Teresa Suárez opina sobre Solo los muertos, de Alexis Ravelo.

Solo los muertos

A raíz de la publicación en esta revista de mi «supuesta reseña», como alguien la definió, sobre Tres funerales para Eladio Monroy, me sentí víctima de un linchamiento público en Facebook y Twitter, la plaza del pueblo digital (me llamaron tipa, ignorante, inculta, «señora» con tono despectivo y otras lindezas semejantes), porque algunos lectores de Alexis Ravelo, poco dispuestos a concederme el derecho a pensar de manera diferente a la suya, la consideraron una afrenta porque, en su opinión, la primera novela de Eladio Monroy se merecía más.

En dicha reseña manifesté mi intención de leer la siguiente de la serie (y no, señor Ravelo, no era una amenaza sino una promesa y yo siempre cumplo mis promesas) para tener más elementos de juicio y comprobar si las sombras de la primera parte se transformaban en luz en la segunda.

Sorprendentemente para mí, una de las cosas que más molestó en la reseña sobre Tres funerales para Eladio Monroy fue mi sugerencia a la editorial de que cambiara la presentación del escritor.

Un libro es un conjunto y, por tanto, todos sus elementos (portada, sinopsis y, por supuesto, el contenido) juegan un papel decisivo a la hora de que un lector, sobre todo cuando no conoce al escritor, se decida a comprar uno en vez de otro.

El ejemplar de Solo los muertos que he leído pertenece a *Anroart Ediciones y debo decir que es un maravilloso ejemplo de un trabajo bien hecho.

La presentación del escritor, centrada en su trayectoria profesional, y el texto de Bruno Pérez, solapas interiores, son un buen comienzo. La portada, fondo negro sobre el que destaca un martillo (la más bizarra de las armas blancas que, en las manos inadecuadas, suele dejar en la víctima irregulares e impactantes heridas contusas o lesiones fatales por mecanismo contundente) junto a un reguero de sangre, que se ve roja y se adivina espesa y caliente, no puede ser más sugerente.

En la contraportada, mismo fondo negro, un pendrive con salpicaduras, el rostro impreciso de un hombre calvo (protagonista-escritor) cuyos rasgos, casi desdibujados, apenas se perfilan con trazos sanguinolentos, y un resumen, breve pero intenso, terminan de enganchar al lector y le impelen a querer desentrañar el misterio que el libro encierra.

La opinión de Teresa Suárez. Lo que le gusta y lo que no de Solo los muertos, de @AlexisRavelo1. #Reseña. #NovelaNegra. Clic para tuitear

Hablemos del contenido de Solo los muertos.

Me gustan algunos lugares, como el Bar Casablanca, donde no es Sam quien vuelve a tocar As Time Goes By, a petición de Rick Blaine, sino Casimiro, el dueño, quien en vez de la famosa canción lo que vuelve a tocar cada mañana, por iniciativa propia, son los huevos a los habituales.

No me gusta el sentido del humor. Tan lejos de la fina ironía y agudeza de Marlowe («General, vigile a su hija; ha intentado sentarse sobre mis rodillas cuando yo aún estaba de pie» o «Era más bien alta, pero tampoco un poste de telégrafo»), los chistes tópicos («La verdad es que debe de ser una joyita, Isabel. Inteligente, de voz dulce, culta… solo faltaría que fuera usted guapa»), burdos («Joder ¿Y cuando me vengas a pedir un favor grande cómo piensas empezar? ¿Follándote a mi madre?») y faltones («Es un currante de los míos [su perro] ¿Ves cómo se fija? Animalito… Si es que parece que te entiende y todo… Con mi mujer me pasa igual») de Eladio y Cía, más que a los personajes de Raymond Chandler recuerdan a Torrente, el brazo tonto de la ley patrio, y colegas, de Santiago Segura (¡por Dios, que no se me enfade Santiago!).

