No mires al suelo

Un caso de Lee Johnson

«¿Qué ruido es ese?», masculló entre dientes, intentando, sin éxito, deshacer la pasta densa que llenaba su boca. Abrió un ojo y vislumbró un débil haz de luz que se colaba por la persiana. Aquel afilado sonido no cesaba de golpear su sien.  Sus manos restregaban los párpados mientras el olor a tabaco de sus dedos le provocaban unas náuseas difíciles de contener. Segundos después, consiguió enfocar el entorno lo suficiente como para ponerse en pie, aunque de inmediato tropezó con una botella de whisky barato y cayó sobre la cuerda que accionaba la persiana, que se encajó violentamente en el interior del cajetín.

Desde la esquina de su dormitorio, Lee observó el hueco de la ventana que una vez había alojado  aquella plancha agujereada que lo protegía del amanecer de Manhattan. Mientras sus ojos se acostumbraban a la luz natural, susurró: «Ahora me despertará este maldito sol todos los putos días… ¿dónde habré puesto el teléfono del casero?».

Instantes después, el estruendo metálico se detuvo, dejando a merced del silencio una agradable sensación de paz que Lee aprovechó para embutirse en unos vaqueros desgastados, calzarse unas botas marrones de piel, impregnadas de polución, y una camiseta de los Boston Celtics. Se acercó a recoger el móvil, lo desbloqueó y observó la causa de aquel escándalo. Suspirando al techo, devolvió la llamada.

—¡Buenos días señor!—dijo, al otro lado de la línea, una tímida vocecilla que a Lee lo irritó aún más.

—¿Qué cojones haces llamándome a estas horas?

—Señor —enunció Tintín en un alarde de valentía—, son las doce, señor… casi la hora de almorzar.

Lee respiró profundamente. Observó cada mueble de su apartamento con cocina americana. Se deleitó con la máquina de café impoluta, sin estrenar, para perderse en la batidora cromada herencia de su padre, Liberto Johnson. Su madre le puso ese mismo nombre pero, conocedora de que a este no le gustaba ni un pelo, decidió registrarlo solo como Lee. Pensó en añadir «Junior» al final, pero creyó que ya tenía bastante con ser mulato, hijo de policía corrupto y vivir en Manhattan como para complicarle más la vida.

—Vale, vale… ¿qué ocurre? —dijo Lee intentando pasar por alto su vergüenza.

—Tenemos un caso, señor. Un cadáver entre la primera avenida y la treinta y siete Este…

—Ok —colgó.

El chico se quedó con la mirada clavada en el contacto de Lee que permaneció unos segundos más en la pantalla. Una mueca se dibujó en su rostro infantil: «Juraría que no le he dicho la dirección», susurró.

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Veinte minutos después, Lee aparcó su Chevrolet Chevelle Copo 427 en la esquina de la primera avenida con la treinta y siete Este. Bajó del vehículo y mostró su identificación a un colega que lo miraba con cara de pocos amigos. El guardia de tráfico, al ver la placa, sonrió con desgana y se olvidó de él. Lee observó la salida del túnel que comunicaba la isla de Manhattan con Queens-Midtown y sintió escalofríos. Al otro lado del East River se encontraba el lugar donde malgastó su infancia. Jamás volvió a pisarlo desde que se mudó a este lado del mundo.

Bajo el crudo invierno que congelaba la isla de Manhattan, decidió encenderse un pitillo cuando el móvil volvió a sonar.

—Señor, ¿está abajo?

—¿Cómo que abajo, chico? ¿Dónde estás tú?

Tintín temblaba y le sudaban las manos mientras miraba de reojo el cadáver. Dos compañeros lo rodeaban con sus prominentes barrigas. Uno de ellos sorbía un vaso de café emitiendo un sonido similar al de una cloaca atascada.

—En la escena del crimen, señor… se trata de…—quiso continuar pero Lee lo interrumpió.

—¿Que dónde estás, Tintín? ¿Dón-de?

—Planta cincuenta y tres, señor… apartamentos Corinthian.

Lee colgó y sintió calor en la nuca. Se habría sentido más aliviado si un dragón hubiese estado a punto de flambearlo. Sin embargo, giró la cabeza, observó las puertas giratorias de los apartamentos Corinthian frente a él. Doradas, brillantes. Durante varios segundos, su mirada comenzó a escalar las columnas oscuras que se elevaban hacia el cielo, y no paró de subir hasta que el cuello le chascó y acusó un dolor agudo. Emitió un gemido, agachó la cabeza y se dirigió resignado al interior del edifico.

