La última de Bellón: La catequista, de Julián Ibáñez

A través de Caracol, «un fulano al que conocía de Móstoles», Bellón es contratado por un rico empresario para sustituir, durante una semana, al chófer que está de vacaciones. Cuando se le llame, deberá llevar a la mujer e hijos del patrón de casa a la iglesia y de la iglesia a casa. Como siempre, nada complicado en apariencia.

Es esta una novela breve (ciento cincuenta y cinco páginas) y orgullosa con la que tienes la impresión de que Julián Ibáñez, sabiéndose pionero, padre y maestro de lo negro y criminal, no desperdicia ni una sola palabra o signo de puntuación en presentar a Bellón, protagonista absoluto de esta saga noir ibérica, porque da por sentado que quienes nos acercamos a su mundo tenemos que conocerlo aunque sea de oídas.

Probablemente, me digo, esa supuesta arrogancia tiene sentido ya que este Bellón de extrarradio, asiduo visitante de polígonos industriales, clubes y bares poco recomendables, el de ingresos cortos y lengua larga, el castigador, el que se embarca en trabajitos fáciles que siempre devienen en problemas difíciles, encaja al milímetro en el estereotipo de detectives-criminales que, siempre atormentados y en los límites del bien y del mal, imponen sus reglas en el género negro desde sus comienzos.

Cínico, rudo y callejero. El habitual héroe decadente, derrotado, echado a perder, al que en ocasiones, iluminado por un sentimiento cuya procedencia desconoce, le da por ponerse del lado del débil y combatir la injusticia. No hay duda: si trazáramos el árbol genealógico de Bellón, entre sus antepasados encontraríamos el ADN de Race Williams, Sam Spade y Philip Marlowe.

Si trazáramos el árbol genealógico de #Bellón, entre sus antepasados encontraríamos el ADN de Race Williams, Sam Spade y Philip Marlowe. #LaCatequista, de Julián Ibáñez. @LaberintoAres. La opinión de Teresa Suárez. Clic para tuitear

A medio camino entre matón chungo y hermanita de la caridad, dependiendo del pie con el que se levante, y haciendo gala de una socarronería bien engrasada («el número 16 pertenecía a eso que llamamos una mansión [ …] de dos plantas y buhardillas, blanco y azul pizarra, con media docena de chimeneas como si les hubieran robado todas las mantas»), el tal Bellón tiene su punto.

Acodado en la barra del Menta y Canela, perseguido de cerca por el fantasma de la epicondilitis lateral, Bellón deja transcurrir las horas en ese improvisado despacho donde los problemas siempre acaban encontrándolo.

El uso de frases cortas y un lenguaje seco, claro y sin adornos, casi administrativo, busca imprimir ritmo a la acción, elemento fundamental de este tipo de novelas en las que el análisis del delito y la investigación criminal ni asoman la jeta.

A cambio, como establecen los cánones, no se escatima ni un gramo de violencia. En el caso que nos ocupa, a ello contribuye, de manera desinteresada, un amplio espectro vapuleador que va desde la simple y casi «simpática» bofetada inesperada (¡cuánto daño hizo el cine al presentar el tremendo guantazo de Glenn Ford a Gilda como demostración de amor de un héroe romántico en vez de un acto agresivo de una persona iracunda!), pasando por la batería de puñetazos programados, hasta llegar a la gama de golpes propinados con porras, piedras, martillos o cualquier otro objeto contundente, que acostumbran a dejar una impresionante herida contusa que, dependiendo del celo empleado por el matón contratado, dará con los huesos del agasajado en la cama de un hospital o lo enviará directamente a criar malvas.

Cuando apenas me quedan unas diez páginas para terminar, ya soy consciente de que Julián Ibáñez nunca será uno de mis escritores de cabecera. ¿Motivo? Aunque quisiera, no puedo identificarme con sus historias: hay que ser muy macho para apreciar al maestro en toda su aparatosidad.

Ibáñez escribe para hombres.

Busca lectores de la vieja escuela, de esos que cuando se sumergen en las páginas de una novela negra buscan recrear un ambiente donde los roles femeninos y masculinos están claramente definidos a la manera que esperan.

Tipos fuertes y aguerridos que no se dejan amedrentar por nada. De gatillo o puño fácil, beben cuando hay que beber, se duchan cuando toca y solo se cambian de camisa si está manchada de sangre o huele a choto, ambas cosas bastante frecuentes.

Sean policías, camareras o catequistas, sus mujeres, habitualmente amargadas y ferozmente insatisfechas («Me olía que lo de la catequesis era una tapadera, ¿por qué?, porque no me encajaba con ella, a pesar de todos sus botones abrochados y faldas por debajo de las rodillas, ella era otra cosa, no sabía qué, pero era otra cosa»), vagan por el mundo mientras esperan que el duro de turno, un patán cualquiera, les meta la lengua hasta la campanilla («No lo pensé, la cogí por los brazos y puse mis labios sobre los suyos. Creedme si os digo que no reaccionó, en ningún sentido: no se echó hacia atrás para soltar un alarido, no me pateó la espinilla, ni me dio un cabezazo, tampoco colaboró, la solté pero sus brazos siguieron caídos mientras yo la enlazaba por la cintura y la arrimaba un poco más para que la sesión fuera completa») y les haga boquear de gusto.

Bizarro para algunos. Casposo para mí.

Creo que en España, que arrastra una rancia y preocupante perpetuación de comportamientos machistas, ha llegado la hora de que el género negro, con tantos seguidores de ambos sexos, ofrezca una visión más igualitaria de las relaciones entre hombres y mujeres, algo en lo que tanto los autores galos como los nórdicos nos dan cincuenta mil vueltas.

Menos mal que escritoras como Laura Mavor, Dolores Redondo, Rosa Ribas, Alicia Giménez Bartlett, Empar Fernández o Graziella Moreno, entre otras, están aquí para romper moldes y cambiar, de una vez por todas, las reglas del «cluedo» patrio.

 

 

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La opinión de Teresa Suárez

Portada de la reseña: David de la Torre