Una cámara de los servicios informativos de la cadena Británica Channel 4 graba al periodista Abd Alkader Habak que relata lo siguiente: «Estaba repartiendo comida cuando ocurrió la explosión. Yo estaba reportando lo que sucedía con mi cámara y entonces vi a un niño que necesitaba ayuda y dejé de tomar fotografías. No había palabras para describir lo que veía. Comprobé que el niño respiraba, lo agarré en mis abrazos y corrí hacia una ambulancia. No sé qué fue del niño, salvo que la ambulancia se lo llevó a un hospital de la zona rebelde».

Detrás de esta historia está la reciente noticia de la explosión de una bomba en las afueras de Alepo. Una explosión que tuvo lugar en medio de los convoyes que llevaban a cabo la evacuación pactada entre los rebeldes y el régimen de Siria. La guerra de Siria que algunos han definido como un «Guernica diario».

Esta noticia nos sirve para hablar de la obra El pintor de batallas, que ha podido verse en los Teatros del Canal en fechas recientes. Adaptación al teatro —en la versión y dirección de Antonio Álamo— de la novela del mismo nombre de Arturo Pérez-Reverte. En la obra de Pérez-Reverte —exreportero de guerra curtido sobre todo en conflictos intestinos de los Balcanes—, la historia nos sitúa en un lugar cercano a la costa donde vive un antiguo reportero de guerra —Faulques, interpretado por Jordi Rebellón— que, tras retirarse del fotoperiodismo con cierto prestigio, ha decidido vivir alejado de las bombas, del dolor y de los traumas de la guerra en un faro, una suerte de atalaya, en la que pasa los días pintando. El prestigio que ha alcanzado se debe, sobre todo, a la fotografía en zonas de guerra y en particular a una de ellas que parece haber ganado premios importantes. En esa fotografía ha retratado a un hombre, un tal Ivo Markovic ­—rol que interpreta Alberto Jiménez—, un excombatiente croata al que fotografiaría en pleno repliegue.

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La historia plantea el siguiente detonante: Ivo Markovic tiene que encontrarse con el fotógrafo que le hizo viral, pues su foto ha dado la vuelta al mundo. Y lo consigue. Llega hasta ese faro  —hasta esa suerte de no lugar, hasta ese destierro concienzudo en el que se ha parapetado el exreportero— para rendir cuentas: Markovic no viene a darle las gracias a Faulques, sino a matarlo.

La naturaleza del relato resulta, a priori, atractiva para ser llevado a escena: el encuentro crudo entre estos dos hombres —marcados por la misma mezquindad de las guerras desde ángulos diferentes— y el saber que uno quiere matar al otro, redimir un daño. En principio eso no debería estropear ni desdibujar el pulso que se anticipa por mucho que el desenlace se nos revele. El pintor de batallas puede, visto así, convertirse en un juego de gato y ratón dialéctico; un juego de motivos, de voluntades y puede transformarse en una poderosa metáfora del dilema de los reporteros de guerra y sus daños colaterales. Puede hacernos reflexionar en torno a cuestiones como si un reportero debe usar su tiempo para fotografiar o, por el contrario, para ayudar a un niño a alcanzar una ambulancia. Sobre cuáles son las repercusiones en la vida de una persona capturada en la estática de una fotografía una vez que el clic del disparo ha hecho su trabajo. Jean-François Leroy —fotoperiodista de guerra— decía que los fotógrafos de guerra no ven nada romántico en la violencia del mundo. Quizás es la sociedad la que idealiza o desvirtúa, distorsiona, la percepción de los fotoperiodistas de guerra porque la sociedad hace también sus propios retratos, sus propias capturas de la realidad. Tal es el caso de una famosa foto de Kevin Carter —la de un buitre y un niño desnutrido— que fue entendida por la sociedad a modo de metáfora truncada de lo que estaba pasando en Sudán: el buitre era el capitalismo, el niño era la hambruna y el ojo del fotógrafo no podía ser otra cosa que la mirada indiferente de la sociedad. Carter abandonó la fotografía de guerra y se dedicó, después, a fotografiar naturaleza —su final fue trágico, se suicidó a los 33 años inhalando dióxido de carbono.

