Lo que nos queda de la muerte, de Jordi Ledesma, según Teresa Suárez.

Sobre Lo que nos queda de la muerte

En un pequeño pueblo costero, la mañana siguiente a una noche de tormenta, a eso de las seis y cuarenta, dos pescadores descubren un cadáver que «flotaba en el agua revuelta y entraba en el puerto arrastrado por el oleaje leve junto a algas y otros restos de la marejada». Inmediatamente se da parte del suceso al cuartel de la Guardia Civil.

La muerte del joven, de mote premonitorio en los ambientes que solía frecuentar, hace temblar los cimientos de la pequeña sociedad local: las fronteras entre primera y segunda línea se vuelven imprecisas, las diferencias de clase se acentúan como medida de protección, las relaciones lícitas dejan ver su auténtica faz y las clandestinas, surgidas al amparo de la oscuridad y el anonimato, salen a la luz. Con la muerte violenta de uno de los suyos, uno de los de toda la vida, los habitantes del pueblo (guardias civiles corruptos, camellos de poca monta, traficantes titulados, adictos confesos, jóvenes confundidos, mujeres atrapadas, viejos desengañados) se verán arrastrados por un tornado que lejos de trasladarlos al Mundo de Oz, tierra de fantasía y gentes extraordinarias, estrellará sus huesos, sueños e ilusiones contra la dura realidad.

Jordi Ledesma sitúa al lector frente a un espejo, donde puede verse reflejado, y le muestra la vida de los del otro lado: la envidia que suelta la lengua, la lengua que inventa rumores, los rumores que destruyen reputaciones, las reputaciones que rompen relaciones, las relaciones que empujan a la venganza, la venganza que acaba en delito, el delito que exige un culpable, el culpable que no sabe cómo ha llegado a serlo…

La narración de Lo que nos queda de la muerte no transcurre linealmente. Desde el presente unas veces regresa al pasado y otras nos anuncia el futuro.

Ledesma no crea personajes secundarios. No sabe hacerlo. Le sobra creatividad y le faltan páginas. Con apenas cuatro o cinco líneas es capaz de perfilar a individuos, sean hombres o mujeres, de manera tan enérgica (rasgos físicos, personalidad, historia y  aspiraciones) que todos dejan poso y la certeza de que un día, no lejano, volverás a encontrarlos protagonizando su propia novela. ¡Jordi es único trazando bocetos que prometen grandes retratos!

Lo que nos queda de la muerte: @jordiledesma no crea personajes secundarios. ¡Jordi es único trazando bocetos que prometen grandes retratos! #Reseña: Teresa Suárez. @AlrevesEditor. Clic para tuitear

Pero hay más, mucho más porque Jordi Ledesma…

Te gana con su capacidad para describir la atmósfera asfixiante que envuelve los lugares pequeños donde todo el mundo se conoce y chismorrea («y corrían las voces en formato diminuto, pequeños susurros que el viento cargado de salitre era capaz de arrastrar de la playa a la vila en pocas horas. Cuchicheos al antojo de bocas aburridas. Y en cada parada un sustantivo y una hipótesis son su sentencia. Y ficción, mucha ficción»).

Cuando denuncia la explotación obrera («La abuela del Bocachancla había nacido […] en el latifundio extremeño de una familia madrileña que heredaba gañanes y sirvientes como si fueran parte de la producción agraria, con desprecio y a granel los poseían como a bestias») te enerva de tal forma que sientes el impulso irrefrenable de levantarte y cantar a voz en grito «Arriba, parias de la Tierra. En pie, famélica legión. Atruena la razón en marcha, es el fin de la opresión».

Te enciende cuando confiesa pensamientos y deseos impuros. Mucho.

