Quetzalla, de Miguel Alberto Espinoza, relato de finalización del Curso Online de Técnicas Narrativas impartido por Néstor Belda.

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Quetzalla

Cinco, dice Alejandro y se lanza al lago desde lo alto de unas rocas redondas. Elefantes, unos salvajes elefantes a los que ha dominado para admirar su territorio, aunque Keneth insista en que son hipopótamos, que los elefantes son grandes y orejones y esas rocas no tienen orejas.

Al salir a la superficie, ve a Keneth a mitad de la escalera de piedras. Nadie sabe quién la construyó, siguiendo la curva del cerro entre bainoros y cacachilas, ni en qué año. Tan vieja, tan aprovechada por ellos cada tarde después de la escuela. De salto en salto, su amigo alcanza la roca desde donde se lanzara y otra más arriba. Lo saluda. Cinco veces tú y ahora cinco yo, supérame.

Alejandro nada de prisa hacia la cascada. A su espalda cuidado que te caigo y la zambullida de Keneth. Será su turno. Llevan semanas practicando y ya rompieron su propio récord, aunque jamás se atrevan a lanzarse desde lo más alto. En su casa les ponen las cruces, niños, no le hagan confianza a las pozas y ellos algún día seremos famosos, unos valientes clavadistas y exploradores.

Keneth, dice Alejandro. No hay movimiento. El lago refleja el bosque que rodea la poza como un plato limpio. Solo se escucha el chapoteo sin fuerza de la cascada y la algarabía de muchos pájaros multicolores y de unas verdes guacamayas. ¿Habrá dado contra el fondo? No lo cree, por eso se tiran en esa poza y no en las otras, un metro más de profundidad es un metro si se trata de clavados. La mayor de las guacamayas se separa del grupo revoloteando a uno de los desgastados escalones. Parece que lo mira, muy atenta;, hasta que el grito de Alejandro la ahuyenta detrás de una higuera. Algo ha jalado la pierna de Alejandro, algo trata de hundirlo.

—Soy un tiburón —emerge Keneth con los brazos abiertos en un remedo de hocico y dientes—, te comeré.

—Y yo un cocodrilo. —Alejandro también abre los brazos—. Los cocodrilos les ganan a los tiburones que se alejan del mar.

—Yo te mordí primero.

—No importa. El agua de aquí es mágica y me curé.

—Roarrr.

—Roarrr.

Por un rato hay risas, salpicaduras de agua al rostro y empujones y más empujones, que seguirían de no ser por la guacamaya. Y Keneth mira y Alejandro es la misma de hace rato. La ven completar dos vueltas casi en sus cabezas para volver a la escalera, ahora hasta arriba. Allí se gira a uno y otro lado, se queda mirándolos, luego atrás, siempre al sendero entre los riscos.

Mi abuelo me contó, dice Alejandro, que por ahí pasaron los españoles que descubrieron el oro y la plata del valle. Bueno, a lo mejor no por ahí, pero sí por alguno de los de aquí cerca. El abuelo cuenta cada cosa. Que a él se lo había contado su padre y a este el suyo, que así hasta los tiempos de quienes lo vieron todo, porque solo de ese modo podía enterarse uno en la época de los antiguos, allá cuando Amador López salió con sus hombres de San Miguel de Culiacán.

—¿Oíste?

Keneth está de pie a la orilla de la poza, ¿en qué momento salió del agua?, los ojos fijos en la guacamaya que bate las alas dando saltitos. Los dos la oyen. ¿Hablan las guacamayas? Vengan, parece decirles, vengan, vengan.

Corren por sus sandalias en un reñido quítate tú no tú. Sus padres y profesores les piden a diario que no hablen con desconocidos, que es peligroso, menos seguirlos. ¿Y a una guacamaya?

Alejandro es el primero en llegar a la escalera. Fue Amador, Amador fue el primero, buscaba el cuarzo entre las rocas; si los rumores eran ciertos, andarían cerca. Keneth lo alcanza en el tercer escalón y reanuda la competencia, esta vez hasta los riscos, donde una grieta mostró a Amador la riqueza oculta en el monte, las vetas de oro y plata resguardadas por aquel valle de guacamayas que los indígenas llamaban Quetzalla y los evangelizadores Real de minas de nuestra señora de las once mil vírgenes de Cosalá, ya puestos a explotar los yacimientos, y ellos qué más, abuelo, entre los chisporroteos de la fogata y el aroma de los dorados malvaviscos en las noches de campamento.

La guacamaya no está. Están sus huellas en el sendero y alguna pluma entre las hojas sueltas que el viento remueve en remolinos, pero a la guacamaya no se le ve por ningún lado; ni detrás de los riscos ni encima, ni oculta en las piedras. Tampoco dentro de un tronco hueco y caído. Nada. Qué raro, dice Alejandro. Algo así vieron al mago del último circo. Unos pases de las manos y la mujer desapareció en el humo. Sin embargo, allí no hay humo o varitas o sombreros de mago.

