Gabriel Bertotti reúne en esta colección ocho cuentos largos y una novela corta, Historia de Los Angeles, de unas ciento treinta páginas.

Para esta entrevista, he quedado con Bertotti en el Sunset Lounge, en Melrose Avenue, en el corazón de Hollywood. Entramos en un reservado del que acaba de salir George Clooney acompañado por Tilda Swinton. Caminan deprisa y no se fijan en nosotros. Parecen enfadados por algo. Cuando nos sentamos, cojo del cenicero una colilla manchada del carmín anaranjado de la Swinton y, sin que nadie se dé cuenta, me la meto en el bolsillo. No sé muy bien para qué. No soy fetichista, pero tal vez le pueda sacar veinte pavos en Milanuncios.

Bertotti se pide un whisky de malta. Cuando se lo traen, se lo bebe de un trago y pide otro o, mejor aún —dice—, que le dejen la botella. Yo me pido un agua mineral.

Acabo de leer Historia de Los Angeles, y he tratado de buscar un hilo conductor entre los cuentos; podría ser la voz pero no, la voz es cambiante; tal vez la temática, pero tampoco; es muy diversa. Recurro al prólogo de Edmundo Conejo Wilson y leo que Bertotti «se dirige al espíritu que vibra en el cerebro del lector, obligándolo a ejercer la memoria y la atención, distrayéndolo con falsas pistas para que el retorno al sendero que conduce al desenlace sea una tarea perentoria y le obligue a evitar actividades que dejan de ser trascendentales, como comer o ir al baño, para seguir, sin apartarse ni un momento del libro».

He leído los ocho relatos que componen la primera mitad del volumen a pequeños sorbos; no más de uno al día, para no contaminar, con la siguiente lectura, el regusto que queda durante mucho tiempo en el paladar y que uno no quiere aceptar que se diluya. Me he encontrado, con algunos de ellos, en un estado de dulce embriaguez, como el que se obtiene al ir vaciando durante horas una botella de ron negro de primerísima calidad. Digamos un Zacapa de veinte años. Un sabor dulce y melancólico al mismo tiempo.

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(Le digo a la camarera del Sunset Lounge que se lleve el agua mineral y que me traiga un ron. Bertotti se sirve otro whisky).

Algunos de los relatos son de una belleza casi dolorosa. «La balada del vagabundo» o «Agua de vida» son, tal vez, los que más me han emocionado.

Algunos momentos me han hecho evocar no películas en sí, sino aquellas mismas sensaciones que tuve visionando algunas películas y que recuerdo bien aunque hayan pasado treinta años de ello: Mala sangre de Leos Carax, Lunas de hiel, Paris-Texas, alguna de Sorrentino, otras de los hermanos Coen… Hablo de referencias sensoriales, si bien las referencias directas al cine están omnipresentes en un nivel argumental: Chandler y Faulkner atrapados en el alcohol y en una habitación donde simulan trabajar, una delirante distopía en la que la soledad está abolida, un arrepentido que contrata a una terapeuta-sustituta para darse otra oportunidad, una conversación entre dos viejos en una casa en ruinas, el amor y el abismo de la destrucción entre Zelda Zayre y Scott Fitzgerald, Kurtz entregado a la locura en un Vietnam en guerra, el último viaje de Samsa antes de su transformación, y la explosión de un volcán que impide un final feliz veinte años aplazado.

Y recuerdo la cita de Conejo Wilson, y comprendo y comparto que el desenlace no importa; que lo realmente importante es el sendero que conduce hasta él. El proceso hipnótico comienza desde la primera página de cada historia y cada uno de los relatos atrapa de una forma única, como diferentes modelos de telas de araña.

#Reseña y #Entrevista: Historias de Los Angeles, de Gabriel Bertotti (@editorialSloper). «Cada uno de los relatos atrapa de una forma única, como diferentes modelos de telas de araña». @AntonioTocornal. Clic para tuitear

Antonio Tocornal: —Gabriel, eso solo se consigue cuando el protagonista de los relatos es el lenguaje, y creo acertar cuando me aventuro a decir que este es el verdadero hilo conductor entre los cuentos de este libro. ¿Estoy en lo cierto? Y si es así, ¿puedes desarrollarlo?

