El brillo de la navaja, de Antonia María Carrascal es el cuarto relato de finalización del Curso Online de Técnicas Narrativas, Taller Diálogos y Otros Discursos del Personaje impartido por Néstor Belda que os presentamos en MoonMagazine.

El brillo de la navaja, relato de Antonia María Carrascal     

¿Viva o muerta? La mujer prestó atención a su respiración y parece que sí, que aún respiro, pero también podría ser una ilusión, una reminiscencia de cuando estaba viva. La lengua entumecida, imposible trasegar la oquedad reseca donde parecía haberse anclado. No sé si tengo manos, piernas, cuerpo, una orden, un movimiento mínimo será suficiente. Es cierto, respiro, los pies… parece que he conseguido mover uno porque me llega cierta sensación de frío. Mi mano, muévete mano, vamos, muévete, levanta, sí, alzo los dedos, estoy segura, la lengua… ya sale, y la mujer piensa en cómo se arrastran los heridos  en combate, como un fugitivo en la noche se arrastra mi lengua; mis labios, salados. Arena, tengo arena en los labios salados. ¿Quién, qué soy? Podría ser yo o una piedra. ¿Dónde estoy? El vaivén, los jadeos, las imprecaciones, los juramentos en voz baja, la humanidad hacinada, el sol que quema, el sudor pestilente, miedo vomitado sobre los otros viajeros, todos ellos, los hombres, las otras cinco mujeres, mi niño, Dios mío, mi niño ¡Dónde está mi hijo?

La mujer hace un esfuerzo y consigue sentarse. Sus ojos atraviesan las sombras y busca, buscan sus ojos entre las pequeñas rocas que levantan sus lomos negros bajo la luz que la mañana aún no ha repartido. Se pone en pie, se tambalea. El nombre, un nombre chiquito sale de su corazón y atraviesa los desiertos resecos de su garganta para tropezar mudo sobre la lengua incapaz, paralítica la voz en orfandad de sonidos. Tropieza, cae y se levanta y tropieza en su angustia para caer de nuevo. Ya no se mueve más. Con el deseo de morir, pierde el conocimiento.

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El teniente Santini llama a su subalterno y le pide que traiga agua y dos vasos. Deja a la mujer esperando y sale al balcón. La actividad portuaria es intensa en estos días. Barcos de toda índole se desperdigan como una batalla a medio fraguar, abandonada sobre el tapete azul por el niño que fuera él hace treinta años. Hoy no había ido al colegio, ya no habría más colegio para él allí donde un director serio y evasivo había dicho a su madre: «No aprende, no progresa. Demasiada imaginación, falta de concentración o doble personalidad… yo no sé, no soy psicólogo. Un colegio especial… allí hay especialistas» Dos cursos conviviendo con aquellos chiquillos felices en su desigualdad, irreprimibles almas sin reflexión que agredían con la misma fuerza que abrazaban. «Mamá, este colegio no me gusta. Los niños me pegan y tienen mocos y babas —tampoco el otro, piensa sin concretar el porqué—. No me gustan los colegios», concluye. No cabía más pena en los ojos de mi madre (la mujer de ahí dentro tiene la misma pena. Son hermosos sus ojos cuando se animan mirando al niño). Luego llegó Bianca a aquel colegio de niños con mocos y babas y me cogía de la mano y daba paseos conmigo en los recreos. Bianca era joven y muy guapa, y tenía los ojos del color del tapete donde yo ponía mis barcos. A partir de ahí, sí que iba contento al colegio de los niños pegones. Lo que no, eran las sesiones con los psicólogos. ¿Qué ves en este dibujo, Salvatore? Dos personas que quieren el escudo del guerrero. Se van a pelear. ¿Por qué, Salvatore? ¿Por qué van a pelear? Porque las mujeres no van a la guerra, pero ella lo quiere para otra cosa… ¿Para qué? ¿Para qué lo quiere la mujer? Para esconderse cuando tiene miedo de su padre. Bianca lo animaba y le decía no estarás aquí mucho tiempo, Salvatore, ya verás… Luego vino el diagnóstico: «Un tratamiento y podrá reanudar su aprendizaje. Es un niño muy inteligente». El teniente Santini abandona el balcón. La jarra de agua está por la mitad.