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Planta 53… Fotografía de David de la Torre.

—Planta cincuenta y tres… joder.

Al llegar a la fila de ascensores se sintió aún más intimidado. Varios soldados, con el pecho forrado de metal, cubrían un muro cuyo contenido tras de sí resultaba totalmente desconocido. No había sido suficiente atravesar el bosque de columnas cuadradas y enormes que lo miraban con recelo. Estudió las botoneras de cada ascensor y encontró uno que lo pondría a prueba. En ese momento hubiera deseado fumarse un paquete entero de tabaco o beberse una botella de Bourbon, pero cerró los ojos, respiró profundamente y pulsó el botón que llamaba a la cabina.

Las puertas del ascensor central se abrieron y de su interior salieron dos ejecutivos vestidos con trajes de doce mil dólares, los iPhone, de última generación, adheridos al cerebro, y flamantes maletines de piel cuyo precio ya no podía calcular. El habitáculo era un rectángulo de dos metros por tres, iluminado y limpio. En uno de los laterales, una botonera de cuatro filas con seis pulsadores cada una. Además, en las dos columnas centrales había dos botones más y, bajo aquella matriz del horror, otros nueve botones formaban un rombo que, junto a una cerradura exageradamente desplazada hacia fuera, dibujaba un laberinto macabro de posibles decisiones a tomar. Lee sudaba. Las puertas se cerraron con una suavidad exasperante cuando sintió encoger su estómago hasta el tamaño de una nuez. En ese instante, su mano derecha comenzó a temblar en dirección hacia el botón cincuenta y tres. Escuchaba su propia respiración acelerada. Los latidos de su corazón resonaban por toda la cabina como los tambores de un barco preparado para el abordaje cuando, al pulsar el botón, el ascensor comenzó a desplazarse hacia un lugar indeterminado. Lee golpeó su espalda contra el espejo, que se cubrió de vaho en un santiamén. Durante los primeros segundos, observó cómo se iluminaba el botón número uno, después el dos, el cuatro, el diez, el quince. Sus ojos luchaban por no precipitarse al vacío y la sensación de velocidad detuvo su corazón. Veinte, veinticinco, treinta y dos. Lee se aferraba a la barra empapada en sudor hasta que sintió un hormigueo entre sus dedos. Cuarenta, cuarenta y cinco. Cuarenta y seis. Cuarenta y siete. Sin esperarlo, la velocidad disminuyó en un instante.Entonces su corazón volvió a latir, muy despacio, y sus manos liberaron el asfixiado metal que servía como soporte a los vecinos de aquellos apartamentos. Cincuenta. Cincuenta y uno. Cincuenta y dos. Destino.

No mires al suelo. Un caso de Lee Johnson. Relato policíaco de David de la Torre.

Planta 53, edificio Corinthian. *Fotografía de David de la Torre.

El ascensor se detuvo suavemente y las puertas se abrieron muy despacio, en silencio. Lee intentaba reponerse para no mostrar el calvario que acababa de sufrir. Demasiado tarde. La cara redonda de Tintín y sus sonrosados pómulos dibujados con algodón de azúcar sobre su piel angelical le dieron la bienvenida en cuanto las hojas metálicas desaparecieron tras la pared. Al ver a Lee en el interior, sonrió, pero, inmediatamente, una mano húmeda lo enganchó de la corbata e introdujo su cabeza en el interior. Con el aliento de Lee en su boca, la mano de Tintín tapó la fotocélula con rapidez para evitar que las puertas se cerrasen.Los ojos de su instructor estaban inyectados en sangre.

Una mano húmeda lo enganchó de la corbata e introdujo su cabeza en el interior. @DavidVerdejoOfi Clic para tuitear

—Ni una palabra de esto, ¿entendido? ¡A nadie! —susurró Lee apretando los dientes.

—Señor…— balbuceó Tintín.

Cuando la tensión arterial de Lee se estabilizó, pudo comprobar la tez azulada de Tintín y aflojó la mano que apretaba la corbata del chico. Este reaccionó con torpeza, deshaciendo el nudo lo suficiente para volver a respirar mientras se apoyaba en el quicio del ascensor. Lee lo rebasó al comprobar que se mantenía en pie y pisó suelo firme. Tintín susurró el camino hacia el apartamento de la víctima y Lee atravesó el pasillo enmoquetado que servía de distribuidor. Al llegar al apartamento, los oídos de Lee se estremecieron una vez más. Abrió la puerta por completo.

