Azules, rosas, mitad blanco y mitad rojo, de Óscar Muñoz Caneiro, es un relato de finalización del Curso Online de Técnicas Narrativas impartido por Néstor Belda.

Azules, rosas, mitad blanco y mitad #rojo. #Relato del Curso Online de Técnicas Narrativas @NessBelda. Hoy presentamos a Óscar Muñoz Caneiro. Clic para tuitear

Azules, rosas, mitad blanco y mitad rojo

Unos tentáculos asoman por la puerta del baño. Se mueven con languidez y golpean, húmedos, el suelo y la pared. La puerta está cerrada, lo he comprobado hace un momento; justo antes de ir a la cocina, agarrar una cerveza y beberla de un solo golpe —¡bam!—, como en mis mejores juergas de la universidad. Mis padres no tienen nada más fuerte, así que será la cerveza la que trate de relajar mis nervios. Los tentáculos son de un color rosa sucio y sus extremos terminan en una ventosa ancha, enorme, que se contrae y se dilata como la boca de un pez fuera del agua. Se agitan dando palmadas al suelo y a ambos lados de la pared —excepto que no tienen manos y, claro, tampoco palmas— y boquean a un mismo ritmo agónico. Verlos me ha puesto algo nervioso.

Después de tomar otra cerveza de un trago —¡bam!— he pensado que debería abrir la puerta. No es solo curiosidad; me incomoda pensar en el dolor que deben de estar sufriendo. Soy muy sensible al dolor. Me pillé un dedo una vez, cuando era más joven e iba a las fiestas de los jueves en la universidad. Es de los pocos recuerdos que me quedan de esa época. Apoyaba una mano en el quicio de la puerta mientras intentaba convencer a una chica para que se relajara y sonriera un poco. Entonces alguien cerró de golpe. Dolió muchísimo, y eso que volvieron a abrirla de inmediato. No puedo imaginar el dolor que habría sentido si la puerta hubiera seguido cerrada el mismo tiempo que la de mi baño lleva aprisionando esos tentáculos.

Intento abrirla, pero es imposible. Hay algo detrás que lo impide. Pienso en beber otra cerveza, aunque no debería; mis padres son estrictos al respecto, sobre todo por la medicación. Pero estoy convencido de que la tercera me hará sentir más relajado. Esta vez la tomo despacio. He de frenarme un poco, ya no soy tan joven. Los tiempos de estampar vasos en la barra, beber cerveza de un tirón, exclamar ¡bam! para celebrar seguir en pie y consciente… esos tiempos han pasado. Tras apenas dos sorbos me sobresalta un pitido apagado. Casi no se distingue entre el chapoteo de los tentáculos, pero a la vez resulta ensordecedor. Y ese hedor… Lo que hay tras la puerta del baño debe de estar pudriéndose. Me entran ganas de llorar. Cruzo el salón en busca del teléfono e intento no pensar en el dolor que esos tentáculos estarán sintiendo. El primer número de marcación rápida es el de mi madre; lo presiono una, dos, tres veces. Sigo con ganas de llorar. Mis padres dicen que eso me pasa cuando recuerdo cosas de antes del accidente: días soleados, amigos sonrientes, una vida despreocupada. Dicen que intente pensar en que sigo vivo. Que cada día es un regalo. Apenas recuerdo el accidente, respondo de mal humor, ¿cómo voy a recordar nada de antes? Mi madre dice que lo que recuerdo son sensaciones, no hechos en sí. Que las sensaciones son suficientes para ponerme triste. Siempre que dice eso, me entran ganas de llorar.

Nadie responde al teléfono. Lo que sea que se oculta tras la puerta del baño, agoniza. He intentado no mirar los apéndices, pero a quién quiero engañar: me fascinan sus espasmos, esa inútil contracción. Es una escena imposible. Ahora se mueven menos; la mitad posterior de los palpos se levanta sin fuerza y las ventosas apenas se retraen. Tras la puerta algo ulula por el dolor y apesta; apesta hasta el punto de revolver mi estómago; es posible que el alcohol tenga algo que ver. No pega bien con la medicación, ya me lo habían advertido. Pero ayer dejé de tomar las pastillas: las azules, las rosas, las mitad blanco y mitad rojo. Creo que me he hartado del sopor con el que pasan los días.