—Espera.

El abrazo de Keneth impide que Alejandro se interne más en el sendero, el tono de su voz. Mejor vámonos y Alejandro ¿por qué? mientras trata de liberarse. No me gusta. Los espíritus. Fantasmas. Aquí y en las viejas casas de Cosalá. Así como lo oyen. Unos dicen que son los mineros que regresan por sus fortunas. No, no me hagan esos ojos o se les saldrán, después no habrá quién se los ponga. Por Dios santo que es la pura verdad. Vienen por las noches, con su arrastrar de cadenas y movedero de todo, abriendo puertas y ventanas. Si lloran es porque no encuentran lo que buscan… Cuidado con el fuego, Keneth, te puedes quemar; siéntate junto a Alejandro. Otros dicen que han de ser los espíritus de los chamanes que siguen molestos por tanto destrozo de los blancos. Ellos veían por la naturaleza además de por su gente. Los blancos no.

—¿Y los fantasmas?

—Que se cuiden.

Keneth aprieta los párpados y cuenta hasta siete, despacio. Los abre de golpe en el tres. Alejandro no está. Solo el sendero y la curva donde este acaba. A partir de ese punto no se han aventurado: es apenas una saliente que asciende a la cima. Amador alterna su mirada entre la de sus hombres y el barranco. Están cansados. Da un paso probando el terreno. Debe poner el ejemplo. Adelante, dice. ¿Y si resbala? Por más que Alejandro se tenga confianza podría caer. No sería el primero. Sus padres siempre a dale y dale con lo mismo. Olvídense de ir por allí. Nunca. Grábenselo, que ya han caído más de cuatro, niños también. Otra vez aprieta los párpados; los abre. No necesita conteos. No se trata de tomar carrera y lanzarse a la poza, siete y para abajo o a lo que sea. Seguirá cerro arriba y reclamará aquellos territorios para España. Han encontrado escasa resistencia de los naturales en la selva y espera en Dios que así continúe. Se santigua. Alejandro no estará lejos.

Lo encuentra hincado después de la curva, algo se remueve con dificultad en la hierba muy cerca del borde. Alejandro evita que caiga al barranco.

Es de guacamaya, dice mostrando el polluelo en el hueco de sus manos, todavía no abre los ojos. Y Keneth ¿de dónde salió? Una mirada a los alrededores revela el agujero en la pared del cerro. Dentro, otra cría trata de incorporarse y solo tropieza y rueda. Alejandro devuelve el polluelo al nido. No te salgas, y se quedan contemplándolos. Keneth qué lindos mientras Alejandro malos, malos, pórtense bien o se las verán con su mamá.

—Hay que irnos —dice Keneth tocando el hombro de Alejandro—. No deberíamos estar aquí.

La repentina urgencia de orinar se lo recuerda, la posibilidad de ser vistos. Lo ha sentido desde que subieron la escalera. Y están solos. No cuenta el ir y venir de las guacamayas por el aire.

Alejandro no contesta. Lentamente ladea la cabeza y se enfrenta a Keneth, obligándolo a retroceder hacia el sendero.

—Soy un zombi —gruñe.

—Fantasmas, Alejandro. Puede haber fantasmas. No zombis.

—Entonces, soy un zombi fantasma —le contesta. Lleva las manos por delante y camina con las rodillas rígidas y pasos pesados.

—Los zombis fantasmas no existen.

—Sí que existen. Son muy raros.

Más gruñidos. Keneth asiente y levantando las manos, imita a su amigo. Tal vez, si se apuran a vestirse, hasta alcancen abierta la nueva tirolesa.

 

Aguarda otro minuto aunque los niños no se vean por ninguna parte. En el hueco, los polluelos duermen muy juntos. Ojalá y sigan así. El sol encandila la sierra con la angosta franja del atardecer. Pronto se ocultará. Una mirada más a los polluelos y a los alrededores y el anciano se deja caer a la soledad del barranco con los brazos extendidos.

Amador cierra la fila cuesta arriba con sus hombres, necesitan encontrar refugio antes de que oscurezca. Se detiene para voltear atrás y sus pupilas se inundan del valle al fondo. Le pareció escuchar las voces de unos niños; pero no hay nadie. Una enorme guacamaya surge del borde del barranco, muy cerca de donde comenzaran a subir. Otras la siguen. La bandada se aleja coloreando el cielo en medio de un incesante parloteo.

 

Varias dimensiones confluyen en el valle de las guacamayas. El realismo mágico de #Quetzalla Clic para tuitear

Quetzalla

Miguel Alberto Espinoza

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