Muñecas rotas

Intento explicarle a mi hija cuál es la tarea de un editor, para qué sirve lo que hace un editor, y de repente surgen esas dos palabras. Muñecas. Rotas. Me viene a la cabeza la expresión muñecas rotas y con ella un cuento, con ella una invención para ser narrada, para ser leída, para ser escuchada. Y se lo cuento, se lo narro, se lo relato.

Imagínate, le digo, que papi recibe un proyecto de posible libro del que dice el autor que es una novela que se llama Muñecas rotas y de la que cuenta en otro documento de qué va. Imagínate que en ese otro documento que papi lee antes de enfrascarse en ojear la novela, el autor, el novelista que quiere que papi le publique su libro, bueno, su texto que todavía no es un libro, imagínate, te digo que en él explica ese escritor que su obra trata de unas niñas que crecen hermosas y pensando en cuando sean mayores y se convierta una de ellas en bailarina, otra en actriz y la otra en maestra, que en ese posible futuro libro vemos cómo esas niñas crecen y ven torcerse uno a uno sus sueños hasta dejarlas convertidas en muñecas rotas, en mujeres sin alma ni aprecio por lo excelente, por la dicha.

Pues bien, sigo contándole a María, que me atiende y deja definitivamente de hacerle caso a su tableta, supón que papi no lee finalmente eso que algunos siguen llamando el manuscrito, lo que le ha mandado el escritor, vaya, suponlo, y que lo que hace es confiarse de que lo que describe el autor en ese documento donde explica qué es la novela es cierto, y que en sí mismo no hace falta leer nada más.

Mal hecho. María me mira como si de repente no entendiera el cambio de mi actitud narradora. Mal hecho, le repito con el mismo énfasis. Siempre hay que leer lo que se publica, y no sólo leerlo sino leerlo como si uno fuera una especie de abogado defensor del lector que queremos o creemos que podrá disfrutar con el libro que queremos publicar, que vamos a editar. Mal hecho.

Cuando papi recibe ese libro ya fabricado, listo para que lo puedan comprar y leer quienes se vean interesados por lo que antes les hayamos contado sobre él, entonces nota algo raro al pasar sus páginas y olerlas, es como si algo no estuviera del todo bien. Sí, algo ha fallado, hay unas palabras entreveradas que le llegan al azar y casi como en un sueño, mientras las hojas se deslizan ante su vista, que no encajan en lo que él había considerado que era la novela. Olfato de editor que llega tarde al lugar del crimen, en este caso al lugar del fiasco editorial. Gimnasta, dolor, polvos de talco, público, Cristo de Blume… Eso no cuadra en una novela sobre sueños destrozados, sobre muñecas rotas… ¿O sí cuadra?

Papi leyó entonces la última frase, que dice sañuda: «¡Podías haber tenido más cuidado!» Y María, ahí me di cuenta de ese error de principiante que es confiarse y no hacer tu trabajo. ¿Sabes de qué iba la novela que papi había publicado creyendo que sería un hito generacional sobre niñas que se convertían en flores marchitas? Iba de un gimnasta, de un gimnasta que se rompe las muñecas.

Muñecas rotas, María, y mira que el título es bueno.

 

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José Luis Ibáñez Salas