Te espero en el lago, de la escritora Michèle Rodríguez es el relato de finalización del Curso Online de Técnicas Narrativas impartido por Néstor Belda.

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Te espero en el lago

Hace dos años que no sé nada de Elsa, desde aquel verano de 2007. Hoy me ha llegado una carta suya con matasellos de Irlanda. En dos días nos volveremos a ver, y entonces, por fin, mataremos al barquero.

En el sobre hay una fotografía, un autorretrato que nos hicimos en Normandía, con una nota: Te espero en el lago, Elsa. Es de nuestro último día en Francia, el mismo día en que me corté el pelo. Recuerdo que Elsa me recriminó, dijo que me lo había destrozado, y preguntó por qué. Le contesté que por rabia, por desesperación. Recuerdo, también, la caricia reconfortante del viento al salir, el crujir del suelo de madera al caminar por el embarcadero, la luz opaca de aquella tarde nublada, el suave calor del sol de verano luchando por brillar, a pesar de nuestra tragedia… Cierro los ojos y masajeo mis sienes. Desde entonces, los dolores de cabeza no me han abandonado.

En el sobre hay una fotografía, un autorretrato, con una nota: Te espero en el lago, Elsa. Clic para tuitear

Dos años ya, dos largos años de silencio y espera. Ayer llegó el aviso y hoy estoy viajando en ferrocarril. Me gusta el tren, su traqueteo regular, su anonimato confortable. El tren que me lleva hacia el norte, hacia el pasado. El tren que, tal vez, consiga devolverme un futuro.

El vagón está vacío, sumido en la penumbra. Subo la capucha de mi sudadera y cierro los ojos. La noche anterior ha sido un largo desvelo, intuyo que este viaje también lo será.

—Anais.

Me sobresalto. Reconozco esa voz profunda, hipnótica, llevo meses oyéndola. Sé a quién pertenece. Es inútil resistirme. No quiero mirarla, pero acabaré abriendo los ojos. Ahí está de nuevo esa mujer. Alta, muy delgada, elegante, imposible no recordarla. Lleva un gran sombrero que oculta su cara y le da cierto aire de distinción. ¿Cuándo subió? No lo sé, ni me he dado cuenta.

—Tú… otra vez —murmuro.

—¿Te vas de vacaciones?

Cruza sus largas piernas mientras se reclina en el asiento para observarme. Intento ver su rostro, pero el ala del sombrero no me lo permite.

—La verdad es que no. Voy a Normandía a ver una amiga.

—Qué bien, un viaje de placer.

—No, nada de eso, solo es un reencuentro.

—A mí también me esperan, pero por trabajo. Tengo que cerrar un tema pendiente.

—¿Qué quieres de mí?

Saca de su bolso un cigarrillo que coloca en una boquilla muy larga y lo enciende. Mientras exhala el humo que se eleva en volutas azuladas, no deja de mirarme.

—Esa no es la pregunta.

—¿No? Dime cuál es entonces.

—Pregúntate por qué estoy aquí.

—¿Cómo voy a saberlo? Apareces y desapareces a tu antojo, desde hace meses. Me observas desde la sombra sin enseñar nunca tu cara.

—Tú me llamaste, ¿recuerdas?

Lo niego, rotundamente.

—Claro que no, cómo te iba a llamar, ni siquiera sé quién eres.

Al sacudir la cabeza, vuelve el dolor, como un rayo. Saco de mi bolso una pastilla, y la trago. Sin agua.

—No existen pastillas para el olvido, por mucho que te lo haga creer tu psiquiatra. Tú me llamaste, en el mismo momento en que decidiste no acudir a la policía. Por eso estoy aquí, porque tú lo quisiste.

No voy a contestarle, lo que menos me apetece es hablar con ella. Quiero estar sola, necesito silencio, paz, me duele la cabeza.  Poco a poco me vence el sueño.

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Francia, agosto de 2007. Elsa y yo alquilamos una cabaña a las orillas de un pequeño lago. Elsa, mi mejor amiga, la hermana que nunca tuve. Desde siempre fuimos muy parecidas, adictas a las fiestas, a los excesos, dispuestas a disfrutar sin límites de la vida. Solía reír cuando me oía decir: «Tenemos que probarlo todo, beber hasta perder el sentido, rozar el peligro, la muerte si hace falta, es la única manera de sentirnos más vivas».

Todo aquel verano, fuimos de bar en bar, cada noche, buscando diversión. El pueblo estaba aislado, éramos las únicas turistas. Los lugareños nos miraban y murmuraban, pero no nos importaba. Nos divertía dar la nota. El resto del tiempo dormíamos, tomábamos el sol y recorríamos los alrededores. Un viernes por la tarde, decidimos dar un paseo en barca. La idea fue de Elsa. No es por el lago, aclaró en seguida, es por el barquero. Está impresionante, ¿no te parece? Le di la razón. ¿Qué podíamos perder?