Gabriel Bertotti: —No sé quién es el protagonista o el hilo conductor entre los cuentos del libro. Creo que el autor es el último que puede discernir algo valioso sobre su obra. Intuyo las características de lo que escribo siempre a posteriori, cuando, con gran riesgo de mi integridad mental, vuelvo a leer lo que he escrito. Y ahí se produce una especie de revelación. Si lo que he escrito es lo suficientemente bueno, entonces debería parecerme como escrito por otro. Por alguien de quien desconozco motivaciones o métodos para escribir pero que me atrapa de una manera misteriosa. El autor solo debería hablar en los textos, con tanta sutileza que permita la momentánea victoria de aquellos que defienden la teoría de la muerte del autor, que sonríe entre las sombras con la delicadeza de no hacer ruido para que no lo descubran.

A.T.: —¿Cómo es tu proceso creativo cuando escribes un relato? ¿Partes de una idea base y vas improvisando o tienes las cosas claras cuando te pones a escribir?

G.B.: —A veces es una palabra. A veces una imagen. A veces una frase. Siempre es una voz que me dicta y de la que soy un simple amanuense, como ya lo comentó alguna vez Borges cuando distinguió la paradoja entre románticos y clásicos; los románticos propugnan la racionalidad casi matemática en la construcción de un texto; los clásicos, la voz de la Musa. En mi caso, a esa voz se suma la entidad carnal de los personajes, que es tan fuerte que cuando la voz no acude, me basta seguirlos como un testigo e ir narrando sus aventuras. En todo caso siempre en un segundo plano, porque cuando el lector te descubre todo se va al carajo. De ahí, que la verdadera muerte de un autor sea el estilo.

A.T.: —A propósito de Historia de Los Angeles, la novela corta que también da título al libro: en el libro de cuentos Los techos de agua (Món de llibres, 2015), el segundo de ellos, «Melancólica continental», ya hablaba del novelista y guionista Dashiell Hammett; creo recordar que el narrador buscaba la mediación de Faulkner y de Hemingway para salvar a Hammett de la prisión a la que la apisonadora anticomunista de McCarthy lo había condenado. Empecé la lectura de Historia de Los Angeles con la sospecha de que este cuento podría ser su embrión. Me equivocaba: aparte de utilizar el mismo protagonista, los relatos tienen muy poco que ver.

Historia de Los Angeles da un giro estilístico importante sobre la serie de relatos precedente; el equilibrio emoción-acción da un vuelco. En realidad, podrían ser separados en dos libros independientes y nadie echaría nada en falta.  Esta novela corta se construye sobre una apropiación de la novela de género, de la gran narrativa americana de los años treinta hasta los cincuenta. Hay ecos del estilo de Hammett, pero también de Faulkner y de Chandler.

Gabriel, ¿es esta propuesta —Historia de Los Angeles— un juego metaliterario que consiste en hablar de Hammett remedando su propio estilo o el estilo de toda una generación de escritores americanos de género?

G.B.: —La palabra metaliterario me produce una alergia exquisita y me es imposible resistirme a rascarme, lo cual a la larga resulta incómodo. No tengo ni idea de en qué consiste escribir un nuevo relato con Hammett de protagonista. Que haya escrito otro relato hace muchísimos años en el que era el nudo de la acción creo que solo manifiesta mi profundo amor por ese tipo; no solo por el autor, por el hombre, del que también me ha encantado siempre la pelambre blanca luminosa que lo hacía tan atractivo. La novelita me salió así. Como cuando jugaba al fútbol me salían determinadas jugadas que luego me era imposible recrear o analizar. Para no mostrarme tan esquivo te diré que la relectura del último Fitzgerald y del último Chandler fue fundamental. Siempre he sido un tipo muy sugestionable, y desde niño, si veía una de cowboys me transformaba en un cowboy o, si veía una de guerra, el patio se convertía en las arenas sangrientas de Iwojima en las que moría cada tarde de una manera diferente. No me gustaría parecer pedante hablando de mi obra, así que recurriré a Conejo Wilson, que en algunas conversaciones me ha dicho lo siguiente: «Mirá Narigueta, en realidad te parecés a Tarantino o a los Coen, nos hacés creer que jugás con los géneros y que no te salís ni un poquito de ellos, y que esa es tu manera de hacer algo nuevo. Pero no es algo nuevo, porque la novedad no existe. En el Hollywood clásico se aburrían de hacerlo tipos como Hawks o Ford, que siempre hacían la misma película, haciendo una diferente. Variación en la repetición, le llamaban al método. Yo prefiero enunciarlo como si fuera un axioma de una extraña geometría: No hay libertad sin estructura». ¿Entendés ahora por qué elegí a ese tipo para que me haga el prólogo?

