Jorge Manrique: Poeta entre las postrimerías del bajo Medievo y los albores del Renacimiento

No está claro su lugar de nacimiento ni la fecha. El poeta Jorge Manrique nació, supuestamente, en Paredes de Nava, provincia de Palencia, casi a mitad del siglo XIV. Su padre, D. Rodrigo Manrique ostentaba el título de «Conde de Paredes de Nava», y allí sigue hoy la casa solariega de los Manrique. Los vecinos de aquel pueblo no tienen duda, y prueba de ello es que levantaron un monumento en su honor y por hijo del pueblo lo tienen. Pero también cabe la posibilidad de que naciera en Segura de la Sierra, provincia de Jaén, cabeza, por entonces, de la «Encomienda» que gobernaba su progenitor. Su madre, Doña Mencía de Figueroa era natural de Beas, pueblo cercano a Segura. Resulta extraño que se desplazara hasta Paredes de Nava para dar a luz, o tal vez no, porque la seguridad que le ofrecía Castilla, a salvo de escaramuzas con el invasor del sur en momento tan crítico, pudo ser motivo a tener en cuenta por la familia.

Tampoco se sabe mucho de su niñez y adolescencia, pues la España no ocupada por los moros se organizaba en cuatro Órdenes militares-religiosas: Santiago, Calatrava, Montesa y Alcántara, creadas para la Reconquista, y Don Rodrigo fue Comendador y luego Maestre de la Orden de Santiago, cuyo cuartel general cambiaba de ubicación dependiendo del territorio reconquistado. De ahí, de su constante movilidad, la poca información que se tiene del joven poeta.

Aunque Jorge Manrique había estudiado Humanidades, prefirió seguir los pasos de su padre, incorporándose, bajo su mandato, como Caballero de la Orden de Santiago.

Era habitual que muchos militares de aquel tiempo y siglos posteriores fueran escritores, tal vez porque en los permanentes campos de batalla se daban situaciones dignas para dejar constancia escrita de ellas. Jorge Manrique pertenecía a una familia nobiliaria de militares y poetas. Su tío Gómez Manrique fue el inventor de la estrofa de pie quebrado, que él supo aprovechar en la Elegía que compuso con el título de «Coplas por la muerte de su padre».

La fecha de su muerte tampoco está clara. Se sabe que se incorporó con las tropas de Isabel la católica para luchar contra los partidarios de Juana la Beltraneja, su sobrina, en una guerra civil por el Trono de Castilla. Y fue herido en 1479, en una batalla en defensa del castillo de Garcimuñoz, pueblo de la provincia de Cuenca, pero se ignora si murió en el acto o después, a consecuencia de las heridas. Lo que se sabe es que fue enterrado en el monasterio de Uclés, cabeza de la Orden de Santiago, donde había sido enterrado su padre.

Las Coplas de Jorge Manrique

La obra de Jorge Manrique no fue extensa: unas composiciones amorosas, burlescas y doctrinales, dentro de lo que era la poesía cancioneril de la época. Sin embargo, entre ellas destaca las «Coplas por la muerte de su padre», que a continuación trataremos de desgranar.

El poema consta de cuarenta estrofas de doce versos cada una, escritos bajo el influjo del amor filial y el respeto y admiración hacia su padre, al que, dado su alto rango militar y su valía en los campos de batalla, debió considerar invicto o quizás un superhombre tocado por la gracia divina. De ahí el dolor por su muerte a causa de una cruel enfermedad, que al poeta pudo resultarle indigna para un guerrero de su talla, como da a entender en la estrofa treinta y tres.

Los versos, 3º, 6º, 9º y 12º de cada estrofa son de pie quebrado. Quiere decir que siendo los demás octosílabos, estos tienen solo cuatro sílabas. Esos cortes o hachazos al romper el ritmo y cómputo de sílabas, les imprimen mayor intensidad al poema, refleja más dolor, si cabe, y a él les servirían, seguro, para descargar su pena al escribirlos.

Está claro que el poema no fue hecho al azar, sino, después de una profunda meditación y de un tiempo de madurez desde la muerte del Maestre. En él predomina el pensamiento filosófico intelectual sobre la palabra, apuntando con ello, en parte, a la literatura renacentista.

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Tempus fugit

Jorge Manrique inicia su obra sereno, advirtiéndonos de lo que él, quizás, no supo ver sobre la vida, la muerte y el paso del tiempo, hasta que su padre la perdió. En la primera parte de esta estrofa, dice:

Recuerde el alma dormida,/avive el seso y despierte/contemplando/cómo se pasa la vida,/cómo se viene la muerte/tan callando.

Y en la segunda sigue:

No se engañe nadie, no,/pensando que ha de durar/lo que espera/más que duró lo que vio,/pues que todo ha de pasar/por tal manera.

La vida como un río (Vita flumen)

La tercera es una metáfora de vida. Hace un símil con los ríos que desembocan en la mar, y en la segunda parte nos deja una imagen preciosa:

Allí los ríos caudales,/allí los otros medianos/y más chicos,/ y llegados, son iguales/los que viven por sus manos/que los ricos.

