Vicente Folgado es un detective rudo, cínico, violento y poco profesional. Una joya, vamos. Pero al final, Folgado es de esos tíos que te hacen sonreír. Si antes no te ha partido la cara. Un relato de Pablo Hernández Pérez que nos mostrará el lado oscuro de… ¿la ley?

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Vicente Folgado contra el lado oscuro de la Fuerza

Estaba sentado en mi oficina, debía dos meses de alquiler y tenía una herida de bala en las costillas que no terminaba de cicatrizar bien. Precisamente me estaba rascando la cicatriz cuando la puerta se abrió violentamente y Darth Vader se precipitó sobre mi mesa.
—¡Folgado, tienes que ayudarme! —me ordenó con su voz metálica. Su respiración agitada y profunda se sentía a diez metros—. ¡Estoy de mierda hasta el cuello!
—¡Eh, espera un momento! —protesté airadamente—. ¿Por qué tendría que ayudarte? ¡Tú mataste a Obi-Wan!
Se quitó la careta. No era Darth Vader, sino Arturo Contreras, un delincuente del barrio que llevaba años entrando y saliendo del trullo por cosas pequeñas: hurto, posesión, estafa…
—Vicente —balbuceó—, hablo en serio, necesito que me ayudes…
Le dije que tomase asiento y se tranquilizase.
—Oí que te habías reformado… —dije por decir algo.
—¡Y lo he hecho! Desde que salí me he mantenido alejado de los problemas, e incluso he estado trabajando para una empresa de catering en plan legal y todo eso. Lo que ha ocurrido es un terrible error. Y lo peor es que me han seguido. Deben estar a punto de llegar…
—¿Quién debe estar a punto de llegar?
—¡La Policía! Creen que yo robé el sable láser…
Saqué el paquete de cigarrillos, le di unos golpecitos y extraje uno. Luego lo prendí con el Flammarion de oro sólido, aspiré lentamente y bufé el humo.
—De acuerdo, Arturo, cuéntamelo todo desde el principio.
—Vale, anoche fui contratado en calidad de camarero para servir en la fiesta de cumpleaños del señor Ferrusola en su casa de la playa…
—¿Ferrusola? Su nombre me es familiar.
—Sí, es un empresario local con mucha pasta. Una revista publicó un reportaje el año pasado a raíz de la compra del sable láser que Darth Vader utilizó en el Episodio V en 1980. Es un fan de la saga de primer orden. Si no recuerdo mal, pagó a George Lucas casi un millón de pavos…

 

Vicente Folgado contra el lado oscuro de la Fuerza. Relato policial de Pablo Hernández Pérez.

Fotografía: Julian Fernandes.