Entrevista: Gabriel Bertotti, autor de Historia de Los Angeles 1

A.T.: —¿Qué importancia tiene entre tus referentes literarios estos tres nombres: Hammett, Faulkner y Chandler? ¿Añadirías otros?

G.B.: —Son fundamentales, claro. No te olvides que pertenezco a una generación argentina que recibió de lleno el influjo de la literatura yanqui. Habría que agregar al gran arco de autores que va de Poe a Mark Twain, de Jack London a Hemingway, de Ambrose Bierce a Cormac McCarthy, el Fitzgerald inconcluso o inédito, el seleccionado gótico/fantástico del Sur: Caldwell, McCullers, O’ Connor y Capote, pero también a Cain, McCoy y el bestial Jim Thompson. Todos ellos leídos en la ruta, en una catramina conducida por Sam Shepard y Kerouac, escuchando a Dylan y Neil Young. Los mundos profundamente humanos de Graham Greene y arbitrarios en su vulgaridad de Gogol me han sido muy queridos. Ha sido fundamental también la vertiente del absurdo encarnada en Beckett, en Camus, en Ionesco, en Harold Pinter, en los Hermanos Marx o en los tres primeras libros de Woody Allen. La tradición argentina es insoslayable y me define: Borges, Arlt, Bioy, Cortázar, Marechal, Macedonio, Piglia, Saer, Spinetta, Charly García y el Indio Solari, mixturados con las miles de revistas de historietas semanales, más Oesterheld, Hugo Pratt y Robin Wood, redefinidos todos por Kafka y Onetti al ritmo de un tambor de hojalata, estilizados por la suma elegancia de los versos de T.S.Eliot, la gambeta terrible del Diego del Mundial del 86 y el cálido abrazo de la música brasileña, de Vinicius a Caetano, todos ellos bebidos en una noche de locura con el Cónsul de Bajo el Volcán, hasta caer en el delirio de la razón, acompañados en nuestro tránsito purificador hacia el Infierno por un perro muerto. Todas estas múltiples referencias confluyen en el cine que me terminó hermanando con Tarantino y los Coen, como ya dijera Conejo Wilson, pero también con Herzog y Lynch. Por no hablar de la música, de donde surgen las más grandes influencias en mi manera de enfrentar el hecho artístico y la escritura. Miles Davis me enseñó que hay que abandonar sin remordimientos un estilo que nos defina para construirnos otro que desoriente a los perezosos y los cómodos. La búsqueda del artista debe obligar al público a abandonar la serenidad del mainstream. En cuanto a mi manera de escribir, las maneras de tocar de Bill Evans y Thelonious Monk orientaron mi acercamiento al teclado. «Vaya pedante que se nos ha vuelto el Narigón este», diría Conejo Wilson, y no le faltaría razón.

«Miles Davis me enseñó que hay que abandonar sin remordimientos un estilo que nos defina para construirnos otro que desoriente a los perezosos y los cómodos». Gabriel Bertotti entrevistado por @AntonioTocornal. @editorialSloper. Clic para tuitear

A.T.: —El Hammett retratado es, por otra parte, un antitético de Humbert Humbert: es el hombre maduro que viaja con una adolescente disponible pero que rechaza cualquier acercamiento erótico por muy apetecible y muy a su alcance que se le presente.