La muerte iguala a todos (Omnia mors aequat)

En la cuarta invoca a Jesús. Parece que se ha convencido de que los hombres, por muy poderosos que sean, son mortales. «Para qué ensalzarlos tanto:»

A Aquél sólo me encomiendo,/a Aquél sólo invoco yo/de verdad,/que en este mundo viviendo,/el mundo no conoció/su deidad.

Ubi sunt

Después trata del buen comportamiento que debe tener el hombre en la tierra para ganarse la otra vida. Sigue con la belleza corporal de juventud que se va con el paso del tiempo. Saca a relucir los estados y riquezas, los placeres. De  los Reyes y poderosos, dice que cuando llega la muerte los trata como a pastores de ganado. Y ya en la estrofa dieciséis, pregunta:

¿Qué se hizo el rey don Juan?/ Los infantes de Aragón/ ¿qué se hicieron?

Lo mismo en la diecisiete:

 ¿Que se hicieron las damas,/sus tocados y vestidos,/sus olores?

Elogio a las virtudes (Laudem virtutis)

Y a partir de la veinticinco, se deshace en alabanzas hacia su padre:

Aquel de buenos abrigo,/amado, por virtuoso,/de la gente,/el maestre don Rodrigo/Manrique, tan famoso/y tan valiente;/sus hechos grandes y claros/
no cumple que los alabe,/pues los vieron;/ni los quiero hacer caros,/pues que el mundo todo sabe/cuáles fueron.

Tres vidas: la terrenal, la de la fama, la eterna

Siguen las comparaciones entre D. Rodrigo y otros grandes de la historia, hasta la estrofa veintinueve, que nos lo presenta como un hombre honrado y austero, al no dejar grandes riquezas personales, «sí castillos y villas ganados a los moros». En la treinta y tres, dice:

Después de puesta la vida/tantas veces por su ley/al tablero;/después de tan bien servida/la corona de su rey/verdadero;/después de tanta hazaña/a que no puede bastar/cuenta cierta,/en la su villa de Ocaña/vino la muerte a llamar/a su puerta.

La muerte le habla a don Rodrigo en las siguientes estrofas diciéndole que esta batalla la ha perdido y que le espera otra vida mejor en la que recibirá todos los honores ganados en la tierra. Y ya en la treinta y ocho es él quién se dirige a la parca:

 «No tengamos tiempo ya/en esta vida mezquina/por tal modo,/que mi voluntad está/conforme con la divina/para todo;/y consiento en mi morir/con voluntad placentera,/clara y pura,/que querer hombre vivir/cuando Dios quiere que muera,/es locura”.

En la treinta y nueve, D. Rodrigo se dirigirse a Jesús:

«Tú que, por nuestra maldad/tomaste forma servil/ y bajo nombre;/tú, que a tu divinidad/juntaste cosa tan vil/como es el hombre;/tú, que tan grandes tormentos/sufriste sin resistencia/en tu persona,/no por mis merecimientos,/mas por tu sola clemencia/me perdonas».

En la cuarenta Jorge Manrique nos dice que con todo el conocimiento, rodeado de su familia, amigos y criados, entregó el alma a quien se la dio, dejando en ellos consuelo.

Como podemos observar, el poema acaba con la misma serenidad que empieza y vemos que estamos ante unos hombres guerreros y creyentes, muy propio del Medievo.

Este narrador, que ha vivido en la comarca en que nació el poeta, y conoce Paredes de Nava, quiere rendirle homenaje con una composición propia:
Jorge Manrique

Tierra de Campos

El trigo ondea en mansedumbre
en los mares de Castilla.

Y desde las níveas montañas
de Covadongas y Pelayos, baja un viento,
aún hiriente, que besa pueblos de alondras,
heterónimos de la tierra.

Son lugares con historia de señores y plebeyos,
sin un río que los riegue ni un árbol que los sombree.

Una mujer andaluza, de rasgos aceitunados,
da a luz a su cuarto hijo en la casa linajuda.
—Bienvenido seas al mundo
—desean al recién nacido parientes y servidoras.

Pero la madre cavila: «¡Malditas sean las guerras!»

Ella presiente que el niño un día se enrolara, cual su gente,
en eterna Reconquista. Pero ignora que en los siglos
venideros lo recordarán los hombres por sus Coplas.

Otros tiempos y otros campos:

Garcimuñoz aún suspira, y la tierra, salpicada de amapolas,
que se extiende solapada donde cayó aquel poeta,
lo recuerda cada día con la cruz que allí se encumbra.

No fue el moro quien le hirió,
sino una lucha entre hermanos
por el trono de Castilla.

¡Qué más da lanza o puñal,
Reconquista o fraticidio!

La muerte tiene cien caras
y el hombre cien adversarios.

Y tú, Manrique,
te fuiste cuando nadie lo esperaba
por los senderos sutiles,
pero dejaste en el mundo versos que te glorifican.

©José María García Plata

Jorge Manrique: el poeta-soldado de los senderos sutiles

Un artículo de José María García Plata