—Al grano, Arturo…
—De acuerdo, el señor Ferrusola guardaba el sable en una caja fuerte dentro de su propio dormitorio. Se dice que nunca lo sacaba de ahí. Sin embargo, la pasada noche lo hizo. Fue justamente después de la cena, cuando uno de los invitados, el señor Soria, sugirió a Ferrusola que mostrase el sable.
—¿Cuántos invitados había en la fiesta?
—Unos treinta…
—¿Nombres?
—Pues, aparte del señor Soria, oí mencionar a Oltra, Navarro… Por lo que me pareció entender, eran amigos del ámbito de la universidad y los negocios con los que compartía su pasión por el cine y Star Wars.
—Prosigue, lo estás haciendo bien…
—Acababa de servir la tarta después de la cena cuando el señor Soria hizo aquella sugerencia, que fue rápidamente aplaudida por todos. Al principio Ferrusola se opuso, pero ante la presión popular subió a la habitación y bajó dos minutos después con el sable. Todos los invitados se agruparon en torno a él. Entonces la señora Samper, su esposa, fue a la cocina para servirse otra copa. Yo me ofrecí a hacerlo por ella, que para eso estaba, pero contestó que no era una inválida y que podía hacerlo por sí misma. Entonces, mientras recogía vajilla sucia de la mesa, escuchamos un grito espantoso. Todos corrimos a la cocina, y al llegar descubrimos a la mujer de pie junto al congelador. La puerta del electrodoméstico estaba abierta y el hielo había desaparecido.
—¿El hielo?
—Sí, las dos bolsas.
—¿Qué fue de ellas?
—Eso es lo extraño. Alguien las había abierto y arrojado los cubitos por una ventana con vistas al jardín.
—¿Quién descubrió que el hielo había sido arrojado por la ventana?
—No lo sé, en medio de la confusión uno de los invitados advirtió que una de las bolsas estaba vacía y arrugada junto a la ventana, y todos nos temimos lo peor.
—¿Una de las bolsas? Antes has dicho que había dos bolsas…
—Sí, la otra no apareció, que yo sepa.
Chupé el cigarrillo y bufé el humo, que partió hacia el techo formando volutas.
—¿Qué pasó después?
—Todos estaban histéricos. El señor Ferrusola me preguntó si sabía qué había ocurrido con el hielo. Le Vicente Folgado, un detective cínico, violento y poco profesional. Un relato al estilo hard boiled de Pablo Hernándezdije que no lo sabía. Preguntó también a Clarita, la otra camarera, pero tampoco sabía nada.
—¿Clarita también fue contratada para esa noche?
—No, Clarita trabaja en la casa a tiempo completo.
—Continúa.
—La señora Samper dijo que se había servido una copa media hora antes y el hielo estaba en el congelador, dentro de las bolsas. Durante varios minutos hubo una gran agitación, fruto del nerviosismo. Una fiesta sin hielo es como una cerveza sin alcohol. Alguien sugirió llamar a la Policía, así que regresamos al salón para telefonear. Y fue entonces cuando Ferrusola descubrió que el sable había desaparecido.
—¿Dónde estaba el sable?
—Lo había dejado dentro de un cajón junto a la mesa. Yo mismo vi como lo guardaba, antes de que todos nos precipitásemos a la cocina.
—¿Qué más?
—Mientras Ferrusola hablaba por teléfono, ayudé a Clarita a retirar la vajilla de la mesa y a llevarla a la cocina. Fue entonces cuando oí hablar al señor Soria en el salón. Se reprochaba así mismo el haberme sugerido para servir en la fiesta.
—¿El señor Soria te sugirió?
—Sí, es el propietario de la empresa de catering para la que he estado currando desde que salí de la cárcel.
—¿Sabía Soria que habías estado en la cárcel?
—Sí, se lo dije el primer día. Pero se lo tomó muy bien. Dijo que todo el mundo merece una segunda oportunidad.
—Sigue.
—Bueno, pues eso, escuché como el señor Soria se lamentaba por no haber puesto en antecedentes a Ferrusola. «Seguramente volvió al salón durante el ajetreo en la cocina y cogió el sable, y ahora lo tiene por ahí escondido». Eso es lo que oí. Lo último que oí, en realidad. Después de eso me asusté, abandoné la casa a toda prisa y he pasado la noche tratando de pasar inadvertido.
—¿Por eso llevabas esa estúpida careta?
—Sí, estaba sobre un mueble en el recibidor. Debe ser de alguno de los invitados. Pensé que así evitaría que los polis me reconociesen. Pero no me ha servido de mucho…
En ese momento escuchamos las sirenas. Corrimos a la ventana y vimos cuatro vehículos de la Policía frente al edificio. Contreras se apelotonó rápidamente contra el rincón, sin ocultar el pánico que le invadía.
—No te preocupes —le dije—. Sin autorización expresa del juez no se atreverán jamás a atravesar la puerta de mi despacho.
En ese momento la puerta se abrió violentamente y entró el subinspector Olivares, del departamento de robos y atracos, bien escoltado por tres de sus perros. Pesaría alrededor de ciento veinte kilos, de los cuales el cerebro solo contribuía con medio miligramo. Su abundante pelo negro y los modales brutos y ordinarios permitirán al lector más culto ubicarlo en los días del hombre mono de las cavernas.
—Vicente Folgado —sonrió maliciosamente—. El detective alcohólico, violento, adúltero, jugador y, ahora también, encubridor de ladrones…
Suspiré. Una vez te haces con una reputación, esta te sigue como un perro a su amo.
—¿Y quién dice que Arturo sea un ladrón? No tenéis ninguna prueba…
Soltó una carcajada como si acabase de escuchar el chiste del año, y a continuación sacó una bolsa arrugada y la exhibió en el aire.

 

Vicente Folgado contra el lado oscuro de la Fuerza. Relato policial de Pablo Hernández Pérez.

Mi tesoro. Bueno, esa es otra historia, ¿no?

