Volvemos con un nuevo relato, inédito también, del Curso online de Técnicas Narrativas impartido por Néstor Belda. «Cuánta soledad hace falta para necesitar a alguien como yo», es un relato breve de Miguel Ángel Cortegoso Moreira para el curso avanzado de Diálogos y otros discursos del personaje.

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Cuánta soledad hace falta para necesitar a alguien como yo

No soporto que me toquen sin permiso. Supongo que por eso mi ánimo no era el mejor al enfrentar la mirada del revisor que me daba golpecitos en el hombro. El anterior, un chaval joven, se había enrollado, pero este parecía un puto CCU (cretino con uniforme). El billete señorita, repitió. Lamentablemente, me temo que lo he perdido caballero, contesté impostando la voz. El cretino uniformado no valoró mi interpretación y empezó a agobiarme con lo de abonar el billete completo. Saqué los fondillos de los bolsillos hacia fuera y le ofrecí los treinta céntimos que tenía. Él levantó la voz y se puso desagradable. Levántese y acompáñeme, dijo enfatizando el comentario con un empujón. Yo me erguí despacio, acerqué mi cara a la suya y, con una sonrisa y en voz baja, le dije que si me volvía a tocar lo mataba. Con eso logré que dejara las manos quietitas y acortar mi viaje, que acabó en Tinto, o eso ponía el cartel oxidado del siguiente apeadero.

Seguí la carretera secundaria en dirección a las casas y pronto me encontré en la clásica placita de pueblo: bar, parroquia y fuente en medio. Me tiré al suelo, a lado del portón de la iglesia, saqué la guitarra y me puse a versionar canciones de Sabina. No canto mal —pensé—, con un poco de suerte junto para un bocata.

Pronto se formó un corrillo de críos a mi alrededor. No me hice muchas ilusiones, los chavales tenían peor pinta que yo, que llevaba una semana sin ducharme. De todas formas, se esfumaron en cuanto se me acercaron dos tablillas.

Recoge y lárgate, me ordenó el más joven, un patillas chulesco. Rapidito, añadió. El otro, algo mayor y de ojos grises, se limitó a mirarme moviendo un palillo entre los dientes. El patillas me dio una patada en la pierna. Te he dicho que te largues, yonqui de mierda, dijo. Guardé la guitarra y me levanté, pero, como siempre, me pudo la boca.

—No os preocupéis, que me voy y os dejo el rinconcito para que os deis por culo a gusto.

El comentario no les gustó. Empezaron con la mierda de que me identificara. A los putos CCU les encanta reseñar a la peña. Hace tiempo que he quemado mi documentación, porque sé que no hay nada que les joda más que no poder ponerte un nombre y un numerito. Cuando les dije que me llamaba Blancanieves, me metieron a la fuerza en el coche patrulla y arrancaron.

Pararon, al cabo de un rato, en una cantera abandonada a las afueras del pueblo. Aquello no pintaba nada bien. Lo único que se me ocurrió fue agarrarme al asiento y tratar de no salir del coche, pero mi idea no tuvo mucho éxito. Ojos grises me enganchó del pelo y me arrojó fuera con una facilidad que indicaba mucha práctica. Después se quedó apoyado en el capó. Entendí que el rollo le iba al patillas, era su fiesta. Retrocedí, y mientras valoraba mis opciones, el chaval se me acercó con una sonrisa lobuna. Ahora vas a ser más amable, guapa, dijo acariciándome la cara. Le contesté con un rodillazo en los huevos y traté de salir corriendo.

Creo que no logré avanzar ni cinco metros antes de que su compañero me tirara al suelo de una patada. Algo debí joder al patillas, por lo cabreado que estaba, pero no lo suficiente como para desalentarlo. Trató de quitarme el pantalón, ahora con ayuda de ojos grises. Yo aproveché para mearme encima, en parte por miedo y en parte porque sé que les corta el rollo. Me tiraron al suelo.

Espero que no os importe que os pegue el sida, hijos de puta, grité.

Con eso los convencí de que abandonaran la idea de violarme y se centraron en la paliza. El cabrón del patillas trataba de encajarme los golpes en los pechos. Al final, el mayor me soltó una hostia en la cabeza que me fundió en negro.

Cuando abrí los ojos, la niña me tocaba con un palito.

—¿Estás viva? —preguntó—. Como no te movías pensaba que estabas muerta.

—No estoy segura —dije.

Traté de levantarme y caí otra vez al suelo. La cabeza me zumbaba y tenía un labio tan hinchado que me costaba hablar. Tras bastante esfuerzo, conseguí quedarme sentada. No me atreví a más. Por cómo me dolía el pecho, sentí miedo de tener alguna costilla rota.

—Hueles mal —dijo la niña.

—Reconozco que un baño me vendría de puta madre, preciosa. ¿Tú sabes dónde me puedo dar uno?

—Claro —dijo.

«Al final, el mayor me soltó una hostia en la cabeza que me fundió en negro. Cuando abrí los ojos, la niña me tocaba con un palito». Lee el #relato de Miguel Cortegoso, alumno del #CursoOnline #TécnicasNarrativas @NessBelda. Clic para tuitear

Al cabo de un rato, logré erguirme. Recogí lo que me quedaba de macuto. La guitarra me la habían reventado. Arrastrar los pies tras la niña que avanzaba con pasitos alegres fue puro sufrimiento. Ella giraba la cabeza de vez en cuando para ver si la seguía.

No tardamos en llegar a unas chabolas. La niña me señaló una choza de tablas medio podridas en la que destacaba una bañera herrumbrosa con un grifo conectado a un tubo de plástico. Me quité la ropa y me dejé caer dentro.El agua salía agradablemente tibia.

