Ana 

Desde que abandonara las instalaciones subterráneas de aquel archivo, Ruth contemplaba el resto de sus días sobre la tierra como una autopista recta y lisa que se pierde en el horizonte, sin obstáculos, sin nada que pudiese detenerla, pero sin vehículo para llegar al final. El camino que se le había presentado debería hacerlo a pie.

Decidió dirigir sus primeros pasos en libertad laboral y con una mensualidad suculenta en su cuenta corriente, hacia Plaza de Castilla, lugar donde la lectora de su iPhone le narraba el epílogo de la novela que la había acompañado durante el último mes. Frente a la puerta de los juzgados, escuchó la última frase de aquel manuscrito de unas ochocientas páginas: «Digo yo».

—¿Ruth? —dijo alguien a su espalda.

Ella se volvió dejando los escuetos agradecimientos del autor, colofón de una historia elaborada a lo largo de cuatro años.

—Hola —respondió sin mucho afán.

—No pareces alegrarte de verme.

De inmediato, Ruth intercambió el rostro de su viejo amigo por el de Moncada, uno de los protagonistas más carismáticos y duales de la novela. Como él, su amigo mostraba un atractivo peculiar, nada de esos tipos maduros que pueblan las revistas de moda para ofrecer los productos a todas las edades. Su amigo llevaba con orgullo una barba bien poblada, tenía las manos grandes y rudas y una mirada profunda que, junto a su voz envolvente, le convertía en una persona difícil de olvidar. Y desde luego, Ruth no lo había hecho.

—No me gustan las muestras públicas de afecto, ya lo sabes —dijo recordando que aquella aversión a los abrazos delante de todo el mundo, apretones de manos, incluso las caricias, las compartía con Ana Tramel. ¿Cuántas cosas más tendrían en común Ruth Sagaz y Ana Tramel? Esta última, una profesional del derecho arruinada y adicta a las pastillas mezcladas con alcohol que recibe una llamada de su hermano ludópata, acusado de asesinato, poco tenía que ver con Ruth en esos términos, pero quizás, en otros guardaban increíbles semejanzas: Ana Tramel es perseverante, cauta aunque impredecible, calculadora y precavida pero arriesgada a la vez. Eso le gustaba a Ruth. Y ambas eran mujeres independientes, libres, que no necesitaban un hombre que ni siquiera les abriese la puerta para pasar.

—¿Quieres un café?

Ruth observó a su alrededor y solo encontró un par de bares pertenecientes a cadenas de restauración que eliminaban todo encanto particular de ser locales únicos. Cuando ambos se sentaron frente a frente, él dejó sobre la mesa un libro que a Ruth le provocó una sonrisa inevitable.

—Ana —dijo.

—Lo acabo de terminar.

—¿Y bien?

El amigo se rascó la nariz en un intento de ordenar todos sus pensamientos para no soltarlos de golpe.

—Sorpresa —dijo al fin.

—¿Sorpresa?

—Si. Verás, si lees la sinopsis crees que la historia solo trata de una abogada enferma que se enfrenta a su hermano acusado de asesinato y que echa mano de sus compañeras de bufete para defenderlo contra un empresario. Hasta ahí, no te haces a la idea de dónde te vas a meter.

—La sinopsis es escueta.

—Luego —continuó él como si Ruth no estuviera. Parecía que necesitara expulsar todo lo que sentí al haber leído la historia— lees entrevistas del autor y ves que Roberto Santiago es guionista de cine y que en la novela se habla del mundo del juego, del submundo del juego ilegal, de sus peligros, de la ludopatía, etc. Y piensas ¿cómo describir todo eso con maestría en casi ochocientas páginas?

—Lo hace —respondió Ruth— ¿Sabes que Roberto jugó por todo el mundo alrededor de cuatro años en su labor de documentación?

—¿De donde sacaría el personaje? Es tremendamente complejo pero está narrado de una forma que puedes sentirte ser ella misma, con sus dudas, sus pensamientos constantes sobre el camino a tomar, su forma de ver a los hombres y mujeres comparándolos con el de al lado para ver sus diferencias.