El pintor de batallas, en Teatros del Canal

El pintor de batallas, en Teatros del Canal

Uno de los pensamientos de Carter —que bien podría ser también compartido por el personaje de Faulques o por el mismo Pérez-Reverte— era: «Dentro de mí una voz grita: Dios mío. Pero aún es tiempo de trabajar. Afróntalo más tarde». Ese «más tarde» es el epicentro de El pintor de batallas. Es el vergonzante reproche que Markovic encarna frente a Faulques. Ese es el duelo, el porqué uno clama venganza sobre el otro o el porqué uno de ellos se va a un faro, se aísla del mundo y comienza a pintar sus batallas, sus fantasmas, como la única manera de pagar el rescate de sí mismo.

No obstante, y pese a la imaginería que la pieza podría sugerir o evocar, el resultado final es demasiado rectilíneo, sin callosidades, enteramente discursivo y resuelto con falta de brío interpretativo. Dejando claro que los folletos y los programas de mano cuentan que esta adaptación posee el marchamo del aval del propio Pérez-Reverte, a esta propuesta le falta algo. Nada que objetar sobre la escenografía de Curt Allen Wilmer en la Sala Verde de los Teatros del Canal —cuya estética minimalista se centra en una enorme pantalla que hace las veces de enorme lienzo que remeda el Guernica— pero algo sucede con la dirección de actores a los que les ha faltado un feedback mayor que les salvase de un viaje a través de la planicie.

El pulso no queda tirante, no se tensa hasta hacernos incomodar en las butacas. La venganza que Markovic viene buscando no se sustancia más allá de los códigos de un discurso que se apaga y se convierte en más de lo mismo pasados los primeros treinta minutos del montaje. Queremos sentir su rabia, su dolor, queremos empatizar con su cólera pero resulta improbable que esto ocurra. Falta verdad y es innegable que no hay mayor verdad que pueda arrancarse a un alma humana que aquella que nace del que se duele y ha vivido una guerra. Una guerra, además, tan cruenta como la que se dio entre serbios y bosnios.

Al Faulques atormentado de Jordi Rebellón, escrito por Pérez-Reverte, le falta el carisma de un Abd Alkader Habak que dejó su cámara para rescatar un niño en las afueras de Alepo o el impacto reconocible de una fotografía al estilo Kevin Carter. Y al Markovic de Alberto Jiménez, un sentido mayúsculo de su causa, una justificación más próxima y reconocible que la de una suerte de paramilitar que sufrió torturas del bando contrario pues ¿acaso no es eso la guerra?: el humo de la sinrazón que humea desde cualquiera de los bandos enfrentados.

O, quién sabe, quizás no sea eso y lo que nos falta, a cada uno de nosotros, como espectadores es ser menos de eso —espectadores— y reconocer que, muchas veces, también tenemos teleobjetivos —de móviles de última generación, eso sí— en lugar de ojos al lado de la nariz y actuamos más como fotorreporteros de lo escabroso antes que como ciudadanos involucrados en lo que vemos, trivializando el dolor y el sufrimiento —nunca trivializables.

Nos falta, sin duda, comprender que los disparos de una cámara siempre son más sencillos de recibir que otro tipo de disparos en mitad de un conflicto armado.

El pintor de batallas

Autor: Arturo Pérez-Reverte

Director y adaptación: Antonio Álamo

Intérpretes: Jordi Rebellón y Alberto Jiménez

Escenografía: Curt Allen Wilmer

Vestuario: Curt Allen Wilmer

Iluminación: Miguel A. Camacho

Emilia Yagüe Producciones / Minestrone Producción /

Masca Producción / Teatro Calderón de Valladolid

 

Reseña de EfeJota Suárez