Literatura como evasión o entretenimiento, literatura para estimular la imaginación, literatura para soñar. Literatura que divierte y pinta la vida de colores. En la medida en que vamos relajando exigencias, la literatura acaba siendo eso: una cosa sentimental, una especie de área de descanso, un patio de recreo; tan laxa, que a menudo provoca ganas de dormir más que de imaginar.

No hablemos ya de poner algo en circulación o de transformarlo. En ese sentido, no se diferencia mucho de un videojuego, una receta de cocina o un prospecto. Más aún si alguien como Borges dice —decía— que la lectura no debe ser obligatoria; que como placer que es, debe ser algo buscado:

Yo he sido profesor de literatura inglesa durante veinte años en la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires y siempre les aconsejé a mis estudiantes: si un libro los aburre, déjenlo, no lo lean porque es famoso, no lean un libro porque es moderno, no lean un libro porque es antiguo. Si un libro es tedioso para ustedes, déjenlo… Ese libro no ha sido escrito para ustedes. La lectura debe ser una forma de la felicidad.

«La lectura debe ser una forma de felicidad», dice Borges. Se deduce que ni el placer ni la felicidad resisten el modo imperativo. Pero anhelar felicidad a golpe de caprichos o de picoteos puede que sea acabar comprometiéndola.

La literatura como área de descanso, o el riesgo de relajar exigencias hasta el punto de no saber distinguir entre lo que es literatura y lo que no. Un artículo de @MarianRGK. Clic para tuitear

Me gusta o no me gusta

En un artículo de Luis Alemany publicado por el periódico El mundo, hemos podido leer recientemente que la gente se va a la cama repartiendo corazones en Instagram. Ni siquiera con un libro, método que emplean algunos para que les sobrevenga el sueño y no tener que recurrir a métodos más drásticos; con el móvil y dejándose impactar por cositas sencillas y sin pretensiones. Como dice José Ángel Valente

Casi, entre dos imágenes
que pasan velozmente
ante nuestras pupilas,
no hay espacio para el pensamiento.

O como dice Steiner: «Nunca tanta información generó tan escasa sabiduría».

Hay un riesgo fatal: que acabemos reduciendo la literatura a meras sensaciones, despojándola de su savia, de lo que la hace ser lo que es: pensamiento, ideas objetivadas en textos —esto es: qué se cuenta más allá de lo que cuenta—, intenciones de autores, relaciones que esos materiales establecen con su época y con las épocas pasadas y futuras.

Rebajar la literatura a lo sentimental es como rebajarnos a nosotros al efecto que nuestra presencia causa en otros; sin más entidad ni maneras de ser ni de estar en el mundo. Solo lo que otros opinen o la impresión que les causemos.

De acuerdo con que el entretenimiento ha de tener un lugar; de acuerdo con que las redes sociales son incuestionables; de acuerdo con que haya literatura light. Lo controvertido es comprimir la literatura hasta ese punto.

Sin conocimiento no hay lectura que valga

A la literatura conviene llegar aseado. Y con aseado quiero decir «desprendido de ideas preconcebidas, prejuicios, libres de ideologías y leídos». Leídos, también. Lo nuevo que leamos necesita de nuestros conocimientos. Cada nueva obra exige que descifremos sus secretos. Secretos. Ideas. Trasfondo.

Solo comprendemos desde lo que llevamos con nosotros. Y desde lo que no llevamos, de lo libres y desprovistos de mantras ideológicos. Hoy día es difícil no padecer algún tipo de influencia, sobre todo, si solo nos arrastra lo que sentimos.

Umberto Eco habla de un viaje a Java de Marco Polo y de un rinoceronte que vio allá, animal extrañísimo donde los hubiera y avistado por él por primera vez en su vida. Echó mano de su memoria para nombrarlo, pero no halló nada real que pudiera ayudarle, de manera que recurrió a algo irreal, mitológico, poseedor de un solo cuerno. «Unicornio» lo llamó. En palabras de Valle-Inclán: «Las cosas no son como son, sino como las recordamos».

