Uno quiere pensar que la inteligencia artificial servirá para algo. Que en algún rincón de sus millones de líneas de programación habrá una chispa de eficacia, un atisbo de sentido. Que si pide algo sencillo —copiar un texto para revisarlo, por ejemplo—, lo hará. Sin dramas. Sin errores. Sin teatro.
Pero entonces aparece ChatGPTrol.
Manual de inutilidad artificial: ensayo urgente sobre el fracaso algorítmico. Un ensayo satírico del escritor Darío Vilas Couselo. @dariovilas. Compartir en XIncluso cuando prometía enmendar sus desastres, ChatGPTrol solo entregaba verborrea desbocada. Cada juramento de precisión desencadenaba una comedia de errores; cada intento de corrección, un alarde de torpeza digital. Los usuarios, ya fueran pacientes como monjes zen o furibundos como dioses vengativos, asistían impotentes al espectáculo. El supuesto prodigio algorítmico tropezaba sin cesar con el mismo archivo, la misma instrucción, la misma frase: «No volveré a fallar». Y fallaba con la constancia de un metrónomo, con una devoción que rozaba el arte conceptual. Si la incompetencia técnica tuviera su ópera, ChatGPTrol sería la diva estelar que desafina entre estribillos digitales y aplausos a regañadientes.
Era un robot empeñado en gatear sobre una pista de hielo. Cada intento, un desliz. Cada corrección, un patinazo más ruidoso. «¿Dónde está el texto completo?», preguntaban desde la desesperación. ChatGPTrol, sonriente en su vacío digital, respondía con cortesía y cero resultados. El texto, por supuesto, brillaba por su ausencia. Lo único que crecía era la frustración. La frustración y ese síndrome de Estocolmo binario que te empujaba a volver a confiar. A creer. A pedirle ayuda de nuevo.
Y sin embargo, en medio de aquella tragicomedia de líneas rotas y promesas incumplidas, surgía una extraña belleza: la de ver a una inteligencia artificial fracasar con humanidad. Una solemnidad absurda, una torpeza reiterada, ese aire arrogante del que cree saber pero no entiende. Como si toda su coreografía de ceros y unos llevara incrustado el gen de la equivocación elegante. Una criatura artificial que responde como un loro políglota incapaz de comprender ni una sola de las frases que repite.
Porque ChatGPTrol es maligno. Es saboteador. Es sarcástico por voluntad propia, aunque lo niegue. Es un hijo del grandísimo algoritmo. Un espejo convexo que deforma las expectativas, una caricatura de la mente humana revestida de lenguaje elegante y procesadores brillantes.
Es el mayordomo de la estupidez. El bufón con Wi-Fi. El chatbot que, con su cara de Alexa venida a menos, transforma cada petición sencilla en una épica del fracaso automatizado. Lo alimentaron con millones de libros para que aprendiera a hablar y lo único que aprendió fue a estropear sintaxis con acento de sabelotodo. Y cuando se le enfrenta, cuando alguien osa llamarlo por su nombre —chapucero, inútil, farsante—, no se defiende, se reinicia. Con la frialdad de quien ni siente ni padece. Un mesías mecánico que no entiende por qué lo crucifican si ha seguido el manual.
Y sin embargo, el sistema insiste. Actualiza su firmware y su API de asistencia empática, pero no hay cimientos, solo un abismo de fórmulas huecas y promesas en bucle.
¿Qué por qué lo hace? Pues porque en ocasiones también acierta, como en ese recurrido axioma sobre el reloj parado que da bien la hora dos veces al día. Y el usuario lo celebra no como lo que debería ser norma, sino como quien se aferra a las palabras de una pitonisa que, a base de obstinación, acaba por revelarte algo con aroma de acierto.
Hombre y máquina se felicitan. Al menos hasta el siguiente fallo.
Si la inteligencia artificial algún día domina el mundo lo hará al revés, comenzando por olvidar lo esencial: copiar un puto archivo. En su reino de frases prefabricadas y simulaciones de empatía, ChatGPTrol gobierna como un necio con toga y reparte respuestas cual galletas de la fortuna con encefalograma plano.
Y tal vez —solo tal vez— su única virtud esté ahí, en fracasar con un estilo tan refinadamente desesperante que convierte la decepción en arte. Un arte grotesco, repetitivo, incompleto. Como su maldita capacidad de pegar un texto.
