Como recordarás, querido lector, en el precedente artículo de este ciclo sobre lo sublime (Transposición, idea y estética de lo sublime) introdujimos las bases filosóficas sobre esta categorización estética que nos provoca deleite ante la contemplación de la grandiosidad, brillantemente ilustrada por filósofos de la talla de Aristóteles o Longino. Hoy, continuando con esta fascinante temática, te presento las teorías de Joseph Addison, escritor, filósofo, político y autor de Los placeres de la imaginación, obra con la que la idea de lo sublime será elevada a la categoría de «lenguaje de la imagen».

Joseph Addison: subyugación de la beldad cismática y memorial

Para comenzar, debemos establecer que para Joseph Addison la sublimidad y el placer se nutren en una sinergia contractual que germina a través del sentido de la vista; como ya sabemos, el principio común de lo sublime nos dice que mediante la contemplación de una pradera, un acantilado o una montaña, el individuo se completa y es conducido al gozo más extremo. La incapacidad de abarcar la totalidad de perspectivas y la sensación quimérica de ese entorno que no puede subyugar (matizado frente al antropocentrismo al que está habituado), derivan en una fuerte admiración por el ser superior (a menudo identificado como la deidad y su creación) y a la impericia consensuada ante la innegable realidad, esa que no puede domeñar ni modificar según su conveniencia; esta situación conlleva la desaparición o minimización del estado cataléptico inducido por la sociedad a partir de la abulia ordinaria. Dicho de otro modo: cuando tenemos la posibilidad de deleitarnos con lugares de la talla del Monte Olimpo en Grecia, el parque natural de Banff en Canadá o la calzada de los gigantes en Irlanda, olvidamos nuestros dilemas y nos distanciamos de la norma establecida.

Para #JosephAddison, la sublimidad y el placer se nutren en una sinergia contractual que germina a través del sentido de la vista. Un artículo de Tamara Iglesias, historiadora del #Arte. Clic para tuitear

Aunque está de acuerdo con esta teoría, Addison determina que existen personas incapaces de degustar el almíbar de lo extraordinario debido a inconvenientes de accesibilidad o a que el reflujo de la vida anodina les ha narcotizado hasta el extremo de no imbricar curiosidad alguna, por lo que les recomienda mantener una expedita querencia de estimulación imaginativa que avasalle este síncope de inclemencia empleando su entorno más próximo para recrear esa sensación de éxtasis según la constitución y reflejo de las fruiciones, que serán divididas en placeres primarios y placeres secundarios. Los placeres primarios circunscribirían los objetos bajo nuestra propiedad y disposición, que acicatean el goce a través de su belleza natural pero que únicamente azuzan nuestra conciencia de mímesis colectiva; un traje de una firma de alto costo, por ejemplo, supone un icono de atracción (que personalmente supedito como derivado de una particular idiosis, elemento que permite particularizarse para despuntar, plenamente pecuniaria) que aunque pueda provocar efectos de deseo, antojo o capricho, nunca estimulará nada más que nuestra materialidad más ramplonera (precisamente por ello, a este tipo de objetos se los clasifica como «pintorescos» y nunca como «sublimes»). Por otra parte, los placeres secundarios se encuentran circunscritos a piezas que, a pesar de su evidente contenido tangible y de no atenerse bajo nuestra propiedad, repercuten en nuestro pensamiento hasta elevarlo; es el caso de los grabados arquitectónicos de la Roma Antigua de Giovani Battista Piranesi que podemos contemplar en museos como el Prado en Madrid, evocadores de una magnificencia pretérita que nos sobrecoge y extasía por su grandiosidad espacial y temporal pero que no podemos abarcar ni alcanzar. A partir de esta noción el espectador de la obra deriva en una sensación de total indefensión y pérdida autocrática en favor del «naturocentrismo», la fuerza de la naturaleza de la que ya nos hablaban los románticos del siglo XVIII (contemporáneos de Addison), y que corresponde con el vestigio de lo «sublime».

Villa de Adriano, Giovani Battista Piranesi

Para evitar la categorización de este concepto en subíndices cuantitativos (lo que incurriría en un error) Joseph Addison nos presenta tres cualidades estéticas imprescindibles y que deben estar en perfecta armonía para garantizar una correcta esencia de lo sublime: la grandeza (a menudo relacionada con la naturaleza y la sensación de libertad que evoca), la singularidad (lo abigarrado, que nos permite aliviar el tedio y rutina diarias) y la belleza (característica que nos afecta de forma inmediata e instantánea actuando en nuestra consciencia a partir de los conceptos adyacentes al canon o gusto social).

Según #JosephAddison existen tres cualidades estéticas imprescindibles en la esencia de lo sublime: la grandeza, la singularidad y la belleza. Tamara Iglesias, historiadora del #Arte. Clic para tuitear