G.B.: —No lo había pensado desde ese punto de vista, lo cual manifiesta una carencia por parte del autor, porque es una hermosa interpretación de la actitud de Hammett. Como verás, intento desembarazarme lo máximo posible de la responsabilidad de ser considerado «autor», y recibo los comentarios como si fuera un aficionado a su obra. Por cierto, Nabokov es el «tapado» entre mis referencias literarias y me encanta que te hayas dado cuenta justamente acá, en este bar de un lugar al que el ruso odiaría con esa elegancia tan arbitraria de la que era capaz en sus mejores momentos. Además, y ahora sí, vistiéndome con la casaca de autor, puedo decirte que la actitud de Hammett responde a una razón muchísimo más profunda y que no revelaré.

A.T.: —¿A qué se deben las diferencias tan marcadas entre los ocho relatos y la novela corta? ¿Fue forzada la edición para que entren en un solo volumen? ¿No te planteaste publicarlos como libros separados?

G.B.: —Todo en el libro es parte de una misma experiencia estilística. Si me obligaras te diría que este libro es la otra manera en que Faulkner podría haber estructurado Las palmeras salvajes. Incluso estuve a punto de caer en la tentación de hacerlo a su manera, como homenaje; es decir, intercalar cada relato con un capítulo de la novelita, hasta que un buen día cayó en mis manos una vieja edición pirata yanqui de los cincuenta de la novela de Faulkner, en la que habían separado las dos historias y el choque entre una y otra fue más compacto y brutal, haciéndolas inolvidables y mucho más entretenidas. ¿Se podría considerar Historia de Los Angeles como otra manera de escribir Las palmeras salvajes de Faulkner? Aquí tendría que responder Conejo Wilson haciéndose el uruguayo: «¿Sos tarado, bo?».

A.T.:  —Las referencias al cine son incontables. A veces es un personaje secundario que podría pasar desapercibido y que solo los más cinéfilos reconocerán. Tú has escrito un extenso ensayo-ficción sobre cine titulado Margen cínico y parece que el cine es para ti una fuente de inspiración inagotable.

G. B.: —Es que no distingo entre cine-literatura-música, todo viene en el mismo paquete. Un paquete envuelto para regalo que me convierte en el niño que a escondidas descubre los regalos que sus padres ocultan para la noche de Reyes. Un niño que mantiene el secreto de toda ficción y que finge sorpresa cuando le entregan el regalo. La pregunta más apropiada en toda experiencia artística debería ser, entonces: ¿Realmente finge?, ¿la magia del truco bien hecho no debería hacerle olvidar todo lo que sabe y comenzar con su sorpresa de nuevo, como si fuera otro niño?, ¿no es acaso el arte una singularidad que todo lo recomienza?, ¿cómo serían posibles entonces las relecturas de los clásicos o las infinitas escuchas de los mismos discos o haber visto Apocalypse Now treinta veces? ¡No, Conejo, no me respondas! ¿No ves que era una pregunta retórica?

«No distingo entre cine-literatura-música, todo viene en el mismo paquete que me convierte en el niño que a escondidas descubre los regalos que sus padres ocultan». Historia de Los Angeles. Gabriel Bertotti. @AntonioTocornal. Clic para tuitear

(Se sirve otro whisky y parece que va a seguir hablándole a una presencia invisible; lo interrumpo).

A.T.: —No te vuelvas, pero creo que acaba de entrar por la puerta Ben Gazzara.

G.B.: —¡No jodas! ¡Si ese es Román Piña, mi editor! Espera, que pido otra botella. ¡Camarera!

A.T.: —Yo me quería volver al hotel. A ver si aprovecho el wifi para subir una cosa a Milanuncios.

G.B.: —La última, no me seas cobarde.

A.T. Bueno, pero la última.

Historia de Los Angeles

De izquierda a derecha: Gabriel Bertotti, Román Piña y Antonio Tocornal en la terraza del Sunset Lounge, Hollywood

 

 

Gabriel Bertotti nació en Bahía Blanca en 1963. Es autor de La aventura ausente (2010), Luna negra (2012), Los techos de agua, (2015), Margen crítico (2017) y Margen cínico (2017). Vive en Mallorca.

 

 

 

Entrevista: Gabriel Bertotti, autor de Historia de Los Angeles

 

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Reseña y entrevista de Antonio Tocornal

Montaje de portada: David de la Torre

 

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