Me gustan algunos personajes, como los yonquis, clá oficial del bar, que celebran jocosamente cada salida de tono del tuerto, sobre todo si las andanadas van contra Mecánico, el pequinés de mugriento lomo que siempre acompaña a Chapi, su amo, de lomo más mugriento aún que el del chucho pulgoso.

No me gusta la imagen que da de las mujeres:

Secretarias: «Se había decidido que la reunión se celebrara allí, en su casa de la Sierra […] lejos de secretarias curiosas.

Funcionarias: «Tres arpías con lejana apariencia de seres humanos empleados en tareas administrativas, se dedicaban a poner a parir a una cuarta».

Prostitutas: «Allí conoció a Sara, una colombiana de veinte años que había venido a lo que había venido, a lo que venían todas: ejercer la prostitución durante tres meses y ganar lo suficiente para comprar una casa allá para su mamita y para el infaltable hijo o hija que todas tenían».

Librera: «¿Sabes quién era Wittgenstein? (pregunta Eladio a Gloria) No lo sé. Un escritor ¿no? Un filosofo […] Joder, ya salió la enciclopedia andante».

Turistas: «Tomó la calle Sagasta, frecuentada a esa hora por repartidores y extranjeras celulíticas que acudían a tomar el baño de la mañana».

Enfermera: «Acompáñame a dar un paseo que hay una enfermera que me pone como una moto».

Me gusta la cercanía que imprime el hecho de que una novela transcurra en los escenarios habituales en los que suele moverse un escritor. ¡Novela negra de barrio!

No me gusta el empeño en desprestigiar a determinados escritores («Terminó de leer la lista y se sintió aun peor porque el individuo había empezado a caerle realmente bien. No había ningún Follet, ningún Pérez Reverte, ningún Dan Brown en la lista»). Me pregunto qué pensarán los lectores de los tres autores citados (en mi caso, como seguidora de Pérez-Reverte, podría decirle cuatro cosicas pero no es el momento ni el lugar).

Detesto los estereotipos que se perpetúan: «El otro, que debe ser un moro, va para el piso con un dolor de cuernos de cojones […] Bronca descomunal, marica loca que pierde los estribos y le da la del pulpo a tu amigo Héctor».

No me convence el inicio de la trama de Solo los muertos. Realmente me cuesta creer que alguien que vive en Madrid, que con sus 3.182.981 millones de habitantes es la ciudad más poblada de España, se vaya a Las Palmas de Gran Canaria, con una población de 383.343 habitantes, para desaparecer del mapa en vez de Barcelona o Valencia, ambas comunicadas por cielo, mar y tierra, lo que asegura numerosas vías de escape. El mismo Ravelo ratifica lo que digo cuando Eladio se dirige a Nico, amante de Héctor, para convencerlo de que debe entregarse a la policía: «Por lo pronto, hay algo que debes saber: te van a coger. Esto es una isla y tu nombre está ya en todos los puertos y los aeropuertos».

Tampoco me convence lo de que una agencia de detectives de la capital subcontrate a un freelance, huele-braguetas sin licencia, Sabina dixit, bajo la premisa de abaratar costes y de encontrar antes al huido.

Me ha gustado el final de Solo los muertos. Ese reencuentro entre Nico, homosexual practicante, y Eladio, super machote consagrado, ha logrado conmoverme.

Pero lo que más me ha gustado, y mucho, es el capítulo 29, ese en el que Eladio debe enfrentarse, sin ni siquiera tener en el bolsillo el dichoso bolígrafo que siempre llevaba por si acaso, al sicario Fárez, alto y flaco, y al descomunal rumano Lupescu. Tiene juegos de palabras, tensión, golpes, sangre y mucho, mucho realismo.

¿He hablado suficientemente de la novela esta vez?

 

 

*La edición de Solo los muertos de Anroart Ediciones está descatalogada.

 

La opinión de Teresa Suárez

Portada de la reseña: David de la Torre