—¿Podéis apagar esa mierda, por favor?

Un agente corrió a detener el equipo de música Bosé, pulsando el botón de pausa en el móvil, tras unos guantes de vinilo.

—¿Dónde está el cuerpo? —preguntó Lee una vez el silencio se hizo patente.

—Allí—dijo Tintín con voz temerosa, a espaldas de Lee, al tiempo que su dedo índice señalaba un lugar al fondo del pasillo.

Los apartamentos Corinthian no escondían grandes lujos en su interior: un estrecho pasillo desde la puerta principal, cuya apertura se accionaba con una llave electrónica. A ambos lados, dos puertas más con sendas cerraduras que conferían un carácter privado a las habitaciones. Cada apartamento poseía dos y, en este caso, Lee observó que tan sólo una se encontraba entreabierta, mostrando ropa tirada cerca de la puerta, una maleta abierta sobre una banqueta y unos zapatos brillantes colocados en un lateral. Unos metros más adelante, había una pequeña cocina totalmente vacía. Sobrios muebles grises sin decoración y una moqueta a juego daban paso a un balcón que hacía las veces de mirador y salón. Allí estaban varios policías, un fotógrafo y Kim, el técnico forense. Sin embargo, Lee se quedó petrificado justo al final del pasillo, contemplando el Empire State Building a través de una de las numerosas ventanas circulares.

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Lee… Diseño de Josevi Blender.

—Señor —susurró Tintín a la espalda de Lee, pero este no respondió.

—Señor —insistió, hasta que Lee giró la cabeza noventa grados. Sus dilatadas pupilas cubrían todo el ojo como si fuera de noche y debiera absorber toda la luz posible.

En ese instante, Kim se colocó delante de aquel metro ochenta de cuerpo atlético, tieso como una vela, con el maletín suspendido en una mano y una libreta en la otra.

—Lee… ¡eh! Lee —le gritó.

—¿Qué? ¿Por qué gritas?

—Estás pasmado, tío… ¿qué coño te pasa? —le increpó.

Lee reaccionó con desdén y, dando media vuelta, preguntó a Kim qué sabía de aquel tipo cuya espalda se apoyaba sobre el mirador.

—Bueno, no hay mucho que ver… está allí, pegado a la ventana. Debió morir anoche, aún está caliente y no hay signos de violencia por ninguna parte. Tenía esto en la mano.

No mires al suelo. Relato de @DavidVerdejoOfi. Diseños de @joseviblender Clic para tuitear

Kim depositó el maletín en el suelo, le mostró un botecito anaranjado con una etiqueta y abrió su libreta de notas. Su interior se encontraba vacío y Lee lo observó durante unos segundos.

—¿De quién se trata?

Tintín no entendía por qué seguían allí parados, tan alejados de la víctima. El procedimiento obligaba a realizar una inspección ocular del cadáver y Lee ni siquiera se encontraba a dos metros de él.

—George M. M. Martin, como el escritor, ¿no? Pero este es más delgado…

—R.R. Martin…, señor —corrigió Tintín.

Lee repasó la cara rosada del chico y comprobó que comenzaba a tornarse en un rojo carmesí por la vergüenza de haber hablado sin ser preguntado. Lee no insistió.

—Además —prosiguió Kim—, este es… bueno, era agente de bolsa, trabajaba en Wall Street, casado y con dos hijas. Según su carnet de conducir, vivía en una bonita casa en New Jersey.

—Está claro que este era su picadero —afirmó Lee.

Tintín lo miró con asombro. ¿Cómo lo sabía? Lee, que comenzaba a intuir esas miradas de asombro de su alumno, le explicó.

—Mira, chico, mira bien a tu alrededor… ¿qué ves?

—Nada señor… no hay nada.

—Exacto, está como si no viviera nadie. Sin embargo, una de las habitaciones está abierta y la otra cerrada. Apuesto que la cerrada no puede abrirse sin la llave que aún continua en recepción, y la otra es el dormitorio de la víctima. Al pasar por el pasillo, verás la cama y, a los pies, una prenda de ropa muy especial. Ve a comprobarlo.