Ana nace cuando Roberto tiene veinte años —respondió Ruth –. Él quedó prendando del personaje de Paul Newman en la película Veredicto Final, donde un abogado alcohólico se enfrenta a un hospital. Entonces escribió un relato y Ana debió almacenarse en su mente, cómoda en un rincón, hasta que apareció de nuevo.

—Me recuerda mucho a las novelas de John Grisham.

—Es verdad. En Ana se mezcla el mundo de la justicia española en lo más alto de la pirámide moral y el mundo del juego, los trucos empresariales para aumentar su riqueza, los engaños e incluso los crímenes, en lo más bajo de dicha pirámide.

Se hizo el silencio. Ambos se miraron cómo si aquella coincidencia hubiera cerrado la cicatriz que años atrás apareció.

—¿Entonces qué te ha parecido? —preguntó Ruth apurando su café.

—Comprendo el título de la novela, aunque sé que tuvieron que darle un par de vueltas. Yo estaba en la sala de al lado. Pero este título, Ana, encierra toda la historia. El tema central del juego es una excusa para mostrarnos el mundo de Ana que bien podría ser el de cualquiera de nosotros (exceptuando las adicciones, pero quizás tengamos otras). La historia habla de la amistad, de la familia, del amor, de la pasión, de todos los males del mundo y de todos los malos del mundo. La novela es un repaso a todas las preocupaciones y problemas que nos alertan y no nos dejan dormir. Ana eres tú y soy yo. Todos tenemos el apellido Tramel en algún lugar de la cadena de nuestro nombre.

—Fíjate cómo empieza: en un apartamento que no es el suyo con alguien que no conoce, pero ha compartido el acto más íntimo y privado que existe entre dos seres humanos, en condiciones normales —continuó Ruth— y le da exactamente igual que opine o deje de opinar aquel que se levanta al baño cuando ella recibe una llamada que lo cambia todo. Después visita al hermano y se suceden los puntos de giro una y otra vez, como si estuviéramos en una montaña rusa de donde no podemos escapar.

—Roberto ha escrito una novela increíble que te deja con los dedos pegados al papel.

—Sí.

Y se hizo el silencio de nuevo. Ana Tramel les había dejado huella, una marca en el corazón tan grande que sus palabras no pronunciarían otro nombre hasta que sus dedos se despegasen por completo del libro.

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—Bueno Ruth, ha sido un placer, pero tengo que irme —dijo el amigo hasta que su mirada se cruzó con la de ella y preguntó— ¿Qué libro toca ahora?

Acaba de crear el inicio de una bonita costumbre sin saber cómo acordar la fecha y la hora de un nuevo encuentro. Ana Tramel, con sus inquietudes y sus demonios que pasean por su apartamento, les había juntado. ¿Quién lo haría ahora? Ruth comprendió sus intenciones y su corazón comenzó a palpitar a mayor velocidad.

—Tienes un aire a Moncada —susurró recordando todo lo que la lectura le había hecho sentir, estremecerse, temer e incluso desear. Hacía mucho que una novela no le revolvía el corazón poniéndolo a mil para después ralentizarlo hasta la asfixia, una y otra vez, en un zigzag imparable.

Aquel hombre sonrió y sus pómulos se enrojecieron.

—Y tú a Sofía.

Sofía era una de los personajes que acompañan a Ana en su periplo, pero Ruth se sorprendió. No contaba con su juventud, aunque quizás, sí con todo lo que Roberto había construido en el interior para ella.

A menos de cinco centímetros.

—Marta Robles —dijo él de inmediato.

—En un mes, este mismo día a esta misma hora, pasaré por aquí.

—Perfecto.

Y se despidieron sin más, sin caricias, sin decir adiós ni hasta luego.

Como le hubiera gustado hacer a Ana Tramel.

 

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Ana

Roberto Santiago

Nº de páginas: 864 págs.

Encuadernación: Tapa dura

Editorial: PLANETA

Lengua: CASTELLANO

ISBN: 9788408166580

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Reseña de David de la Torre