La niña de los cuatro ojos, de Guadalupe de los Ángeles Cú Tinoco, es un relato de finalización del Curso Online de Técnicas Narrativasimpartido por Néstor Belda.

Nuevo relato del Curso Online de Técnicas Narrativas @NessBelda. Una historia de un mundo ¿gris? Clic para tuitear

La niña de los cuatro ojos

El día que la niña de los cuatro ojos me dijo «cuando recibas la imagen gris, debes acabar con él», no entendí de qué hablaba. Pero el momento llegó —me miró incrédula—.

Me  mostró  una postal y siguió diciendo: «Mírala, es un vacío gris en medio de la nada, una carretera en blanco y negro, es una imagen seca, fría, como la indiferencia hecha foto». Lo que yo observé fue un llano gris, unos pocos árboles a lo lejos, ni un pájaro, ni un auto, nadie. El asfalto plano y negro de una carretera angosta que a la distancia no llevaba a ningún sitio. Nubes, amenazaba lluvia, oscurecía el día… y, en efecto, gris. Y continuó: «Solo a él se le hubiera ocurrido enviarme este signo, esta imagen gris, sabiendo que yo soy toda color  y esperanza. ¡Todo para fastidiarme, y así me lo advirtió! Pero… ¿desaparecerlo? Sí, claro que sí, así lo dijo la niña de los cuatro ojos. Hablaba rápido, echaba los ojos para arriba y apretaba  sus manos angustiosamente.

Yoli, déjame contarte como empezó esto —se  acomodó en el sillón de aquella cantina familiar en la que nos sentamos  y comenzó—. Amiga, el día que decidí espiarlo, vinieron los problemas. ¿Ya sabes del sistema nuevo donde se baja la información de los postes de cámaras de vigilancia en las calles? Pienso que es revolucionario y mucha gente lo concibe como violatorio de sus derechos, pero, a fin de cuentas, las calles son públicas, lo que hagas en esas calles resulta público.  Bueno, la cuestión es que supe que las cámaras conservaban la información de un mes en las memorias y que estaban al alcance de la gente, y que solo al mes siguiente pasaba a ser propiedad del gobierno. El problema era pedirla. Puse manos a la obra. Cada semana metí religiosamente la memoria al cargador del poste, los jueves a las 8:00 pm, cada semana, en aquella esquina donde nos citábamos para iniciar el día de trabajo.

Mi amiga pidió otra copa de vino blanco, un vaso de agua mineral y un platito de fruta. Me reclamó que no pidiera nada y le dije que quería poner toda mi atención es su relato. Pareció comprender, pero, de todas formas, pidió otra copa de vino blanco para mí. Así era Angi.

Continuó. ¿Sabes? Yo no sabía qué esperaba encontrar al espiarlo, pero lo encontré.

Entonces noté que sus ojos brillaban un poco contra la luz de la vela que habían encendido hacía unos minutos. El reflejo de la vela bailaba al unísono con el movimiento de una lágrima que resbala. La luz de la calle disminuía y las velas proporcionaban claridad haciendo más íntima la historia. Yo no quería que llorara. Mi amiga, una mujer libre que me sorprendía con sus hazañas extraordinarias en aquel mundo ordinario, que tenía lo que jamás podría tener y llenaba mi vida de emociones.

Hacía dos años que se había instituido la obligatoriedad de tener al menos una planta verde de tamaño mediano en cada casa. Los tipos de plantas estaban limitados a aquellas que fueran capaces de absorber más CO2 del ambiente. En las esquinas de las calles, los dueños de las casas, debían adaptar una estructura que soportara como mínimo cinco macetas de al menos  25 cm de diámetro. Debían contener flores de colores, resistentes al clima: malvones, buganvilias, etc. Al pasear, disfrutábamos de esta ventura verde, con abundante colorido en las esquinas. Pasó un año, aproximadamente, y de repente se empezó a dar un fenómeno raro: las esquinas llenas de flores estaban siendo «borradas» sistemáticamente por pintura en aerosol de color gris. La gente se paraba en vilo al llegar a las esquinas y ver que lo que antes era un paraíso para la vista estaba en una desgracia gris mate. Qué coraje, qué impotencia sentíamos la mayoría. Simplemente, amanecían grises. Pronto se supo que alguien actuaba por las noches para cometer ese crimen.

Mi amiga  continuó: Aquellas cámaras de vigilancia me sirvieron para ver que, por la corpulencia y los movimientos rápidos y vigorosos, se  trataba de un varón que, con capucha y lentes oscuros, hacía lo suyo rápidamente y corría hacia zonas no vigiladas. Lo mismo notó la gobernanza del lugar, pero la diferencia es que… ¡yo sabía quién era!