—Señor, ¿antes no deberíamos acercarnos al cadáver? —preguntó con timidez.

Los orificios nasales de Lee comenzaron a expandirse como los de un búfalo a punto de trotar sin control.

—No es una pregunta… ¡Ve al puñetero cuarto y trae lo que hay a los pies de la cama! —exclamó—. ¡Y ponte guantes!

Tintín volvió con un picardías de color morado y la sorpresa instalada en la sonrisa de sus labios.

—¡Vaya con George!, ¿eh? Debió de pasar una noche estupenda—dijo en un intento de rebajar la tensión. Sin éxito.

—¡Eh! Deja los chistes fáciles para tus amiguitos del cole y presta atención —le dijo al mostrarle la etiqueta que aún colgaba de la prenda a escasos milímetros de sus ojos.

Tintín bajó la mirada.

—Sí, señor.

—Bien… Kim, ¿encontraste algún arañazo en los brazos de la víctima?

—No.

—¿Ropa rasgada?

—No.

—¿Cartera vacía? ¿Las tarjetas de crédito han desaparecido?

—No y no… ¿dónde quieres llegar, Lee?

De pronto, este se dio media vuelta, agarró a Tintín de la corbata por segunda vez y le susurró algo al oído que Kim no pudo escuchar. Segundos después, Lee abandonó el apartamento en un suspiro y Tintín se quitaba la corbata. Jamás volvería a ponerse aquello.

Kim lo miraba con atención.

—¿Qué te ha dicho al oído?

Tintín levantó la mano mostrándole la palma abierta al tiempo que se acercaba al equipo de música y agarraba el iPhone conectado. Kim se acercó, mirando por encima del hombro a Tintín y este comprobó que se encontraba bloqueado. Miró hacia el frente, atravesando el grueso cristal de la ventana y observando el infinito cuando sonrió. Dio media vuelta y se agachó. Kim abrió la boca con sorpresa. Tintín cogió con suavidad el dedo índice de la víctima y pulsó el único botón que el móvil poseía.

«No quiero verte nunca más. No iré al apartamento. Adiós», rezaba el mensaje que apareció en la pantalla al ser desbloqueado.

—¿Te ha dicho Lee que mires el móvil de George?

—Sí.

—¿Quién envió el mensaje?

—Una señora llamada Catherine.

—¿Sabes cómo se llama la mujer de George?

Tintín miró al cielo.

—Catherine no… Seguro…

—Cierto. Sandra. Sandra Williams.

Tintín lo entendió todo. Y comprendió las palabras que Lee le acababa de decir. Miró por última vez el cadáver de George aún caliente y con espuma en la boca. Al observarlo en detalle, preguntó a Kim:

—¿Qué había en el frasco?

—Imipramina.

—¿Cuánta cantidad?

—El bote era de seiscientos miligramos. Doce pastillas de cincuenta miligramos cada una.

—La cantidad máxima en pacientes hospitalizados es de trescientos. Este hombre debió tragarse todo el bote.

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No mires al suelo, chico… Fotografía de David de la Torre.

Tintín se apoyó en el cristal observando las calles de Nueva York, tan alejadas como minúsculas.

Kim posó su mano en el hombro del aprendiz y le preguntó:

—No mires al suelo y dime qué te ha dicho cuando te agarró de la corbata, chico. Clic para tuitear

—No mires al suelo y dime qué te ha dicho Lee cuando te agarró de la corbata, chico.

Tintín se volvió con los ojos brillantes:

—¿Literalmente?

—Como quieras…

—«Nunca vuelvas a hacerme subir más de diez pisos por un puto suicidio».

Kim comenzó a reír a carcajadas. Tintín se mordía la lengua. En aquel momento tenía dos opciones: salir corriendo como un cobarde en el patio del colegio o tirar la toalla y entender qué estaba ocurriendo. Finalmente, bajó la cabeza y sonrió, resignado…

Kim agarró su maletín y comenzó a caminar hacia la salida mientras procuraba aclarar las dudas de Tintín.

—¿No sabías que Lee tiene vértigo? —Reía—. Te espera un periodo de entrenamiento muy interesante, chaval.

 

Tintín escuchó sus risas alejándose cada vez más, como un pequeño demonio burlón. Sonrió.

 

Relato y *fotografías de David de la Torre

Diseños de portada e interior de Josevi Blender