El día en que un profesor de psicopedagogía soltó ante toda la clase «todos nosotros somos unos neuróticos» me indigné mucho: «Yo no soy un neurótico, los demás quizá sí, pero yo no». Claro que ese yo tenía entonces unos veintitantos años y creía ser todo un administrador de la filosofía «zen» solo por haber leído varios libros sagrados y otros tantos libros baratos de auto-ayuda (gratis en la biblioteca). Ingenuo fui por aquel entonces porque, en realidad, nunca dejé de ser un neurótico más en una sociedad compleja. Ingenuo y acomplejado por querer ser lo que nunca fui: David Carradine en Kung-Fu.

Ingenuo y acomplejado por querer ser lo que nunca fui: David Carradine en Kung-Fu. Clic para tuitear

Cuando eres joven quieres —y, de hecho, lo deseas tanto que lo consigues—convertirte fervientemente en ese personaje que más admiras: «Ahora, dime, ¿dónde está el pequeño saltamontes?», y, claro, en ese emocionante instante, tú eres el Pequeño Saltamontes, aquel que está destinado a suceder al barbudo maestro de los ojos blancos. Quizá lo hagamos para aumentar nuestra autoestima, pero el auto-engaño no es ajeno a mí. Un día, tras varios años impregnándome de todo lo que oliera a filosofía oriental, decidí que ya estaba preparado, que era especial y distinto a los demás, superior espiritualmente, guay porque creía poseer la Verdad Absoluta (os lo aseguro), y bajo el disfraz de un imberbe maestro espiritual zen traté de despertar la admiración de la gente —llamar la atención como un niño cualquiera—e incluso de ligar (sin demasiado éxito, huelga decir). ¿Pero cómo iba a poder cautivar a alguien si estaba poseído por tanta estupidez? Bueno, lo más justo sería decir poseído por la ingenuidad y por un narcisismo extremo. No trato de ser duro conmigo mismo, pues no hay nada que pueda hacer sentir peor a mi ego que oírme decir la cruda y curativa frase «necio soy». Lo realmente duro fue el trompazo que me pegué contra un muro de libros al descubrir que no por leer más filosofía oriental o por tener claros todos sus principios y conceptos básicos, me convertía automáticamente en una especie de monje budista urbano. Pero es que creí tener tan clara esa verdad tan teórica que prácticamente el don de la palabra lo podía todo, de modo que, como esta era mi fuerte, pues me convertí en un predicador sin predicar con el ejemplo. La praxis siempre fue un verdadero compromiso para mí, pues era cuestión de auto-observarse un poco para comprender que todo lo que tenía claro en la teoría no era capaz de llevarlo a cabo en la práctica. Mi madre siempre me dijo con ironía: «tú tienes muy buenas palabritas, pero luego…». Lo decía porque en casa daba auténticas lecciones magistrales de paz y de amor y luego, en la praxis, le pegaba buenos «estufíos» (lo digo en murciano porque esa palabra se la oí decir a mi abuela por primera vez) cada vez que me recordaba que no me había hecho la cama o no había sacado a los perros. Era una cuestión de inmadurez. Pensaba obsesivamente en la construcción de un yo ideal (Pequeño Saltamontes), pero después era el Javi del 1º D, un chico tumbado cómodamente en su sofá y viviendo con sus padres a cuerpo de rey en un rascacielos —también tumbado— del barrio de Sant Andreu (Barcelona).

Obsesionado en construir mi yo ideal (Pequeño Saltamontes), pero después era el Javi del 1º D. Clic para tuitear

Soy neurótico.Todos somos neuróticos (viene de fábrica). Javier Alcover.

Tras varios vanos intentos traté de emancipar mi alma de mi cuerpo antes que irme de casa para crear una vida propia. En aquella época creía que era más fácil hacer un viaje astral que encontrar el modo de convertirme en una mariposa que dejara atrás mi belle époque de capullo singular (si me permitís la broma). Ahora hago camino al andar y, al volver la vista atrás, veo la divertida senda que jamás voy a volver a pisar: me veo a mí mismo vestido como un bufón o incluso yendo desnudo, sonriente y sin ser consciente de mi desnudez, pero, al mismo tiempo, en ella veo toneladas de inocencia y de ingenuidad. Y me río de todo ello porque el contraste entre ser «esteti-zen'»(por fuera) y neurótico (por dentro) tiene tela marinera. ¿A un auténtico zen le daría rabia alguien que hiciera ruido al comer pipas? ¿A un auténtico zen le daría rabia escuchar gemir a una persona mientras se come un melocotón? ¿A un auténtico zen le daría rabia escuchar los ronquidos de otras personas que duermen a toda babilla? ¿Le daría rabia a un auténtico zen hacer rabo ante la puerta del teatro? ¿O que le pitaran mientras conduce? ¿Se irritaría un monje ante el táctico empujón de una vieja del metro que trata de arrebatarle a toda costa un asiento? Porque los monjes también son personas, ¿no? Ahora ya no creo en ellos como antaño, pues no creo en la perfección espiritual del ser humano (sí en su progreso lento, gradual y por generaciones).

Un neurótico más…

No soy ni un necio ni un sabio. Sólo sé que soy un #neurótico y que venimos así de fábrica. Clic para tuitear

Ahora solo tengo una certeza que  ya predijo mi profesor de psicopedagogía y que ahora acepto con filosofía: «No soy un necio ni tampoco un sabio. Sólo sé que soy un neurótico y que, si de verdad todos venimos así de fábrica, entonces no somos culpables de ser como somos, pues hay una inocencia pura en nosotros que no se marcha con la niñez y que perdura siempre». Uno sólo debe mirarse al espejo para darse cuenta de que la sabiduría es como el zumo que se extrae cuando se exprime a un necio (el que llevamos dentro) pero que, al mismo tiempo, alcanzar la sabiduría absoluta no es posible debido a la neurosis crónica que padecemos como miembros de esta sociedad moderna (rima con enferma). Para corroborar esto no hace falta que os miréis al espejo, basta con echar un vistazo a vuestro «alrededor» a través de la pantalla del móvil o de la tablet que tenéis enfrente.

La sabiduría es como el zumo que se extrae cuando se exprime a un necio (el que llevamos dentro). Clic para tuitear

 

Artículo de Javier Alcover