, cómo se mueven los personajes, sus gestos; los elementos de los que se sirven que están integrados no solo con naturalidad sino en una coreografía bellísima en la que los objetos parecen cobrar vida: las sillas que se transforman en un puente, la nieve hecha con papelitos y un pequeño ventilador, una maleta llena de flores donde una de las hermanas reposará su cabeza boca abajo, el micrófono que anuncia cada acto, la polaroid, la mesa con esa taza pintada a mano donde puede leerse “I love Moscow”, y un largo etcétera.

Moscú 3.442 kilómetros, de Patricia Benedicto.
Algo que le da valor a la propuesta es que la autora solo ha elegido la metáfora de Moscú tomada de la original de Chéjov y no más. No ha explorado la obra —Tres hermanas— de Chéjov más allá de esta premisa. Si digo que le da valor es porque la propuesta de Patricia Benedicto es absolutamente original y no se convierte en una osadía al querer revisitar toda la historia. Con este detonante de partida –suficiente– se compone una obra nueva igualmente universal puesto que nos hace reflexionar sobre nuestras inseguridades, sobre nuestras aprensiones. No hay nada más atávico.

El texto apela al público, interactúa con el público. Le dice/nos dice: sé por dónde hay que golpear para que os duela a todos al mismo tiempo. Y así, cada acto, nos pone frente a frente con la soledad, con la vejez —aunque estos asuntos emerjan no siempre desde el territorio dramático—. Salimos pensando en lo que supone hacerse mayor, crecer, comprender que los padres ya no podrán ser tus guardaespaldas y que tú tendrás que cuidarles mirándoles a la cara. Pensando en lo que supone ser amado o no serlo. En lo que supone arrepentirse cuando ya es demasiado tarde para hacerlo. Es esta función un viaje —también con mucho de confesional— desde 1901 a 2017. Una suerte de viaje en el tiempo para comprender que el tiempo no tiene la culpa de nada. Que el paso del tiempo no tiene la culpa de nada. Que somos nosotros los responsables de quedarnos parados, inmóviles, indefensos o de abrir la puerta y comenzar a caminar para alcanzar ese Moscú que está en nuestra cabeza. Esa idea de vida mejorable que nos acerque a lo que siempre quisimos ser y aún no somos/no fuimos/¿no seremos?

Damos dos pasos y nuestros “Moscús” se alejan dos pasos. Recorremos tres mil cuatrocientos cuarenta y dos kilómetros y nuestros Moscús se alejan en la misma medida. Se alejan. OK. Uno acaba pensando: “Por mucho que camine no voy a alcanzar nunca mi Moscú”. ¿Tiramos pues la toalla? ¿Se trata de eso? ¿Para qué demonios sirve entonces la idea de tener un Moscú? ¿Para qué? Ya lo decía Galeano. Para eso sirve. Para caminar. Para seguir caminando.

Moscú 3442 kilómetros

Autora y directora: Patricia Benedicto

Intérpretes: Elena Corral, Antonio Lafuente y Laura Lorenzo

Espacio escénico y vestuario: Lúa Testa – La trapecista autómata

Diseño de luces: Juanje de los Ríos

Producción y distribución: La trapecista autómata

Reseña de EfeJota Suárez