El hombre no solo nos parecía atractivo, de esos tipos que enloquecen a las jovencitas, con su piel morena, sus sienes plateadas y su cuerpo musculoso, sino que, además, era simpático. Fuimos a alquilar la barca entre bromas y risas; nos alegramos al ver que estaba solo y que nos esperaba con una sonrisa prometedora. ¿Su nombre? No puedo recordarlo, ni quiero. Quedamos para tomar algo por la noche, en su cabaña. Charlamos, tonteamos, pero sobre todo bebimos hasta el alba. Una botella de Jack Daniel’s, luego otra. Intentamos marcharnos varias veces pero él nos convencía. Una copa más y os llevo a casa. Al final me puse seria, no insistas más, nos largamos. La cabeza me empezó dar vueltas. Algo iba mal, quería irme. Elsa no estaba mucho mejor. Intenté gritar. ¿Qué me has puesto en la bebida, maldito cabrón? La voz de él seguía sonando, sometía mi voluntad. El tiempo parecía detenido. Imágenes repugnantes en mi mente… Elsa atada a la cama, completamente desnuda, mirándome con los ojos extraviados.  Él dándole golpes, revolcándose sobre ella. Me empezaron a entrar arcadas y perdí la consciencia, pero el dolor me trajo de vuelta. El barquero me arrastró por el pelo, luego se dejó caer sobre mi cuerpo, una y otra vez… Solo quería que acabara, que acabara todo de una vez. Pero la pesadilla no tenía final. Los golpes, los mordiscos, la sangre en el rostro de Elsa, el dolor, su aliento asqueroso, su odiosa sonrisa y, luego, la oscuridad…

Me desperté al alba, ahogándome en el lago. Intenté bracear pero no tenía fuerzas. Nunca fui buena nadadora y hacía mucho frio. Quise chillar pero no me salía  la voz. Mi visión era  borrosa. Divisé a alguien en el agua.

—Elsa —conseguí llamar.

Elsa tardó una eternidad en llegar. Me arrastró hacia la orilla intentando mantener mi cabeza fuera del agua. Después volví a hundirme en las tinieblas.

Horas después, despertamos muertas de frio, desnudas y magulladas. Sentía  un dolor de cabeza insoportable. Tenía sangre en el pelo, también en los labios, notaba su sabor metálico. Elsa estaba peor aún: la cara hinchada por los golpes, la mirada perdida. Llegamos a rastras a la cabaña. Después de horas de inconsciencia, empezamos a recordar.

Horas después, despertamos muertas de frio, desnudas y magulladas. Clic para tuitear

Mi primera reacción fue acudir a la policía, pero Elsa me detuvo. Piénsalo bien, Anais. Nadie va a creernos después de habernos visto beber y salir de fiesta cada día. No quería entrar en razón, no quería. Me desesperaba, esto no podía quedar así, tenía que haber una manera de hacer justicia.

Llegó el final del verano. Al cerrar la maleta, miré con frialdad la cabaña vacía. Recordaba mi ilusión al llegar, mis ganas de vivir. Parecía que habían pasado mil años. Vi mi reflejo en el espejo y me odié. Odié mi aspecto, mis ojeras malvas, los moratones que aún no habían desaparecido, odié la larga melena negra que llevaba desde niña, la misma que él había usado para arrastrarme. Sin pensarlo, cogí unas tijeras del neceser y empecé a cortar, con furia. No solo me había robado el presente, sino que también me había privado de futuro. Jamás volvería a ser la misma. Me detuve agotada, contemplando los grandes mechones amontonados en el suelo. Ya había pasado todo, no quedaba nada de lo que había sido, ni dentro ni fuera.

Nos despedimos en el embarcadero después de sacarnos una foto y hacernos una promesa: volveríamos. Hasta entonces, yo regresaría a España, y me iría hacia el Sur. Viviría por un tiempo en la casa de mis abuelos que llevaba años vacía. Elsa se marcharía hacia el Norte, aún no sabía dónde, tal vez Irlanda. Le di mi dirección. Ya me avisaría. Las dos necesitábamos tiempo. Tiempo y distancia.

Nos despedimos en el embarcadero después de sacarnos una foto y hacernos una promesa: volveríamos. Clic para tuitear

Un largo silbido interrumpe mis sueños. El tren está entrando en la estación. Parpadeo y contemplo la mujer que está de pie, a punto de abandonar el compartimento. Parece salida de una película antigua. Abrigo de piel negro, vestido largo, bufanda vaporosa, y ese sombrero…

—Adiós, Anais. Se acaba el tiempo. Tengo que marcharme.

—Que vaya bien tu reunión.

—Irá bien, como siempre. Nunca hay sorpresas.

—No recuerdo tu nombre…

—Llámame Katrina. Nos volveremos a encontrar…

Estoy a punto de contestar que es poco probable.

—No lo dudes —añade con una carcajada.