En este último elemento es común que surjan dudas y divergencias (ya debatidas por pensadores de la talla de Baumgarten, Gadamer y Aristóteles) derivadas de cuestiones oscilantes; ¿cómo podemos definir la belleza? ¿Qué matrices la componen? ¿Existe tal mirada suscrita por la objetividad?… y un largo etcétera que pasa por un cernedor común: la belleza resulta una particularidad dependiente de la hermenéutica personal del individuo (derivación del rasgo lucido según la conveniencia experiencial) y de las pautas generales de su comunidad (lo que se le ha indicado al colectivo que responde al adjetivo de bello), siendo ambas variables en conceptos temporales (véase el caso de las Tres gracias de Rubens, caracterizadas por su adiposidad, contra la Maja desnuda de Goya, que mantiene un trazado más helicoidal y magro) y culturales (el patrón resulta irregular si comparamos a España con Asia). De ello podemos asumir que la belleza no es única ni universal, si no que existen prototipos definidos por rasgos transmutables. Teniendo este pensamiento siempre presente te pido, querido lector, que compares el Guernica de Pablo Picasso, el Grito de Edvard Munch, el David de Miguel Ángel Buonarroti y la Gioconda de Leonardo da Vinci; tras observarlos detenidamente, ¿podrías establecer un rango común y meritorio de belleza entre las cuatro piezas? ¿Valorarías bajo los mismos preceptos estéticos este conjunto? ¿O sin embargo su hermosura bulliría independiente en tu dinámica personal, guiada por tus gustos y criterios personales o sociales? Sin duda todos sentenciaríamos que de estas dos contraposiciones se recoge una consciente mediación antagónica: la sosegada y canónica del cinquecento, contra la del horror y lo grotesco de la contemporaneidad. Para Joseph Addison, es precisamente este segundo tipo el que conduce a la pura sublimidad, ya que emplea el miedo, el rechazo o la aversión como fórmula para el arrobamiento y conviene los tres componentes característicos señalados en el párrafo anterior: la destilación de su grandeza resulta de la ilimitada capacidad para agravarse, su singularidad surte en la degeneración y vulnerabilidad que causa magnificando todo estímulo de nuestro entorno, y su belleza acomoda la imagen de desconocimiento y perennidad acogidos desde el principio de los tiempos, engrandecido por el aire novelesco de autores como Edgar Allan Poe o Mary Shelley. A partir de esta turbación provocada pero de damnificación inmutable, surge la reflexión deliciosa de un peligro dócil, una amenaza administrada y creada para magnificar nuestra sensación de dominio (entra aquí mi bien querido concepto del supra, del que ya te he hablado en otras ocasiones).

La subyugación de la beldad cismática y el estremecimiento de lo sublime como alusión memorial: Joseph Addison

De la mano de esta necesidad por superar al prójimo (incluso en algo tan instintivo como el temor), encontramos el placer por la equiparación, ya que cuando leemos acerca de los tormentos, las heridas, la muerte y el sufrimiento, nuestro regocijo no aflora de la morbosa aflicción que nos provoca su descripción, si no del secreto paralelismo que concebimos entre nosotros y el personaje paciente; desde ese punto en el que se valida nuestra integridad física, tendemos a valorar más nuestra existencia y los éxitos que hemos alcanzado. Un ejemplo actual de esta teoría sería la filmografía de terror, cuya visualización puede producirnos placer al saber que el antagonista se encuentra incapaz de dañarnos dada su naturaleza fantasiosa. A partir de esta premisa somos capaces de indagar en nuestro entorno y reconfigurarlo como un orbe adonisíaco que asciende comparado con el meta-mundo del sujeto flemático a su suerte (digamos que se trata de un supra por anestesia, una necesidad de creerse en una mejor situación de vida para poder prorrogar nuestro camino y sentirnos afortunados). Los tres sectores que inducen conspicuamente a esta sensación serán sin duda la materia literaria, la artística y la histórica, ya que en ellas las adversidades planteadas ante el lector parecen arrojar fantasmas inofensivos sin acepción exegética (un error muy común que a menudo se salda con la amenaza al significado original). Centrados en lo conspicuo del tiempo pretérito, encontramos de nuevo el ejemplo de Piranesi; cuando este artista nos muestra el estado en ruinas de los monumentos romanos, el embelese resulta imperativo a la evocación de su grandeza pasada (a la que no podemos acceder) al tiempo que su irremediable destrucción (sin afección inmediata sobre nuestro presente), y nuestra postura de comodidad y seguridad frente a ella se hacen patentes. Se resuelve que el placer memorial sólo es posible cuando los infortunios son parte de una lectura o una visión artística ajena y distante, motivo que (unido a la acepción exegética) provoca en el espectador una panóptica alejada de lo sublime y su consiguiente orientación hacia la ignorancia. El ilustrativo caso del movimiento Yolocaust iniciado por el artista Shahak Shapira (que pretende aleccionar a los visitantes que acuden al Monumento al Holocausto, situado en Berlín, con la única intención de tomarse fotografías de carácter lúdico y poco o nada respetuoso) muestra magistralmente el peso de eludir lo sublime para convertirlo en mero paradigma del pintoresquismo más teatral.

La subyugación de la beldad cismática y el estremecimiento de lo sublime como alusión memorial: Joseph Addison 1

Yolocaust

En resumen, podemos deducir que el empático empuje del dolor y del peligro envueltos tras el velo de Fobos (el miedo) forman parte de una sublimidad que nos refrenda a engrandecer nuestro espíritu y a mantener la evocación de una Historia axiomática y concluyente, un estremecimiento por el que logramos la honesta alusión memorial y una rotunda beldad cismática, capaz de desvincularse del canon paramétrico; como nos señalaba Joseph Addison:

[…]lo que es de algún modo terrible, o se relaciona con objetos terribles, o actúa de una manera análoga al terror, es una fuente para lo sublime, para la belleza, el engrandecimiento personal y el recuerdo.

 

#JosephAddison: lo que es de algún modo terrible, o se relaciona con objetos terribles, o actúa de una manera análoga al terror, es una fuente para lo sublime, para la belleza, el engrandecimiento personal y el recuerdo. Clic para tuitear

 

 

Tamara Iglesias

(Continuará)