Si le preguntásemos a cualquier persona sobre Sherlock Holmes, es probable que nos diga que fue un personaje que era investigador o detective, que fumaba en pipa y que tenía al Dr. Watson de colaborador. Sin embargo, si le preguntásemos quién es su autor, no es improbable que lo ignore. ¿Cómo puede ser que esos seres incorpóreos –mitad papel, mitad palabras–, pero pletóricos de humanidad, hayan supervivido a sus creadores?
No son pocos los teóricos que se han ocupado del personaje literario, desde diferentes puntos de vista, y a la luz de una verdad infranqueable: por más que Frankenstein se presente verosímil ante el lector, jamás lo encontraremos en la cola de la panadería. Cuando cerramos un libro, no nos planteamos si Drácula, Don Quijote, Madame Bovary o Aureliano Buendía existen o no, ni siquiera si son seres posibles. Eso es así.
La construcción del personaje literario y el perfume del autor
Si acudimos al origen griego de la palabra personaje, encontramos que deriva de la palabra persona, que hace referencia a la máscara utilizada en el teatro griego para distanciar la persona –el actor– del personaje. Entonces, ¿es el personaje una máscara del autor? Es, como mínimo, inquietante, y seguro que cada cual tendrá su opinión. La mía es que la escritura –y todas las expresiones artísticas– es una forma de ver la vida desde nuestro propio ser y estar en el mundo, único e irrepetible. ¿Es posible que nuestros personajes lleven en el ADN retazos de nuestras experiencias, frustraciones, anhelos, tristezas o alegrías? «Madame Bovary soy yo», respondió Flaubert cuando le preguntaron por ese personaje tan realista que dio lugar al bovarismo. Ahora, supongamos que tenemos nuestra ficha del personaje (digamos, Juan), y además tenemos claro el porqué de cada una de sus características. Entonces, Juan emprende el camino literario, con su propia mochila, pero inevitablemente, en uno de sus bolsillos, llevará el perfume del autor.
El personaje emprende el camino literario con su propia mochila y el perfume del autor. @NessBelda Share on XKonstantin Stanislawsky, que revolucionó las técnicas de actuación teatral, hacía que los actores tuvieran acceso a una biografía del personaje, que no trascendería al público, pero que permitiría al actor comprender toda su dimensión y alcanzar el estado de otredad. Un personaje literario es un ser fragmentario: los rasgos que el autor mostrará, al igual que el actor de teatro, serán aquellos que contribuyan al desarrollo de la trama.
Ahora bien, ¿es realmente útil ese conocimiento profundo de nuestro personaje, si en realidad es un ser fragmentario? El concepto de que en narrativa nada es casual, todo es causal, también se aplica al personaje: En su pasado, como en las personas, está la esencia de su ser, y, si lo tenemos claro —aunque no lo explicitemos en el relato—, evitaremos cometer errores en la construcción del personaje literario. De ahí en más, las posturas llegan a ser extremas, desde Graham Greene que hablaba de «ese momento fabuloso en el que los personajes comienzan a hacer lo que les da la gana.» y entonces hay que dejarlos actuar, convertirnos en meros observadores, hasta John Cheever que, en una entrevista concedida a The Paris Review (1976), sostenía que «la leyenda de que los personajes se escapan de sus autores —se hacen adictos a las drogas, cambian de sexo, ganan las elecciones presidenciales— implica que el escritor es un imbécil que no tiene el menor dominio de su oficio. Es absurdo.«
En narrativa nada es casual, todo es causal, también en el pasado del personaje, en su esencia. Share on X¿Realmente un personaje puede comenzar a actuar solo y adueñarse de la historia, como dijo Graham Greene? No negaré que me suele ocurrir algo que, si no es eso, se le parece, aunque, invariablemente, las revisiones suelen delatar incoherencias que no responden al principio de causalidad narrativa. En eso le doy la razón a John Cheever. Pero ese soy yo, y quizás sea el momento de pedir una cita al servicio de salud mental. Aun así, mi opinión es que ni Greene ni Cheever. Yo apuesto por la frescura de ese estado de otredad y las revisiones a la luz de las técnicas narrativas.
Grande Nestor, siempre enseñando luz ante el oscuro mundo de las dudas en la escritura.