Luces temblorosas salieron de las lágrimas que empezaban a resbalar por su descompuesta cara. Ella dio un sorbo grande a su copa de vino blanco, pidió un poco de agua mineral y, luego de secarse con un pañuelo, pareció tomar fuerza en una inhalación que en ese instante era como la necesidad misma de seguir con vida.

Yo permanecí callada, no hice un movimiento para no distraerla del relato.

Empecé a sospechar quién podría ser —continuó—, pero cuando vi ese gesto en particular y su afición por el color gris, estuve casi segura de que era Antonio. He trabajado con él, casi lo amé o lo amé, ahora no estoy tan segura… Él se entregaba al trabajo con intensidad. Me enseñó casi todo lo que sé. Vendíamos casas en lugares alejados del bullicio de la ciudad. En algún punto me di cuenta que él tenía la preferencia de promover y vender las casas formales, con un toque sobrio, serias, sin adornos o decoraciones brillantes y, por supuesto, sin plantas. Y, por raro que me pareciera —levantó la mirada hacia el techo—, las vendía fácilmente.

Cuando empezamos a ser íntimos, me regalaba cosas grises —suspiró—. No lo noté al principio. El primer regalo fue una chalina gris plata, después una bolsa gris oxford, luego unos aretes de perla gris, y les siguieron otros. Cuando me dijo que para trabajar podría vestirme de gris, un color sobrio con el que iría muy bien todo lo que él me había estado regalando —volteó los ojos hacia arriba como para rogar a dios, y agregó—: ¡Maldito anticolor! Lo miré a los ojos, Yoli, no dije palabra  y sonreí. ¡Tan linda como siempre! A partir de entonces empecé a usar los accesorios que Antonio me había regalado en combinación con trajes de colores brillantes, rojos,  fucsia, verde esmeralda.  Cuando  unos días después, de cara larga, me preguntó cuándo usaría la ropa gris que me había sugerido, con un beso fugaz en la mejilla, con mi boca muy cerca de su oído, le dije con voz suave pero firme: «No me gusta el gris, cariño». Aquella noche discutimos hasta el amanecer y como, gracias al cielo azul,  nunca habíamos vivido juntos, pude irme a casa y descansar de ese maníaco…, a ratos pensando si no era yo la que estaba mal de la cabeza, ya sea porque no me gustaba el gris o por haber caído, sentimentalmente hablando, en  las manos de ese gris engendro.

No lo vi durante un par de semanas, pretexté estar enferma y él no insistió, solo dijo, por teléfono: «te dejaré descansar, pero yo y el gris, te seguiremos  a donde vayas». La piel se me tensó, sentía que me ardía de coraje, de impotencia y fue cuando, de tanto y tanto pensar en qué hacer, recordé lo que alguna vez me había dicho la niña de los cuatro ojos.

Entonces me preguntó muy interesada:

—¿Yoli, has oído hablar de ella?

Sí le dije, no mucha gente la ha visto, yo tampoco, querida Angi. Es casi un mito. ¿Tú realmente la has visto?

Y arrebatándome la palabra dijo:

—Sí, me encontraba en un restaurante, hace años, como cuatro, antes de conocer a… ya sabes quién.  Vi a la niña de lejos, bastante indiscretamente, pues la verdad no era fácil dejar de mirarla ¡con esos cuatro ojos! Por cierto, tenía dos donde los tenemos todos, y los otros arriba inmediatamente después de las cejas y más pequeños. Bueno, pues, ¡ella me vio! Yo me volteé de inmediato tratando de no verla otra vez, me di cuenta de que parecía pequeña, unos once años, aproximadamente, aunque tenía la mirada serena, pacífica, como de una persona de mucho más edad y sabia. De repente, fue inevitable, volví a verla y, esta vez, ella me miró fijamente con sus cuatro ojitos abiertos, ¡todos al mismo tiempo! Con el dedo índice de su manita derecha me hizo un gesto para que me acercara, y yo estaba tan sorprendida  y apenada que no hice otra cosa más que pararme inmediatamente e ir a su encuentro. Me incliné y me paré a su izquierda. En la mesa había otros adultos, unas tres o cuatro personas. Ven, me dijo, pidiéndome que me acercara más a ella y, entonces, escuché de ella las siguientes palabras: «Cuando recibas una imagen  gris y todo alrededor tuyo parezca que se vuelve del mismo color, tendrás que actuar. Acaba con él, es un peligro para todos…». Lo dijo mientras cerraba los ojitos de arriba como si estuviera viendo una escena dentro de ella o sintonizando con algo. Los ojos normales miraban hacia el vacío. Obviamente, solo acerté a decir gracias. Ella me sonrió y regresó su atención a las personas con quienes compartía la mesa. No tengo que decirte que, en ese momento, lo que me dijo me pareció solo un acertijo, una mala broma, una excentricidad  sin conexión a nada que tuviera que ver conmigo. Pero ahora, ahora que me cambié de casa y aun así me llegó esa cenicienta postal, no tengo duda de que la niña de los cuatro ojos se refería a este momento de mi vida.

