En una ocasión, Alfred Hitchcock insistió en que sus películas eran «un mecanismo de pequeños enigmas desordenados» y que le preocupaba mucho más el mensaje visual de cualquiera de ellas que el argumento. Una declaración extraña para un hombre que filmó varias de las mejores películas de la historia del cine, pero que coincide sin duda con esa perspectiva suya del cine como un arte tramposo. Para el director británico, el cine es un mensaje elaborado que se asimila desde la forma. Un paisaje enigmático que se crea a partir de piezas sueltas y quizás desiguales en medio de un discurso visual de enorme solidez.

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Alfred Hitchcock: El hombre que imaginó asesinar a Marion Crane 1

La huella del cine de Hitchcock está en todas partes. Desde la visión artística que sustentó en las películas de las vanguardias europeas que devoraba en la London Film Society (y cuyo estilo plasma y redimensiona en la mayoría de sus obras), hasta los trucos visuales que revolucionaron el cine y, sobre todo, la forma de construir un discurso poderoso a partir de pequeños trucos de efecto. Para el director, cada metraje  — cada escena, cada pequeño giro argumental —  era una estructura que debía elaborarse desde la presunción de la sorpresa del espectador. Y para eso, Alfred Hitchcock utilizaba todo tipo de trucos y métodos elaborados, convencido de que el principal objetivo de toda obra de arte  — de toda película —  era la de crear una misteriosa relación entre el público y lo que sucedía en pantalla. Una premisa que lo llevó a experimentar y elaborar todo tipo de técnicas y visiones sobre el cine que aún continúan siendo novedosas.

Para el director nada era excesivo ni tampoco demasiado complicado, en la medida que pudiera complacer su curioso concepto sobre el cine como vehículo de emociones complejas. No solo necesitaba despertar emociones, sino también manipularlas. Y aprendió a hacerlo tan pronto como descubrió que la tecnología rudimentaria de su época podía permitirle elaborar una percepción desconocida tanto sobre el cine como en la forma en la que el público se relacionaba con la experiencia en la sala. Como las treinta y dos capas superpuestas de imágenes en el tramo final de la película Los Pájaros (1963) que combina fotografías reales, dibujos y planos de aves en distinto tamaño para crear lo que Hitchcock solía llamar «el punto de vista de Dios». O cómo logró importantes y trascendentales colaboraciones con artistas de la talla de Len Lye, Julio Le Parc, Pablo Picasso, Salvador Dalí, Christian Dior o Balenciaga, para crear tendencias y especulaciones a partir de diseños artísticos novedosos.

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No obstante, Hitchcock no estuvo solo al momento de crear este particular universo sensorial: siempre le acompañó un talentoso equipo de trabajo que la mayoría de las veces se mantuvo en un discreto segundo plano y que en algunas ocasiones, incluso llegó a escamotear el crédito: buena parte del éxito de sus obras se lo debió al trabajo silencioso y discreto del diseñador Saul Bass, el guionista John Michael Hayes, el músico Bernard Herrmann, el director de fotografía Robert Burks, la figurinista Edith Head y su esposa, la montadora y ayudante de dirección Alma Reville. Pero para el público, sólo existía Hitchcock y el mito de su genialidad. Una imagen movediza y perturbadora en medio de un complicado escenario visual.

Hitchcock siempre fue un personaje en sí mismo, casi tan singular e inquietante como a cualquiera de los que dio vida en el fotograma. Sus críticos más acérrimos le acusaron de despótico, obsesivo e irracional y sus devotos admiradores, de genio y reconstructor del lenguaje cinematográfico. En lo que todos parecían estar de acuerdo es que Hitchcock era, cuando menos, un hombre que estaba decidido a concebir el cine como espectáculo, pero también como enigma, en una extravagante combinación de factores que no siempre fue bien comprendida. Y es que Hitchcock quizás era hombre muy extraño  — le llegaron a llamar desconcertante y peligroso — , pero más allá de eso, era un artista muy consciente de su capacidades y, sobre todo, de su necesidad de brindar un nuevo sentido a la imagen que narra la historia. En una entrevista llegó a decir que el cine (lo que podía mostrar) no le obsesionaba tanto como lo que ocultaba bajo las imágenes.

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El director ejercía un férreo control sobre todos los aspectos  — técnicos y artísticos —  de sus obras. Se obsesionaba hasta con los mínimos detalles, en un intento de recrear su visión de la manera más exacta posible. Sobre todo, sus películas eran elaboradísimas mezclas de simbología y una comprensión sobre el uso de la estética y lo visual totalmente nueva en el mundo del cine. Porque para Hitchcock nada era casual, mucho menos evidente. O intentaba que no lo fuera: Hitchcock estaba convencido de que el cine era una herramienta de enorme valor conceptual, pero también, de profundo contenido simbólico. Y entre ambas cosas, encontró una manera de asumir el valor del riesgo y de la comprensión de la originalidad en un medio relativamente nuevo y, sobre todo, que aún era menospreciado a nivel artístico. Y es que Hitchcock jamás dudó del poder constructor de la visual como objeto artístico a la vez que experiencia comercial. Una visión que brindó a su propuesta una dimensión singularísima y lo encumbró como un pionero por derecho propio. Más allá de eso, Hitchcock también era un artista que estaba convencido del valor de su planteamiento y no dudó en arriesgar lo necesario para obtener lo deseable, combinación en la que casi siempre tuvo éxito.

#Hitchcock estaba convencido de que el cine era una herramienta de enorme valor conceptual y de profundo contenido simbólico e hizo compatibles el arte cinematográfico y la experiencia comercial. Un artículo de @Aglaia_Berlutti. Clic para tuitear

Sin duda, un triunfo de ese Hitchcock obsesivo e inquietante y también el visionario creador. Dos caras de la misma visión de la expresión artística y sin duda de algo más íntimo  — sin duda desasosegante —  que brinda a su propuesta cinematográfica un extraño brillo y esa singular noción sobre el poder de la expresión visual. Un misterio entre misterios, quizás.

 

Un artículo de Aglaia Berlutti

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