Aunque quizás la palabreja no te suene, o sí, te sorprende con su gran conocimiento de la gentrificación («El chato vivía en lo que llamaban El Pueblo Nuevo, […] un poblado de casas bajas donde fueron a parar todos los gitanos cuando los emancipados de la vila los echaron de las casas que les tenían alquiladas hasta entonces, para pasar a vendérselas a parejas de clase media, puede que hijos de otros emancipados, gentes con profesiones liberales y buenos sueldos, la mayoría de Barcelona, y quienes rehabilitarían los inmuebles con medidas y subvenciones municipales que jamás se hubieran concedido a una panda de gitanos»).

Te arranca una sonrisa cuando se atreve criticar instituciones sagradas como la maternidad («Silvia era una de esas madres explicando batallitas cotidianas con un halo de felicidad en torno a la cabeza, con una sonrisa grande, y litros y litros de baba desparramándose por su barbilla y reluciendo en su pecho») o el matrimonio («Ella se había casado con un electricista autónomo sin muchas luces, con el que se sentía feliz. No rompería su relación por nada del mundo, al menos de momento, tenía lo que siempre había soñado, un hombre honrado y trabajador que la amaba, y dos hijos que adoraba y la adoraban, y que le concedían el privilegio de no tener que trabajar») en una sociedad que defiende ambas a capa y espada.

Y te emociona con la poesía que se le desborda por las costuras de su prosa («Y el cine y los libros nos acercaron pequeños milagros […] Descubrimos paraísos de sensibilidad; lienzos plasmando legados póstumos que alentaban las ganas de vivir. Y pudimos tomar partido. Y elegimos la violencia del estancamiento […] Y a pesar de la decepción de mis recuerdos y de la pena con la que rememoro aquellos años me siento afortunado porque creo que fue entonces cuando sentí que era diferente de todo lo que me rodeó»).

Me fascina Jordi Ledesma. No puedo evitarlo. Tras una larga travesía, estéril, por otras novelas, encontrarlo fue como hallar un oasis en mitad del desierto.

Es la segunda vez que, cual una turista más, visito «su» pequeño pueblo costero. Cronológicamente he ido hacia atrás y se nota. Entre La noche sin memoria (primera novela que leí de este autor) y Lo que nos queda de la muerte (escrita en primer lugar) percibo un importante salto cualitativo.

Lo que nos queda de la muerte es una novela más al uso en cuanto a la forma. Es más concreta, hay más diálogos y, pese a la naturaleza indómita del autor, que se adivina, hay una intención, no sé si consciente, de facilitar la labor lectora de quienes a ella se acercan.

En La noche sin memoria se percibe una clara evolución que podríamos definir en términos pictóricos. Un artista del realismo, acostumbrado a reflejar lo que ve de manera casi fotográfica, un buen día se descubre a sí mismo difuminando colores y borrando contornos movido por una necesidad imperiosa de, por una vez, escribir lo que siente y como lo siente sin pensar en los demás, a borbotones, demandando del lector el mismo esfuerzo y compromiso que, hasta esa novela, le ha supuesto a él la contención.

¡El lirismo que asoma, tímidamente, en Lo que nos queda de la muerte, se desborda en La noche sin memoria!

Ante la segunda novela que leo de Jordi Ledesma vuelvo a preguntarme ¿Es Lo que nos queda de la muerte novela negra? Ahora tengo la respuesta más clara: es NOVELA con mayúsculas que se resiste a cualquier intento de clasificación. Literatura nacida para perdurar.

¿Es Lo que nos queda de la muerte de @jordiledesma #novelanegra? Es NOVELA con mayúsculas que se resiste a cualquier intento de clasificación. #Literatura nacida para perdurar. Teresa Suárez. @AlrevesEditor. Clic para tuitear

Háganme caso y lean a Jordi Ledesma, me lo agradecerán.

Para esta castellanomanchega, la banda sonora de la novela de este autor catalán, Tan joven y tan viejo, la pone un andaluz de nacimiento y madrileño de adopción.

 

 

Diferentes generaciones, mismos anhelos.

Que lo disfruten.

 

Lo que nos queda de la muerte 1

 

Lo que nos queda de la muerte

Jordi Ledesma Álvarez

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La opinión de Teresa Suárez

Diseño de la portada: David de la Torre