Una vez más, Antonio Tocornal, escritor de San Fernando pero afincado en un pequeño pueblo mallorquín, ha demostrado que, cuando su nombre sobrevuela un premio literario, el resto de aspirantes pueden abandonar toda esperanza, como si fueran a introducirse en el infierno de Dante. En esta ocasión, se ha alzado con el I Premio Internacional de Novela Corta Francisco Ayala, con una obra sobre la muerte, contada desde la muerte: Árida, una fantástica creación literaria.

#Árida, de @AntonioTocornal, I Premio Internacional de Novela Corta Francisco Ayala. Una obra sobre la muerte, contada desde la muerte: Árida, una fantástica creación literaria. @Edic_Traspies Reseña: Manuel Rodríguez. Share on X

Debo reconocer, de entrada, que soy un lector entusiasta de la obra del autor. Desde La noche en que pude haber visto tocar a Dizzie Gillispie, libro de vivencias parisinas del jovenzuelo Tocornal, hasta su colección de relatos premiada con el Andalucía de la Crítica y el Setenil, Cadillac Ranch, pasando por la soberbia Bajamares (de las mejores novelas que he leído en la última década) y la exitosa Malasanta, premio Felipe Trigo mediante, me he emocionado con las historias de este literato que se entrevera con artista y flamenco de las letras. Soy tocornaliano.

Partiendo de esa premisa, que conozco la literatura del escritor como si la hubiera parido, he observado este salto mortal con tirabuzón, su novela Árida, intentando (sin éxito) cerrar la mandíbula y controlar la baba por la comisura de la boca. ¿Y eso por qué? Pues porque Tocornal ha cambiado el rumbo, se ha vestido de Rulfo o Faulkner y se ha adentrado en un territorio de lirismo y homenaje, de Pedros y sus Páramos:

«—¿Cómo dice usted que se llama el pueblo que se ve allá abajo?

Comala, señor.

¿Está seguro de que ya es Comala?

Seguro, señor.

¿Y por qué se ve esto tan triste?

Son los tiempos, señor».

A buenos entendedores sobran las explicaciones, pero las daremos. Tanto las novelas de Tocornal como sus cuentos, pequeñas maravillas, se han caracterizado por el hilo argumental diáfano, encadenado a un lenguaje preciso y precioso y a un estilo de amante del castellano, pero con el objetivo principal de contar una historia con principio, nudo y desenlace, canónicamente. El autor siempre ha narrado sobre un tiempo continuo, en busca de su final, con humor y tono desenfadado —a veces— y con dureza y tragedia cuando la historia lo ha requerido, pero siempre transparente para los lectores.

Sin embargo, en Árida, ha dejado atrás esa narración canónica y se ha abandonado a la estructura difusa, fantasmal (valga la bromita), a los tiempos fragmentados, a la concepción rulfiana de muertos que hablan, que escarban por su memoria y nos ofrecen un panorama desolador. No me ha sorprendido tanto la ambientación de wéstern —desiertos, poblados, arena y soledad—, que recuerda el paisaje de una isla desierta llena de lagartos, por ejemplo, como la adopción del laberinto narrativo, la ida y vuelta de tiempos y espacios, con un grupo de zombies que nos desmenuzan sus almas torturadas. Digamos que Tocornal ha viajado desde Mallorca o Cádiz hasta Comala o Yoknapatawpha: hasta Árida.

También cambian los personajes. En toda la obra de Tocornal, sus protagonistas se describen con minuciosidad, a veces con detalles exactos y a veces con elipsis, con mucho ruido o con silencios, pero en Árida los seres literarios resultan evanescentes, criaturas de otro mundo que no tienen fisonomías ni caracteres, fantasmas que flotan sobre los recuerdos. De las carnes y los huesos pasamos al éter y al polvo desértico, de las certezas humanas a las abstracciones espirituales. Seguimos, obviamente, en salto mortal con tirabuzón: del realismo a lo imaginado, de lo tangible a lo simbólico. Esos muertos somos todos nosotros, aunque no son nadie, extraviados, llorando o riendo, agonizando o resucitando, pero siempre buscando una identidad y huyendo de la soledad y del pavor de la existencia.

Eso sí, lo que no cambia en esta última creación del autor gaditano es su amor, pasión por el lenguaje. A quienes disfrutamos de la letras como plato gourmet, y celebramos con alborozo la elección de un sustantivo nutritivo y jugoso, el hallazgo del verbo exacto, la alternancia de frase larga y corta para afilar la narración, cada libro de Tocornal nos supone un banquete, un festín literario. Parece obvio —exigir a los escritores dominio del lenguaje y la sintaxis—, pero no lo es tanto, desgraciadamente. Por eso, cuando un escritor hace bandera del buen castellano, se agradece tanto y se paladea con fruición.

En definitiva, con Árida Antonio Tocornal ha sido valiente y ha abandonado su zona de confort, la historia estructurada, sin renunciar a su esencia, el lenguaje preciso y precioso. Este arrojo viene a confirmar que la naturaleza del autor se construye sobre lo artístico, porque es ARTISTA, y su carácter irredento se reafirma en la búsqueda de otras voces que pongan a prueba su enorme talento, su agudeza humana y emocional. Un gran escritor se identifica cuando se aleja de fórmulas y recetas y escribe lo que le pide su alma literaria. «Cada libro necesita encontrar su tono», eso me dijo el mismo Tocornal hace poco tiempo, y no cabe duda de que Antonio ha dejado que sus Pedros hallaran sus Páramos, su sitio en esta tierra Árida. BRAVO.

«Cada libro necesita encontrar su tono», eso me dijo el mismo @AntonioTocornal hace poco tiempo, y no cabe duda de que Antonio ha dejado que sus Pedros hallaran sus Páramos, su sitio en esta tierra #Árida. BRAVO. @Edic_Traspies. Share on X

Árida

Antonio Tocornal

Ediciones Traspiés

Reseña de Manuel Rodríguez

Fotografía de Mario Caruso en Unsplash

Sobre el autor de la reseña, Manuel Rodríguez

Manuel Rodríguez, nacido en Málaga (1971), economista y funcionario de carrera de profesión, lector de páginas y páginas, desde los tiempos en que creía en los Reyes Magos hasta los actuales, cuando peina canas y ha descubierto que los monarcas de Oriente son los escritores. Aprovecha las redes sociales para desahogar una pasión literaria y para hallar compañía en el solitario placer de los libros.

Bienvenido a la luna, Manuel.

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