Aquellas casuchas estaban vigiladas por unos perros. Unos perros que cantaban las canciones de Víctor cuando sabían que Víctor se acercaba a esas casas para recordar la ceremonia de la dignidad. Aquellas casuchas de San Ignacio forman parte ya de la memoria de algunos vivos y la memoria de algunos muertos.
Aquellos perros entonaban sus aullidos de liebre y los jalonaban de sus ladridos de perros como murmullos de una música anterior a Chile. Anterior a aquellos castellanos, a aquellos andaluces, a aquellos hombres subidos sobre enormes perros a los que llamaban caballos.
En una ocasión, uno de aquellos perros se olvidó de la melodía de la canción de Víctor que cantaban los otros perros. Y lloraba. Lloraba. Lloraba Lidio, que así se llamaba el perro perdido en su propio olvido de lágrimas y perplejidad doméstica.
Lidio había nacido cerca de San Ignacio, en una casa de ricos propietarios muy amigos de la libertad de elegir y poco amigos de la libertad de oportunidades. Ricos a los que Lidio no supo complacer con su complacencia de perro chileno y menesteroso. Lidio se escapó de aquella casa justo el día en que lo iban a matar.
Aquella vez en la que Lidio se olvidó de la melodía de la canción de Víctor que cantaban los otros perros y lloraba, Víctor se acercaba cabizbajo a aquellas casuchas convencido de que lo que le estaba pasando a Chile iba camino de llevar a Chile a todos los lugares del mundo donde la taciturna ceremonia de la dignidad ocupaba un lugar distinguido.
Tal vez por eso Lidio olvidara la melodía de aquella canción de Víctor que los demás perros sí eran capaces de ladrar y aullar y masticar. Porque él, a diferencia de los otros perros, sabía que las canciones de Víctor no iban a ser capaces de evitar que Chile llegara a todos los lugares del mundo donde la ceremonia de la dignidad ocupaba un lugar distinguido. Distinguido y a menudo triste.
Al perro Lidio le faltaban unos años para morirse. Pero cuando Víctor llegó a acariciarle su cabeza de perro suburbial y chileno aquel día en que había olvidado la melodía de la canción de Víctor que los demás perros cantaban a su manera de perros, Lidio recordó de repente aquella melodía y la aulló como nadie, como ni siquiera el mismísimo Víctor habría sido capaz de aullarla semanas después cuando lo iban a matar y él y Lidio lo sabían.
Lidio dejó de llorar. Ya no lloraría nunca más. Solamente aullaría como una liebre chilena aquella melodía de aquella canción de Víctor cada vez que se acordara de la mano de Víctor sobre su cabeza de perro chileno del siglo veinte.
Víctor Lidio Jara Martínez, un cuento de José Luis Ibáñez Salas que, sencillamente, te emocionará. @ibanezsalas #VíctorJara. Share on X
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