Me siento en el sofá y coloco la cabeza entre las piernas. Antes tenía más aguante; no recuerdo solo sensaciones, eso es una mentira que digo siempre a mis padres. Recuerdo beber y divertirme. Tomar de un solo trago —¡bam!— una cerveza tras otra. Recuerdo a chicas de todos los tipos, porque me gustaban de todos los tipos. Una vez me pillé un dedo con una puerta en uno de esos jueves universitarios; intentaba convencer a una chica de que el tiempo pasado conmigo en el asiento trasero de un coche merecía la pena. Y esa chica… Sí. ¡Cómo he podido olvidarla! El balanceo de su media melena, siempre a punto de rozar los pequeños huesos de la clavícula. Su sonrisa a medias seria, a medias traviesa, como si me hubiera visto venir pero aún no tuviera decidido si iba a darme cancha. Puedo verla delante de mí, tan clara como ese mismo día; deben ser las horas que llevo sin medicación. Tras pillarme el dedo en la puerta, solté una exclamación y ella se sobresaltó, pero al verme bromear como si no me doliera, cambió la sonrisa; había tomado la decisión. Acercó mi dedo a su boca y lo encerró entre sus labios. Me empalmaría ahora mismo de no ser por las pastillas; la memoria se recupera rápido, otras cosas llevan más tiempo. Lidia, creo que se llamaba. Lidia me preguntó si quería ir a un sitio más tranquilo.

Enlazamos nuestras cinturas de camino al coche. Su mano rozaba mi entrepierna y la mía cambiaba las marchas a desgana para no apartarse de su muslo. Música a todo volumen, cervezas en el asiento trasero. No recuerdo nada más.

Caigo del sofá con calambres en el estómago. ¿Por qué sigo teniendo ganas de llorar? Me arrastro hacia el cuarto de baño. Los tentáculos siguen ahí, atrapados. El maldito pitido crece en intensidad a medida que me acerco. El olor es nauseabundo. Y, ¿qué hago yo? Repto, sigo reptando.

Me encuentran hecho un ovillo en el suelo, delante del baño. Mi padre pregunta qué coño hago ahí. Mi madre le chista y me presta atención. Estoy a punto de confesar que las cervezas me han sentado como un tiro. Ya no soy tan joven: no puedo correr o saltar, ni levantar a las chicas con los brazos como hacía en el campus. No puedo beber y despreocuparme como si el día de mañana se mantuviera, eterno y brillante, al alcance de la mano. Estoy dispuesto a admitir que necesito las pastillas para seguir viviendo —cada día es un regalo— insensible a todo. La alternativa es ver esos tentáculos agonizantes retorciéndose, y luego emborracharme y pasar un mal rato intentando recordar el nombre de esa chica.

Creo que se llamaba Claudia.

Una vez cogí una curva a toda velocidad. Recuerdo el impacto, el hedor repentino. Un pitido intermitente y destellos ámbar. Busqué a mi lado a… Silvia, ese era su nombre. Pero encontré un contenedor encastrado. El asiento se mantuvo firme, así que no había espacio para su pequeño cuerpo, comprimido entre cuero y plástico. Las puntas de su media melena ya no rozaban la clavícula y sus labios no volverían a moverse para volver loco a cualquiera. Pero recuerdo —ahora lo recuerdo todo— que su brazo izquierdo se movía. La mano palmeaba mi muslo con insistencia; llegué a pensar que Silvia me pedía ayuda. Claro que no podía pedir ayuda, ni sonreír medio suspicaz, medio divertida, ni pasar la lengua por ningún dedo de forma que le hiciera perder a uno la cabeza. Solo alguien en estado de shock, atrapado entre metal y basura, podría preocuparse por el dolor que Silvia pudiera estar sintiendo.

Al despertar en el hospital, le pregunté a mi madre qué habría pasado si no hubiera bebido las cervezas que bebí, si no me hubiera empalmado con esa mano entre mis piernas. ¿Habría evitado el contenedor acunado por brazos de hierro? Pero también le pregunté si podía terminar con el dolor. No el de mis piernas rotas, mi cabeza partida, mi retorcida espalda. El dolor de ver a Silvia ocupar un espacio imposible de ocupar, cediéndome su imaginaria agonía con cada espasmo de un brazo atrapado en una rendija.

No sé bien qué decir a mis padres. Mi madre se agacha y me da un beso en la cabeza. Abre la puerta del baño antes de que pueda impedírselo, ajena a los tentáculos ya casi quietos, apenas temblorosos. Cierro los ojos para no mirar dentro. Todo indica que debe haber una criatura invertebrada, abisal, con un pico de hueso en la boca y un saco flácido por cabeza. Pero existe la posibilidad de que vea a una chica de sonrisa indecisa tender su brazo hacia mí.

Mi madre sale del baño. Abro la boca y deja las pastillas en mi lengua. Las azules, las rosas, las mitad blanco y mitad rojo. Levanto la cabeza y ¡bam!, las trago de golpe.

Fueron buenos tiempos, los de la universidad. No correré más juergas con los amigos, no volveré a ir a las fiestas de los jueves; esos días han pasado.

Dentro de poco, no sentiré nada.

 

Una vez cogí una curva a toda velocidad. Recuerdo el impacto, el hedor repentino. Un pitido intermitente y destellos ámbar. Apoyando a los #escritoresnoveles. Un #relato de Óscar Muñoz Caneiro. Agradecimiento: @NessBelda. Clic para tuitear

 

Azules, rosas, mitad blanco y mitad rojo

Óscar Muñoz Caneiro

Portada: Tanja Heffner en Unsplash

 

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