 

—Es la segunda bolsa de hielo —me dijo—. La hemos encontrado dentro de la bolsa personal de este hombre. Cuando supo que Ferrusola iba a sacar el sable de la caja fuerte, tuvo la idea de sabotear el hielo para generar desconcierto y desviar la atención. Después del grito de la señora Samper, se apropió del sable y desapareció con mucha prisa…
Miré a Contreras. Su rostro palideció de repente y sus ojos se llenaron de horror.
—¡Eso es mentira! —gruñó—. ¡Yo no saboteé el hielo! ¡Y tampoco robé el sable!
No le sirvió de nada. Dos agentes pusieron las esposas en torno a sus muñecas y lo empujaron a la salida. Antes de abandonar el despacho, se volvió hacia mí con gesto expectante.
—Folgado, ¿me ayudarás?
—Claro —dije—. ¿Tienes pasta?—Folgado, ¿me ayudarás? —Claro —dije—. ¿Tienes pasta?
—He logrado ahorrar algo… Unos cuatrocientos…
—¿Cuatrocientos? Gastos aparte, por supuesto…
No hubo tiempo para más. La puerta se cerró de repente y quedé a solas.
Desde la ventana observé cómo lo introducían en uno de los vehículos y ponía rumbo a comisaría. Allí le esperaba un largo interrogatorio, y después la cárcel.
Regresé a la mesa, chupé el cigarrillo y hundí la colilla en el cenicero junto al que se encontraba la careta de Darth Vader, que me miró suplicante.
—De acuerdo —le dije—. Encontraré tu maldita espada.

Ha desaparecido un sable de luz. Y no ha sido Darth Vader. #relato #hardboiled de @PablHdez Clic para tuitear

