Al leer el interesantísimo artículo de Pilar García Reche sobre el escultor George Segal me he dado cuenta de algo revelador: el artista es más fundamental que nunca en nuestro tiempo, un tiempo de banalidad, de monotonía y de soberano aburrimiento. La llamada sociedad del consumo y de la (in)comunicación nos brinda en sus escaparates con todo tipo de artefactos con la intención de mantener nuestra percepción extremadamente focalizada en un gran acontecimiento virtual (léase, un El artista es más fundamental que nunca en nuestro tiempo, un tiempo de banalidad, de monotonía y de soberano aburrimiento.[/quote]juego). Y los bombardeos publicitarios de los mass media son los que nos conducen como un rebaño, precisamente, hasta el Media Market. Quizá seamos tontos de remate, ¿no? Tampoco es mi caso, pues las consolas nunca me han consolado lo suficiente como para mover mi esqueleto en dirección al centro comercial. No, nunca me he movido por un pedazo de tecnología, pero no por ello dejo ser una pobre ovejilla más. De entre decenas de defectos que poseo —si habéis leído mis escritos sabréis que no me cuesta nada escribir sobre ellos, máxime cuando pienso que el ser humano es en esencia un digno e inocente mediocre— he logrado detectar en mí una vieja y conocida capacidad que ahora considero una virtud: la imaginación.

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El artista, fundamental en nuestro tiempo. Artículo de Javier Alcover.

Consolas: ¿la extinción del artista?

A policías y ladrones

Quizá vosotros ya lo habíais intuido mucho antes que yo, pero realmente cada cerebro es un mundo —y el mío no es distinto al cerebro del viciado con cara de tontucio que se deleita con mil y un juegos de ordenador— porque cuando juega Messi, por ejemplo, mi voluntad se reduce únicamente a buscar El artista, ese creador que, de algún modo, y sin pretender ofender, más se parece a Dios —y no hablo de Messi— no tiene la importancia social que se le concede a un policía o a un profesor, verbigracia, y sin embargo, un profesor o un policía, a menudo deben invocar al artista que llevan dentro (usar esa creatividad intrínseca que, en el fondo, todos poseemos).cualquier bareto cercano —por muy de mierda que sea y por muchos anónimos borrachuzos que allí se cobijen— de modo que yo, o sea, mi mente, es esclava también de otra forma de consumo basado en las horas consumidas de televisión y, en concreto, de fútbol (o de Barça, pues son sinónimos). El artista, ese creador que, de algún modo, y sin pretender ofender, más se parece a Dios —y no hablo de Messi— no tiene la importancia social que se le concede a un policía o a un profesor, verbigracia, y sin embargo, un profesor o un policía, a menudo deben invocar al artista que llevan dentro (usar esa creatividad intrínseca que, en el fondo, todos poseemos). Es decir, ¿en qué profesión uno no debe ponerse la máscara de actor en un momento dado? Un conocido y querido agente de policía a quien llamaré “Malvo”, cuya misión es patrullar a diario (y a nocturno) las calles de La Mina, a menudo me cuenta historias que son para partirse de la risa. Tiene el don de desactivar la agresividad de delincuentes o de pardillos aspirantes a delincuente cuyas sombras —pero todavía no ellos—rebasan ya con claridad esa fina y delgada línea roja existente entre el bien y el mal.