Mientras me bañaba, me contó su vida: hija no deseada de una prostituta que la había vendido a un gitano, con el que, según ella, se casaría cuando cumpliera trece. Le dediqué una mueca que trataba de ser una sonrisa de ánimo.

—¿No tendrás algo de ropa que me pueda servir? —pregunté.

Desapareció y volvió con unas prendas de poliéster, que por lo explícitas debían ser herencia de su madre. Estaban limpias, así que me las puse.

Una vez fuera, me miró mientras se retorcía el pelo. Me llamo Aina, ¿quieres ser mi amiga?, preguntó. Por supuesto que sí, contesté. Y joder, qué sonrisa. Creo que me dolió más que la paliza. Aún me pregunto cuánta soledad hace falta para necesitar a alguien como yo. Dijo que me quería enseñar algo y me llevó de nuevo hasta la cantera, donde me mostró una casetita medio enterrada y oculta en la que tenía su refugio: un colchón sucio, una garrafa de agua y un paquete de galletas. Le conté un par de cuentos de los que acaban bien, y al atardecer la acompañé de regreso. De camino nos encontramos al greñudo hijo de puta de su prometido. Yo traté de hacerme la simpática con él, en plan sobona. No funcionó. Soltó un desaparece puta, acompañado de un bofetón que me tiró al suelo, y se llevó a rastras a mi nueva amiga. Cuando me levanté, abrí la mano y observé lo que le había birlado del bolsillo. La navaja tenía tallada una calavera en el mango. Era un objeto feo, pensado para hacer daño. Decidí quedármelo, porque se me ocurrían algunas personas a las que me apeteciera hacérselo.

Me instalé en la caseta, dispuesta a recuperarme con la compañía de Aina. Cuatro sobres de antinflamatorios caducados que encontré en el macuto ayudaron un poco.

Fue al tercer, o quizás el cuarto día. Me despertó el ruido y me puse de puntillas sobre el colchón para poder mirar por una mirilla metálica. Ahí estaban mis amigos tablillas en el coche patrulla. El patillas se bajó con una bolsa, y el mayor condujo hacia la entrada del recinto. Por mis paseos con Aina supuse que aparcaría a lado del portón. Un buen lugar para controlar los accesos, pero sin visibilidad hacia dentro.

Al rato apareció un Seat destartalado del que se apeó el prometido de Aina. Apretón de manos entre machotes e intercambio de bolsos. El gitano se marchó enseguida y yo tampoco perdí el tiempo. Cuando me da el arranque, no pienso, solo me dejo llevar. Salí de la caseta y me acerqué contoneándome al patillas, que al verme sacó el arma. Tardó en reconocerme, supongo que por las pintas.

—¿Qué haces aquí, zorra?

—Nos dejamos algo a medias.

Avancé hasta que me frenó presionando el cañón de la pistola contra mi cara. Sonreí y agarré el cañón con suavidad. Lo empujé con dos dedos, haciendo que se deslizase despacio sobre el canalillo de mis pechos, la curva del vientre, y por último, lo situé entre mis muslos.

—¿Qué haces aquí? —repitió confuso.

—Tenemos algo a medias, no me gusta dejar cosas a medias —dije melosa.

—Serás puta —dijo.

—En realidad, tengo más de hija de puta que de puta —contesté, a la vez que apretaba los muslos inmovilizando el arma y le pegaba tres viajes con la navaja: bazo, pulmón y corazón, las tres bien colocadas, que tengo algo de experiencia.

Supongo que murió rápido, no me quedé para verlo. Agarré el bolsón que había dejado el gitano y volví corriendo a la caseta.

Todavía jadeaba por la carrera cuando ojos grises aparcó a lado del cadáver. Se quedó un momento de pie a lado del coche escrutando los alrededores. Por un momento pensé que podría verme, que se percataría de las cuatro planchas medio enterradas y todo se iría a la mierda, pero se acuclilló y centró su atención en la navaja que adornaba el tórax del patillas.

—¡Gitano cabrón! —dijo levantándose y escupiendo el suelo.

Sacó una escopeta del maletero del coche patrulla, la cargó y arrancó dejando una estela de polvo.

Yo me deslicé hasta caer sentada con el bolso entre las piernas. Estaba lleno de dinero, unos treinta mil euros. Guardé un par de fajos en mi macuto, por la guitarra. Cerré la bolsa, salí y la dejé a los pies del patillas con la esperanza de que complicara la vida de ojos grises.

Abandoné la cantera con mis cosas a cuestas y me dirigí hacia la colina de escombros situada al sur de la chabola de Aina. Como de costumbre, había subido a rebuscar entre la basura. La encontré sentada sobre un bidón metálico, observando la confusa escena de tiroteos y gritos que se desarrollaba abajo. Yo me acomodé a su lado.

—Me voy, ¿te vienes conmigo? —pregunté.

Me miró sorprendida, con esos ojos enormes que solo tienen los niños. Le tendí una mano y, cuando la agarró, me la llevé.

Caminamos juntas en silencio hasta el cruce de la carretera nacional, a las afueras del pueblo, y me puse a hacer autostop. La ropa de la madre de Aina aceleró el proceso. En menos de media hora, una furgoneta paraba en el arcén y un melenudo nos abría la puerta del acompañante.

—Nos vamos, Aina.

—Vale —dijo ella.

Cuando el cartel de Tinto desapareció en la distancia, se recostó sobre mí y le acaricié el pelo.

—¿Dónde vamos? —preguntó en voz baja.

—Lejos —contesté.

 

«Cuánta soledad hace falta para necesitar a alguien como yo»

©Miguel Ángel Cortegoso Moreira

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