Y para recordar, hay que ejercitar la memoria, poner atención, pero es la atención la que peligra en manos del picoteo, del sobrevuelo, de la falta de objetivos. Es obvio que nuestra responsabilidad al leer no es la de quienes interpretan para nosotros las obras inmortales que pavimentan el Olimpo Literario. Ellos, los intérpretes, son los dotados de conocimientos para desentrañar cuáles merecen ese estatus.

A la #literatura conviene llegar aseado. Libres de ideas preconcebidas y leídos. Sin conocimiento no hay #lectura que valga. La literatura: área de descanso, un artículo de @MarianRGK. Clic para tuitear

Que la literatura sea más que un área de descanso

Nuestra responsabilidad, sin embargo, pasa por no quedarnos a la zaga. Cuanto más leemos y más empeño ponemos en descifrar cuánto de literario subyace en una obra, más capaces somos de establecer conexiones fecundas. Con un cerebro entrenado, ponemos en funcionamiento cien mil millones de neuronas para que la lectura alumbre pasadizos oscuros que nos conciernen.

Cuanto más dotados de depósitos vivos de palabras y mejores condiciones de enlazar con otras lecturas y otros contextos, mejor discurrimos como lectores. Y discurrir como lectores no es baladí: no se detiene en el mero placer, al contrario, entraña una responsabilidad social y política. Nos convertimos en cómplices del autor, en vocales y demiurgos, correveidiles y promotores de nuevas realidades. Cada palabra es una revelación que pide reproducirse.

Llámame loca. Tengo mi propia hipótesis respecto de la expulsión del paraíso, metáfora dramática que nos sitúa en el mundo del equívoco, las diferencias y la necesidad de intérpretes. Expulsados, recalamos en la imposibilidad de nombrar las cosas de manera inequívoca. Hacerlo —nombrar de forma unívoca— supondría decir «agua» y mojarse; decir «fuego» y quemarse o que se desatase un incendio.

Puede que leer traspasando la mera idea de entretenimiento nos devuelva a ese paraíso; y que, si no lo hace, nos abra el camino de regreso. Pero ¿cómo certificar que somos merecedores y no nos vuelvan a expulsar de él? La vía es transformarnos en acreedores legítimos, armar un puente sólido que distinga perfectamente ocio y divertimento de eso otro que llamamos literatura.

Del sentimiento al razonamiento

No estoy en contra del sentir. Somos seres sintientes. La vida, como dice el profesor Jesús G. Maestro, autor de Crítica de la Razón Literaria, parte del sentimiento. Ahora bien, no se agota en él. Y el profesor añade: «La vida parte del sentimiento y lo racionaliza para hacerse compatible con la realidad, de manera que si no razonamos sobre lo que sentimos, llegará un momento en que ni siquiera sepamos identificarlo. Entonces tendremos que renunciar a la comprensión de lo que sentimos; y por tanto, ignorar lo que somos».

Volviendo a la literatura: dejándola a merced del sentimiento, nos volvemos simples e indiferentes, reproducimos perogrulladas, tópicos, sin capacidad de ir más allá.

¿Cómo sabremos —y cómo sabrán las generaciones futuras— que el narrador del Quijote es un embustero de tomo y lomo y que Cervantes nos toma el pelo con sumo descaro?

¿Y cómo advertiremos que entre La Regenta y Madame Bovary no hay punto de comparación?

¿Qué valoraremos del descarte las Humanidades de los planes de estudio y, sobre todo, cómo valorará esto quien no lo conoció?

¿Podremos discernir si algo es o no literatura; si vamos o si venimos?

¿Descubriremos a través de Instagram cómo interpretar lo complejo?

Cito de nuevo a Jesús G. Maestro: «La literatura es una trampa para quien no sabe razonar».

El riesgo mayúsculo es que acabe siendo una piscina de bolas, el tobogán de un parque infantil. Todo, por habernos olvidado de buscar en ella datos objetivos y no meras impresiones.

 

Un artículo de Marian Ruiz Garrido

Portada de David de la Torre