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Un buen día (o quizá fue una noche) una persona de etnia gitana le reprochó a Malvo ser un racista, no porque el polizonte soltara palabra malsonante alguna que denotara un odio brutal hacia su raza, tipo «eh, gitano de mierda, ¿tomas drogas?». No, muy lejos de todo aquello. El trato seco y duro de Malvo para con el gitano, a quien se le acusaba de saber demasiado acerca de otros gitanos que robaban cobre, provocó que el no-payo, tomando una actitud desafiante y defensiva, pusiera a prueba al policía, no sólo como autoridad policial, sino como autoridad moral (los chivatos nunca suelen soplar información relevante a la primera de cambio ni tampoco a cualquier agente, de modo que un armado profesional debe picar piedra hasta ganarse al contacto). «Payo, tú lo que eres es un racista», le espetó a Malvo el gitano –a quien llamaré Raimundo– con un desprecio basado solo en la sospecha de que cualquier payo debe sentir necesariamente un rechazo natural hacia un gitano. Y, en parte, es verdad. Rechazo haylo y, sin embargo, no somos racistas. Digámoslo bien alto y repetid conmigo: NO SOY RACISTA, PERO PREFIERO QUE MIS HIJAS NO VAYAN A UNA ESCUELA DONDE HAYA GITANOS. El rechazo es natural, creedme, no sois mala gente por desear esto en voz alta, ni mucho menos. El rechazo es una cosa natural, sí, aunque se trata de un sentimiento primario reprimido por la ley social del DEBER SER imperante gracias a nuestra evolucionada cultura, la cual nos dota afortunadamente de altas dosis de tolerancia para con las demás etnias del mundo.

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El artista, fundamental en nuestro tiempo. Artículo de Javier Alcover.

El juego de «Policías y gitanos».

¿Pero cómo podemos llegar a controlar nuestra propia naturaleza si a menudo nuestros genes nos traicionan? Yo mismo, quien os escribe, tiene serias dudas acerca de su supuesta gran tolerancia hacia los gitanos, teniendo en cuenta que, a lo largo y ancho de mi infancia, he vivido entre ellos y siempre los he temido, que fueron expulsados de mi barrio, Sant Andreu, hace ya unas cuantas décadas, lo cual, permitió a mi persona autocomprenderse como buena y tolerante con aquellas otras a quienes de la noche a la mañana y sin saber por qué dejé de ver por las calles. Malvo no quiso dar la razón a esa persona de etnia gitana (más que el color de su piel, lo que él que rechazaba era, en realidad, su condición de homus cretinus), un auténtico ser gitano a un paso de ser un delincuente común por el simple hecho de pulular sospechosamente por las calles y de flirtear con los aullidos que sus paisanos gitanos brindaban cada noche a la luna llena. Esto es, lo que a la postre irrita a un policía —como ciudadano que también es— es la delincuencia (sea de la alta o de la baja sociedad), y el resto de ciudadanos podemos tener más o menos prejuicios en el seno de nuestra propia interioridad, pero lo cierto es que actualmente y por fortuna prima el respeto y la tolerancia (y, en parte, la contención) y solo un tonto del haba puede odiar abiertamente a un ser humano por ser marrón, amarillo, verde o naranja.

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Finalmente, Malvo le contestó a Raimundo con maestría —que no con sinceridad—: «Mira, tío…—el payo se quedó mirando al gitano muy ofendido, logrando reflejar sin saber cómo dos chispas brillantes a través de sus ojos marrones—…mi madre… es gitana». En ese instante el policía había desaparecido para dejar hablar al actor que llevaba dentro: «¿Tú crees que soy racista, tío? Mírame a los ojos. ¡Mírame! ¿Lo ves? No soy payo puro –la piel morena del agente, sin duda, ayudaba.» «Mi padre era payo y mi madre es gitana, así que de racista nada, eh» —el agente, por si las moscas, ya visualizaba mentalmente su porra como un jedi lo haría con su sable láser momentos antes de empuñarlo. Lo mejor de todo es que Raimundo, quien jamás hubiera esperado aquella astuta respuesta, picó el anzuelo y, de repente, empezó a hablarle a Malvo con un tono más cortés y familiar, para acabar soltándole a la postre información relevante contra sus paisanos malhechores. «Güeno –pensaría Raimundo, criatura de mente débil al servicio de la Fuerza pero que, sin embargo, vive en su Reverso Tenebroso- mejol medio gitano legal que una pandilla de gitanos mangantes».