Una mujer. Un niño. El mar. @CarrascalMara. Curso Online de Técnicas Narrativas @NessBelda. Clic para tuitear

Vamos, vamos, daos prisa. Los cadáveres pueden esperar. Ocupaos solo de los vivos. La noche es fría y están mojados, no lo olvidéis. Paolo —le dice al nuevo (casi un adolescente, alto, fuerte, de pelo negro y lacio que ahora le cae húmedo de sudor sobre la frente)—, todos los esfuerzos son pocos, muchacho, echa una última ojeada por si queda alguno más que esté vivo. A la orden, se cuadra el muchacho y echa a correr hasta llegar a las rocas que inspecciona una a una. Hace una revisión rápida de cada cuerpo y llega en su carrera hasta donde las dunas casi pisan el agua.

El responsable del equipo se arrepiente enseguida. El muchacho es novato. Mira si alguien más está disponible en aquel caos. Unos prestan primeros auxilios, otros ayudan a los náufragos a envolverse en mantas. Son demasiados, murmura, esos malditos negreros modernos sobrecargan las embarcaciones. Dinero, todo se reduce a eso. La vida no vale nada, como decía el cantor allá en su juventud. Los chalecos verdes y naranjas reflectan en la noche, inclinados sobre negros cuerpos abatidos, temerosos.

—Aquííí —se oye lejana la voz de Paolo que trae un bulto en los brazos. La luna se asoma entre dos nubes y le da de lleno. Lo que trae parece una roca. Una roca blanquecina y reseca, pero hace poco que ha llovido. Dos compañeros le ayudan a meterlo en la ambulancia. Es un chiquillo. Un chiquillo rubio de piel blanquísima que resalta en la noche. Está desnudo. Está muy débil, pero vivo, comenta Paolo a su superior. En las otras ambulancias van tres o cuatro mujeres, esperemos que haya suerte…

Sale la última ambulancia. Las sirenas ululan, el aire se llena de intermitencias. En la carretera hay un cordón de luces nerviosas. Las luces policiales cierran la comitiva.

Aquella noche, no podía dormir, reanuda la mujer su relato interrumpido (había pedido agua y el capitán salió al balcón). Le agradeció que no volviera enseguida. Había tenido tiempo para ordenar sus ideas mientras bebía ávidamente primero y con lentitud después, saboreando aquella agua que no había vuelto a probar desde que, finalizados sus estudios en Alemania, volviera a su país. Vuelve a llenar el vaso y bebe. ¿Está fresca?, le pregunta el hombre, Shaira cree que se llama Salvatore, así le oyó decir al subalterno. Ella asiente y retoma el relato: Tafah, mi marido, tenía fiebre y se agitaba en la cama. Oí unos gritos y me asomé a la calle. Tres hombres descargaban sus machetes sobre otro. Algo debió asustarlos porque huyeron y lo dejaron en el suelo. Era un fantasma… así llaman en África a los albinos. La angustia, la angustia que silenciaba, se apoderó de mí. Sabía que a Enam podía pasarle lo mismo. Por mucho cuidado que se tenga puede ocurrir cualquier día. Son muchos los casos. Todo vale. ¿Sabía que se pagan hasta setenta mil dólares por un cuerpo completo? ¿Y tres mil por un miembro?

¿Para qué los… quieren?,  interrumpe Salvatore. Superstición, exclama Shaira con ira mal disimulada en sus ojos profundos, en su bello rostro negro que apenas alcanza los treinta. Sube y baja la cremallera de la sudadera que le han dado, mira el puerto a través de los cristales y se estremece, no quiere dejar de contar a ese hombre que es amable, que es educado, que le presta atención y escucha la razón de su viaje. Él se extrañó de que una mujer que había vivido en Europa se hallara ahora entre los inmigrantes. Es probable que sintiera curiosidad al ver a Enam tan diferente de la raza que llenaba la barcaza. Ella quería seguir con su relato, participar a alguien de su angustia. Esperé hasta las primeras luces del día. Dejé una nota a Tafah y un beso a mis otros hijos y envolví a Enam en un chal. A las siete, un camionero del puerto que se dirigía a Kenia aceptó mi dinero. Son tres mis hijos allí, pero solo Enam es diferente. Tafah sabrá cuidarlos.

