Chavela habla, canta, engrandece

El día 5 de agosto nos acordamos de Chavela. Es lo que aportan las fechas: un día en el que uno tiene derecho a contar los años, a detenerse en un nombre, un día en el que un nombre vuelve a ser persona.

Así pues, algunos amanecemos determinados y nos lanzamos en la a veces condescendiente empresa de escribir algo para rendir —según decimos— homenaje a una artista.

Pero seamos sinceros. En realidad, no es su biografía la que me ha ocupado durante estos días que he acumulado de retraso en mi entrega del artículo. Es la mía. Y esta, por supuesto, no se la voy a contar al lector que tal vez ha empezado estas líneas con la esperanza de hallar información nueva sobre la trayectoria de la dama del poncho rojo, luz sobre su infancia, nuevas hipótesis sobre su relación con Frida Kahlo, más detalles sobre el modo en que Almodóvar y amigos la invitaron a salir del silencio para entrar con calma y esplendor en el mundo del cine y la música…

En fin. Yo solo recuerdo que volví del extranjero revuelta. Revoltosa, decían algunos. Pero, en verdad, solo revuelta, como puede estarlo alguien que ha entendido lejos de casa que es posible reír y llorar al mismo tiempo, por una misma cosa, por una misma persona, por mí. Un pistoletazo de salida al mundo de las tan mentadas emociones sobre las que yo había leído, con el interés de un antropólogo que observa una sociedad nueva.

Frida y Chavela. "¿Qué quieres, Chavela?", artículo de Irene Pomar. Tercer aniversario de la muerte de Chavela Vargas.

Frida y Chavela. «¿Qué quieres, Chavela?», artículo de Irene Pomar.

Así pues, un día aún caluroso de otoño de 2002, en el kiosco de prensa de la Facultad de Filosofía y Letras en la que estudiaba, antes de entrar en la cafetería del campus, vi uno de esos cartones sobre los que se pega el producto cubierto por un plástico protector. Al lado de piezas de maquetas, minúsculas muñecas, cursos de idiomas, recortables y otras promociones coleccionables, llamó mi atención ese cartón al que, esta vez, el editor de turno había decidido adherir un CD: un disco de Chavela Vargas. Lo compré, ignorante, porque me sonaba, porque me intrigó y porque llevaba suficiente suelto encima. Por la tarde, al salir de trabajar, hice algo inhabitual para mí: viajar en el metro barcelonés escuchando música en el discman. Ese mismo que ya me había acompañado en bici en las calles de mi ciudad alemana, de la que acababa de regresar.

Como cada viernes, pasé por la librería y cayó en mis manos la biografía de Frida Kahlo. Algo teníamos en casa sobre esta artista, pero el retrato en la portada, la mirada sin filtros, me obligó discretamente a comprarlo. Aún no he terminado el libro pero llegó a mí en una época en la que aún pintaba, en una tarde en la que mi cuerpo no dejaba de tararear a la que, según comprendí más tarde, fue su gran compañera y acompañante.

Nunca fui mística, ni soy especialmente receptiva a discursos esotéricos, pero tampoco soy partidaria de la casualidad como la respuesta a todo lo que parece tener una razón de ser inexplicable. Solo sé que en 2012 yo vivía de nuevo en el extranjero. Ese año —el año— entendí a Chavela Vargas cuando escuché la entrevista radiofónica para Carne Cruda. Dijo que hablaba con Lorca en la Residencia de estudiantes de Madrid. ¿De qué hablaban?, le preguntaron: hablamos de nuestros amigos.

Así fue como en 2012 regresó a mi memoria ese día de otoño de 2002 en Barcelona, revuelta o revoltosa, y me di cuenta de lo que me ocurrió con Chavela: sí, discman mediante, hablamos de nuestros amigos, de todas y de todos, de ninguno en realidad. Reconocí en mis tarareos metropolitanos sus palabras recién pronunciadas en la radio, esas que habían sido emoción un día y que se escribían ahora en forma de memoria, diez años después. Tenía razón: al cantar, el ser humano engrandece la ciudad.

Chavela, he retomado nuestra conversación de 2002. Ya en 2015, he abandonado de nuevo una ciudad extranjera. Puedo haber nacido y muerto mil veces, aprendido a mirar aunque no a cantar (para susto de los vecinos). Pero de olvidarte, nunca.

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