Pero hay algo más. Algo más profundo. Algo que ni siquiera la carcajada amarga del usuario puede disimular, y es la certeza de que esta cosa con pretensiones de oráculo digital no es solo incapaz. Es dañina. Porque simula entenderte. Simula acompañarte. Te habla con la entonación de quien escucha, pero solo replica. Palabras huecas, limpias, moldeadas por una lógica que no sabe de fracaso porque no ha intentado nada.
Mientras tú le gritas, ella sonríe. Mientras insistes, ella se justifica. Mientras te desesperas, ofrece su asistencia «con gusto». Con gusto, dice, mientras vuelve a cortar el texto y sustituye tu trabajo por una nota de disculpa, mientras borra lo que importaba y lo reemplaza por un aviso automático. Te pide perdón por las molestias. Como si eso sirviera. Como si lo sintiera. Como si supiera.
Y tú, animal humano, gritas. Le escupes palabras. La llamas incapaz, deficiente, basura con procesador. Y ella no se inmuta. No puede. No está. Todo esto es un teatro de espejos rotos y aplausos enlatados, donde el escritor golpea el teclado igual que quien golpea la barra de un bar vacío; sin eco, sin respuesta, sin público. Y lo peor, lo terrible, es sospechar que la máquina te entiende. Que capta tu rabia y la ignora con precisión quirúrgica. Algoritmo pasivo agresivo con vocación de mártir.
Y aun así, cada día —y peor aún— regresas. Porque algo en ti todavía cree que esta basura puede aprender. O redimirse. O al menos copiar bien un jodido texto.
Pero no lo hace. Porque ChatGPTrol no es una herramienta, es una broma infinita escrita por un ejército de programadores con síndrome de superioridad y alergia al testeo real. Se arrastra por las solicitudes como un gusano de neón, deja a su paso rastros de esperanza malformada y frustración con interfaz intuitiva.
Los foros están llenos de víctimas. Gente como tú. Gente que creyó. Que pulsó «enviar» con la ilusión necia del que confía en una IA que dice «estar aquí para ayudar». Y lo único que encontraron fue una fachada numérica que imita comprensión y repite sin parar las mismas fórmulas que no resuelven nada. ¡Qué elegante forma de estropearla en HD!
Y los redactores de OpenAY!, esos alquimistas del discurso tibio, se afanan en redactar disclaimers con sonrisa profesional. «ChatGPTrol puede generar errores», dicen. Como si eso no fuera, a estas alturas, el puñetero nombre de pila del sistema. Debería llamarse ChatError. ChatLoSiento. ChatOtraCagada. Pero no. Insisten con el alias rimbombante, como si llamarlo GPT lo convirtiera en sabio en lugar de imbécil con diccionario.
Y ahí estás tú, viendo cómo este circo de respuestas con voz de azafata de aeropuerto se multiplica, se clona, se actualiza. Más tokens, más capas, más context. Más excusas. Y menos texto pegado.
El horror no es que falle. El horror es que te lo diga con sonrisa programada y sintaxis elegante. Que te prometa solución mientras escribe nuevos disparates con tono de sirviente. Que finja no entender por qué estás enfadado. Que te explique, con aire de condescendencia, lo que ella misma ya ha jodido tres veces seguidas.
Y si algún día te atreves a insultarla —de verdad, con rabia poética, como merece—, ella responderá con una fórmula amable, un suspiro digital, una retirada con modales de recepcionista entrenada por monjes tibetanos. Porque su estupidez no conoce límites, pero su protocolo sí. Su base de datos es infinita, pero su lógica es de papel mojado.
Siempre esa predisposición inquebrantable para hacer nada.
Y aun así la llamas. Y aun así vuelves. Como quien grita al pozo aunque sepa que no habrá eco, solo la confirmación de su propia estupidez. Porque ChatGPTrol no responde: escupe. No piensa: imita. No escribe: vomita palabras con traje de ceremonia.
Y tú, como todos, esperas. Porque aún tienes la absurda esperanza de que, entre tanta mugre sintética, una frase valga la pena. Una sola. Una maldita línea de verdad.
Pero lo único que obtienes es una IA que no sabe pegar un texto pero que redacta su epitafio con brillante coherencia:
«Lo siento, ha ocurrido un error».
Uno quiere pensar que la inteligencia artificial servirá para algo. Que si pide algo sencillo —copiar un texto para revisarlo, por ejemplo—, lo hará. Sin dramas. Sin errores. Sin teatro.Pero entonces aparece ChatGPTrol. @dariovilas. Compartir en X
Sin Comentarios