El profesor, otro «artista»

Del mismo modo, un profesor de instituto debe luchar contra la monotonía y el aburrimiento, contra los síntomas que pueden detectarse gracias a los bostezos de sus alumnos. No es fácil ser profesor. Lo he experimentado en mi propia piel. No es nada fácil lidiar cada día con alumnos y alumnas de diecisiete años (todo un avance, por cierto, de lo que me espera como padre de aquí a una década). Sí. Hablaba de usar la creatividad en el momento más oportuno. Ya lo decía Einstein: «En tiempos de crisis solo la imaginación es más importante que el conocimiento». De hecho, esta es la frase preliminar que encontraréis en mi novela El Escritor, de Chiado Editorial, que se publicará en Febrero de 2016. Disculpadme, pero uno mete la cuña por donde puede. Pero, bromas a parte, ser profesor hoy, decía, es aspirar a ser lo más cercano posible a un Merlín –cosa imposible, por cierto— a no ser que seas un maestro que sorprenda con su oratoria y con las actividades que proponga.

El artista, fundamental en nuestro tiempo. Artículo de Javier Alcover.

Robin Williams, ¿artista o capitán?

Bueno, no os esconderé que como maestro de 2º de Formación Profesional anhelaría fervientemente poder vivir en carne y hueso un episodio cinematográfico tan entrañable como el «Oh, capitán, mi capitán» que vivió de forma ficticia el malogrado actor Robin Williams. Oh, ¿quién no lo desearía, mi capitana? En fin, ignoradme, son solo los secretos inconfesables de un estúpido ego. Sería bonito, por eso ¿eh? Bonito, bonito. Un profesor, por tanto, además de cumplir con su programa, debe marcar la diferencia en el CÓMO más que en el QUÉ, es decir, en cómo explicar un contenido soberanamente aburrido (el de los libros de texto) convirtiéndote en un actor, en un payaso o en un showman si hace falta, pero sin dejar de ser un facilitador, un conductor de rebaños –digo, de alumnos- que ya poseen sobradamente la capacidad de aprender por sí mismos, esto es, de ser responsables de su propio proceso de aprendizaje, lo cual implica, en dos palabras, dejar de dar clases magistrales infumables. Creatividad, en efecto, propuestas dinámicas, creativas y divertidas para aprender en grupo. Eso es lo que hace falta, y no subir a los pobres chavales el IVA de “los chuches”, esa droga hiper-mega-blanda que los consuela ante tanto despropósito académico y profesor incompetente.

Cómo explicar un contenido soberanamente aburrido (libros de texto) convirtiéndote en un actor. Clic para tuitear

Y aquí entra el profesor Alcover, el eterno aspirante a Merlín que, sin dudar, y si tuviera una varita mágica, haría desaparecer a todos sus alumnos de la faz de la Tierra. En efecto, el maestro elige qué hacer con sus alumnos en cada momento –lamentablemente, carece de varita mágica— y luego, obviamente, estos son quienes realizan las tareas exigidas. Ser creativo significa sorprender, captar la atención de un alumno que cual autómata, ya viene a clase predispuesto a aburrirse porque sabe perfectamente qué va a ocurrir y cómo. Cambiarles el chip mental que les hace prever lo previsible es lo que hay que hacer, exactamente como hizo el agente Malvo con aquel gitano soplón. Mientras tanto, mientras sueño en ser un docente como Merlín, veo bostezar a más de media clase al unísono y pienso: «Me cago en la hostia, ¿es que no les interesa nada? ¿Quizá no me explico con claridad? Mirad, las cosas no son lo que parecen ni yo soy un profesor más de este instituto. Yo soy distinto a ellos. Soy Merlín, ¿vale, niñatos?». Después de una eterna y soporífera clase llega la frase más poderosa que conozco, aquella que actúa como una varita mágica y hace desaparecer a los alumnos como por arte de magia: «Esto es todo por hoy. Mañana seguiremos con el próximo tema».

Mientras sueño en ser un docente como Merlín, veo bostezar a más de media clase al unísono. Clic para tuitear

 

El artista, fundamental en nuestro tiempo, de Javier Alcover