Me siento mareada, será por el humo o tal vez por su perfume. Es penetrante, casi desagradable. La busco con la mirada. El vagón está vacío ¿Dónde está? No la he visto marchar, ha desaparecido sin más, o tal vez no haya estado nunca…

 

El reencuentro con Elsa es agridulce; emotivo por lo que fuimos, frío por el tiempo transcurrido, trágico por el secreto que nos une. Elsa me abraza. Estás guapa, aunque distinta. Tú también, le contesto, las dos hemos cambiado. Cierto, pero estamos aquí, y eso es lo que importa, afirma Elsa. Noto cierta fiereza en su mirada. Te has preparado bien, imagino, añade mirándome a los ojos. Sí, estoy lista, contesto.

Te has preparado bien, imagino, añade mirándome a los ojos. Sí, estoy lista, contesto. Clic para tuitear

Mientras vamos caminando hacia la cabaña, mochila al hombro, rezamos para que el barquero siga viviendo en el mismo lugar y no haya cambiado sus costumbres. Faltan unos minutos para las nueve. No puede tardar mucho. Nos ocultamos entre la espesa vegetación y aguardamos en silencio. Cuando la puerta se abre y aparece, siento un fuerte dolor en la sien. Me entran arcadas, pero la mano de Elsa se posa en mi hombro, me da fuerza. Me pongo guantes de látex. El hombre se aleja rápidamente hacia el embarcadero para empezar su jornada. La vía está libre. Mientras Elsa vigila, me acerco a la casa, cojo la llave que él acaba de dejar bajo la alfombra, abro la puerta y me deslizo al interior de la cabaña. Voy directamente hacia el mueble bar del salón, busco la botella de whisky y le agrego el contenido de un pequeño frasco: escopolamina, más comúnmente llamada Burundanga. No huele ni sabe a nada, actúa muy rápidamente y no deja rastros. Dejo todo tal y como lo encontré, salgo de la cabaña y vuelvo a dejar la llave en su sitio.

Vuelve más tarde de lo normal, al atardecer, y, afortunadamente, está solo. Sus andares lo delatan, ya lleva unas cuantas copas. Entra en la casa y reaparece, después de unos minutos, con la botella de Jack Daniel’s en la mano. Se tira en una tumbona en el porche, y enciende un cigarrillo. Fuma y bebe a pequeños sorbos, directamente de la botella, mientras oscurece. Aguardamos en silencio. Media hora después, se levanta tambaleando, con la botella vacía en la mano, y da algunos pasos en dirección al lago. Salimos de nuestro escondite.

—¿Te acuerdas de nosotras?

Se gira y nos mira, sus pupilas están dilatadas. Titubea. Primero, parece no comprender. Luego, cuando empieza a recordar, se sorprende.

—¿Te acuerdas de nosotras? Se gira y nos mira, sus pupilas están dilatadas. Titubea. Clic para tuitear

—Sube a la barca —ordena Elsa.

Intenta huir, pero su voluntad ya no le pertenece. En sus ojos azules, vidriosos, la sorpresa se ha convertido en terror. Obedece sin articular palabra.

Empiezo a remar hacia el centro del lago. La noche afila sus cuchillos. La brisa trae perfumes de muerte. Una vengativa luna llena, pintada de oro y sangre, pinta destellos funestos sobre el agua. El hombre contempla el lago, consciente que será su tumba.

Lo obligamos a levantarse.

Nos mira. El sudor empapa su camisa, sus ojos suplican en vano. Lo empujamos. Unidos en un letal abrazo, nos hundimos con él en las aguas oscuras. El frio, por un instante, hace reaccionar al hombre, que se debate con desesperación. Lo sujetamos con toda la fuerza que da el rencor hasta que deja de oponer resistencia. La luz de la luna ilumina el fondo del lago, mientras contemplamos sus últimos instantes. Luego lo dejamos ir, con los brazos en cruz, abandonado al capricho de las corrientes.

Subimos a la superficie y nos alejamos rápidamente. Al llegar a la orilla, nos separaremos, y esta vez será para siempre. No tenemos elección, no podríamos mirarnos a los ojos.

—¿Te vas sin mirar atrás?

Doy un respingo y me detengo en la orilla, tiritando. Estoy empapada, el agua resbala por mi pelo, mi cuerpo, entra en mis ojos, siento que me va a estallar la cabeza. No quiero girarme.

—No puede ser, tú otra vez…

Ahí está Katrina, sentada en la barca en medio del lago. Miro su silueta siniestra, sus ropajes largos que vuelan al viento. Se quita el sombrero con una carcajada y me saluda. Debajo de una larga y escasa melena, resplandece su calavera verdosa, mientras la luz de la luna ilumina sus cuencas vacías.

#fotografía: @jbedrina, #narrativa: @MachadoMichele. Cursos @NessBelda, apoyo de @RevistaMoonM Clic para tuitear

 

 

Te espero en el lago. Relato de Michèle Rodríguez

Relato final del CURSO ONLINE DE TÉCNICAS NARRATIVAS NÉSTOR BELDA

Fotografía de Javier A Bedrina