Entra el subalterno y entrega a su jefe un documento que este lee y luego firma. Shaira pasea la vista alrededor. La oficina es pequeña y modesta pero muy ordenada. La mesa es gris clara y hay un cactus junto al ordenador. En la única estantería, blanca, mal calzada en el suelo inclinado, legajos y dos libros. Tengo esos libros, comentó en voz alta. ¿Te gusta Woolf?, preguntó él. «Sí, siempre mantén los clásicos a mano…», citó Shaira. «…para prevenir la caída.», completó el teniente Santini. Ella sonrió como quien sonríe desde lejos, él lo hizo abiertamente. Sígueme contando, pidió él. Dime, cuál es tu país. Shaira no cae en la trampa, sabe que si dice de dónde viene, tendrán a dónde enviarla.

En camiones, andando, a veces en trenes o autobuses, pero había que ahorrar. Comercian, todos comercian con el dolor ajeno. No teníamos muchos ahorros… Nuestros sueldos de profesores daban lo justo, pero al nacer Enam, abandoné el trabajo, tuve que quedarme en casa para proteger a mi hijo, no están seguros en manos de nadie. Hacen pócimas o conjuros con partes de sus cuerpos, creen que dan suerte y pagan fuertes sumas por ellos. El sol de África les producirá cáncer de piel… ¿Sabe usted que el porcentaje de albinos negros es cinco veces superior que en la raza blanca? No, no podía, no podíamos quedarnos más tiempo… y mira con preocupación la puerta de la habitación donde una cooperante juega con el niño.

 

Lo he perdido, lo he perdido. Yo quería salvarlo pero lo he perdido. Maldito mar, te lo has quedado. Yo quería salvarlo. Andar, andar, anduvimos tantos meses, tantos…  Frío y calor y lluvia, días y noches caminando con su mano en la mía. ¿Por qué andamos tanto, mamá? Para que tú seas feliz, mi niño. ¿Y seremos felices sin mi papá? Tu papá será feliz si tú lo eres. Veré la manera de reunirnos todos en Europa, eso me dijo Tafah antes de que el móvil se me fuera al mar (como mi niño). Ya no habrá reunión. Allí nadie va a molestarlos, Enam era el único. Todo inútil, inútil la sed, la fatiga inútil. Lo miraban, aquellos hombres, lo miraban con codicia, sus cabellos rubios, su carita blanca, azules los ojos… desperté y vi el brillo de la navaja, lo protegí con mi cuerpo y grité pero tiraban fuerte, arrancaron sus ropas, pero yo tenía a mi niño, no me lo pudieron quitar, no pudieron. Muchos hombres se indignaron, se vinieron contra ellos para ayudarnos. Éramos demasiados y la barca muy pequeña. Ojalá a ellos también se los haya tragado el mar con sus navajas.

 

Luigi miró su reloj y conectó los motores. Francesco, a su lado, cubriría la noticia. Les habían dicho que la historia se repetía. Un nuevo naufragio, decenas de desgraciados flotando en el Mediterráneo. Protección Civil y la Cruz Roja habían trabajado toda la noche. Ya estaban en el lugar los equipos que envolvían los cuerpos inertes en bolsas mortuorias. Sobre las aguas, restos y más restos. Francesco graba con la cámara enfocada ahora al mar, ahora a la arena.

—Da la vuelta, Luigi —dice con urgencia—. Me ha parecido ver… ¡se mueve! Te juro que he visto a alguien dar unos pasos y caer. Parece una mujer. Allí, en esa cala escarpada. No la verán si no avisamos.

 

Se han puesto de pie. Santini llama a la cooperante que deja al niño en brazos de su madre. El teniente Santini está ahora frente al balcón. A la derecha del puerto sus ojos se detienen en la playa. En el terreno, inclinado hacia el mar, un árbol enorme y seco parece proteger las ramas tiernas de uno muy pequeño que ha nacido cercano. Sonríe. Mete los dedos entre los rizos rubios y crespos del chiquillo que se encoge asustado y se pega al cuerpo de su madre. Luego mira al ébano cansado donde se esculpe la cara de la mujer, los ojos tristes, pero resueltos. «No sé si me voy a buscar una ruina con vuestro caso, le dice. Roma, Milán, Turín… todas son grandes ciudades multirraciales. Salid por esa puerta y sacad un pasaje que os lleve a la península. Suerte, le dice y le tiende la mano. Yo nunca os he visto».

 

 

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El brillo de la navaja, relato de Antonia Maria Carrascal