De repente dejó caer sus codos en la mesa y, como si su cabeza fuera de plomo, la descansó sobre sus manos por unos minutos. Solo podía ver el brillo de su pelo y yo quería hacer algo, tocar su cabello, algo…  De repente, balanceó la cabeza ligeramente, la levantó poco a poco, me miró directo a los ojos sin pestañear y me dijo: Ya sé cómo terminar con él. El reflejo de la vela en sus ojos se tornó más brillante pero esta vez no era el brillo de las lágrimas, sino el de la certeza.

Durante algunos minutos que estuvimos en silencio, recordé las veces que había coincidido con Angi y su pareja, en algunos lugares, sin que ella lo supiera. Y no quería ser notada, porque dentro de mí había intenciones poco respetables respecto a Antonio. Ella me platicaba de él y lo alababa, al menos al inicio, como un hombre íntegro, trabajador y enamorado. Pensé que ella tenía mucha suerte y cuando me confiaba que se verían en algún sitio para comer o cenar, yo hacía lo posible por estar ahí y observarlo. Incluso, en varias ocasiones nos cruzamos cuando él se dirigía al baño o se separaba de su mesa para hacer alguna llamada, pero nunca se fijó en mí. Ni una vez me dirigió la mirada o me coqueteó. Nada. Yo me sentía molesta, frustrada. ¿Cómo era que aquel hombre no tenía la más mínima gana de mirar a nadie que no fuera Angi? ¿Era yo tan fea, tan insignificante?

Unos días antes de que ellos se molestaran y no se volvieran a ver, me atreví a hablarle. Cuando nos cruzamos en la cena en un restaurant fino, recuerdo que le hice un comentario de su hermosa corbata gris. Su respuesta, bajando la mirada y observando el accesorio, fue «sí, es una corbata muy elegante, buenas noches», se dio la media vuelta y se fue. No tuve aliento para contestarle nada y me quedé más indignada que nunca. Me di cuenta de que no me había mirado, yo era nadie para él. Y ahora mi amiga me contaba esto. Angi no merecía a ese canalla, y yo llevaba tiempo odiándolo. Así que le pedí que me contara su plan.

Mi amiga, animadamente, me contó lo que ella había ideado para librarse de él. Ellos se verían pronto en aquella esquina y terminaría con la locura de Antonio.

Llegado el día de su reunión, me vestí lentamente. Ropa y accesorios, todo gris. Llegué a la esquina convenida al inicio de la noche, pocos minutos antes de que ella llegara y, tal como yo esperaba, él ya estaba ahí. Me paré de espaldas a él, mirando hacia las flores. Yo y mi hermoso sombrero de ala gris. Logré que me confundiera con ella porque se me acercó por detrás y me murmuró al oído: «Querida, no sabes por cuánto tiempo he querido verte así». En el segundo que terminó la frase, di media vuelta y, sacando la navaja que traía en el bolso, la encajé en su abdomen sin dudarlo. Dejé que la hoja se deslizara hasta el tope de mi mano, la empujé de abajo hacia arriba por su caja torácica, del lado izquierdo. Había leído que no había salvación con una herida de este tipo. Él, por vez primera, me miró a la cara por varios segundos mientras no salía de su sorpresa. Luego de su dolor y al final de su agonía, cayó lentamente a mis pies. Y yo, con la protección de aquel sombrero de ala, me alejé dejando caer de mi mano enguantada de gris una nota que yo había escrito a máquina: «Soy el autor de anular el color de las flores de esta ciudad. Soy frío y anormal, me lo merezco».

Ya anochecía y de reojo creí ver llegar a Angi, pero yo ya estaba caminando tan rápido como podía y perdiéndome entre las calles pequeñas sin vigilancia. Me sentí más feliz y libre que nunca. Y aunque ella nunca lo sepa, atesoraré con gran gozo el instante en que la ayudé a cumplir con lo que le pidió la niña de los cuatro ojos.

 

La niña lo predijo, tenía que acabar con él. Relato Curso Online de Técnicas Narrativas @NessBelda Clic para tuitear

 

La niña de los cuatro ojos

Un relato de Guadalupe de los Ángeles Cú Tinoco

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