El señor Ferrusola y su esposa vivían en una chabola monísima, de dos plantas, en medio de un amplio terreno particular que se extendía a lo largo de centenares de metros de costa. Había un deportivo rojo en la puerta y una piscina con forma de corazón junto a un par de arbolitos adolescentes que precisamente ahora empezaban a dar el estirón.
Reduje ligeramente la velocidad y estacioné junto al bordillo.
Abrió la puerta una de esas asistentas latinas de piel tostada y curvas exuberantes cuya simple contemplación producía en todos los hombres con un mínimo de sangre en las venas una excitación incontrolable. Al encontrarse nuestras miradas me dirigió una mueca lasciva con sus rojos labios carnosos. Yo le respondí con otra mueca, tan sugerente como la suya pero más desafiante. Ella me respondió con una mueca mucho más expresiva que la mía, sacando la lengua y moviéndola de un lado para otro. Yo, cada vez más excitado, pero dispuesto a no ser menos, me froté el pezón derecho mientras ponía los ojos bizcos de placer. Aquella silenciosa exhibición de mímica duró alrededor de quince minutos. Concretamente, hasta que a su espalda apareció una mujer alta y monolítica, con los ojos muy juntos, casi pegados al puente de la nariz, y ojeras que se desparramaban sin control por las mejillas.
Había visto camioneros más atractivas.
Hasta que a su espalda apareció una mujer alta y monolítica, con los ojos muy juntos, casi pegados al puente de la nariz, y ojeras que se desparramaban sin control por las mejillas. Había visto camioneros más atractivas.—¿Qué está ocurriendo aquí? —preguntó, mirándome con desconfianza.
Le mostré la licencia plastificada.
—Me llamo Vicente Folgado —dije—. El señor Contreras ha sido detenido hace media hora.
—¿Han recuperado el sable?
—No, por eso he venido. Quería informarles en persona y ya de paso hacerles algunas preguntas.
Por la expresión de su rostro debía suponer que era poli, suposición que me venía de perlas y contra la que no pensaba hacer nada.
—De acuerdo, mi marido se acaba de levantar. Ha sido una noche muy dura. Le tenía un cariño muy especial a ese sable… —Se volvió hacia la asistenta—. Gracias, Clarita, ya me ocupo yo del señor. Puedes seguir con tus quehaceres.
A modo de despedida Clarita me lanzó otra mirada que por poco me derrite, y luego se perdió por el pasillo, arrastrando mi mirada y deleitándome con el movimiento rítmico de su culo, como si se moviese al compás de una música que solo ella escuchaba.
Seguí a la señora Samper hasta el salón, donde nos reunimos con Ferrusola, un hombre alto, delgado y acuarentado. Tenía los ojos negros y los labios finos y plegados en una mueca de desprecio absoluto.
—El señor Folgado trabaja para la Policía —anunció ella.
Ferrusola me clavó la mirada.
—¿Han encontrado ya a ese hijo de puta…?
—Supongo que se refiere al señor Contreras. Bien, ahora mismo está siendo interrogado en comisaría. No tenía el sable consigo. De hecho no podemos asegurar que él lo robara.
Arrugó la frente.
—¿Pero qué dice? Es un ladrón con un largo expediente, una de las bolsas del hielo saboteado fue encontrada en su bolso personal, e incluso huyó de la escena del robo, lo cual le delata.
—Tal vez —dije tranquilamente—. Sin embargo nos resulta difícil aceptar que un ex presidiario, cuyos antecedentes acabarían conociéndose, robase el famoso sable de luz y se buscase su propia condena escondiendo la bolsa del hielo saboteado entre sus cosas personales.
Hice una pausa, como para darle tiempo a digerir la información.
—No lo entiendo… —dijo por fin.
—Si quiere se lo explico con marionetas. A propósito, ¿cuándo vieron ustedes el hielo por última vez?
—A las nueve y media me serví una copa y el hielo estaba en el congelador —respondió la señora Samper.
Me volví hacia ella.
—¿A qué hora descubrió usted que el hielo había sido saboteado?
—Pues no sé —dijo, y se volvió hacia su marido, que al parecer todavía trataba de digerir la información—. ¿A qué hora fue, querido? —le preguntó—. ¿A las diez?
—Sí, minuto arriba, minuto abajo…
—¿Puedo ver el congelador?
Seguí al matrimonio por un pasillo de baldosas marrones que unía el salón con la cocina. Era espaciosa, de porcelana, acero y formica. Abrí la puerta hermética del electrodoméstico y lo examiné a fondo, pero no encontré nada que pudiera calificar de pista.
Cerré la puerta y me dirigí a la ventana.
—Según tengo entendido el hielo fue arrojado por aquí —dije.
—Así es —confirmó la señora Samper—. Descubrimos una de las bolsas de hielo en el suelo bajo la ventana abierta, y me temí lo peor.
Al otro lado del cristal se hallaba el jardín, y más allá de la arena el horizonte mediterráneo.
La abrí y me incliné sobre el alféizar.
—¿En qué estado estaba el hielo? —pregunté mirando la hierba seca propia de la estación.
La mujer se llevó una mano al pecho, como si el pensar en ello de nuevo le doliese en el alma.
—Estaba derretido, desde luego… Fue horrible.
Me volví hacia Ferrusola.
—¿Conocía al señor Contreras antes de anoche?
—No lo había visto nunca.
—¿Cómo lo contrató?
—A través de un amigo que dirige una empresa de catering.
—¿El señor Soria?
—Sí, estuvo anoche en la cena.
—¿Visitó el señor Soria la cocina en algún momento?
—No, no, estoy seguro que no. Se presentó a eso de las ocho, y no se despegó de mí hasta los terribles hechos ocurridos aquí en la cocina. No sospechará de él…
No contesté a eso. Pregunté:
—¿Quién entró en la cocina entre las nueve y media y el momento en el que usted descubrió el sabotaje?
Ferrusola negó con la cabeza. Luego miró a su mujer.
—¿Viste tú a alguien…?
—No, a nadie, salvo a Clarita y al camarero. Pero Clarita lleva con nosotros ocho años y está fuera de toda duda. Créame, ella está al margen de todo.
Pensé que su belleza exótica también estaba al margen de la realidad, pero lo dejé correr.
—¿Pudo algún invitado deslizarse hasta el salón y robar el sable durante los minutos que duró la confusión en la cocina?
—Me temo que sí. La confusión fue monumental. Recuerdo bien que mi mujer y yo nos mantuvimos el uno al lado del otro todo el tiempo, pero al margen de nosotros mismos, cualquiera pudo hacerlo.—¿Sospecha de alguien? —Del camarero, por supuesto. —De acuerdo, supongamos que lo robó él. ¿Para qué querría el sable? ¿Para venderlo en el mercado negro de frikilandia?
—¿Sospecha de alguien?
—Del camarero, por supuesto.
—De acuerdo, supongamos que lo robó él. ¿Para qué querría el sable? ¿Para venderlo en el mercado negro de frikilandia?
—Tal vez. Algunos coleccionistas encuentran interesante la mercancía robada. Les gusta el riesgo que implica, y además el precio es muy inferior al del mercado legal.
—¿Habla por experiencia?
—No diga bobadas…
—¿Qué valor puede tener el sable?
—Pagué a Lucas un millón hace un año. Supongo que el ladrón puede venderlo por una cuarta parte de eso, quizá algo más. Tenga en cuenta que ese sable es único. Con él, Darth Vader derrotó a Luke Skywalker durante la Guerra Civil Galáctica. Tras el duelo Vader reveló a Luke que él era Anakin Skywalker, su padre. —Observé que sus ojos se humedecían con la reminiscencia. Luego me miró sólidamente—. Escuche, ¿cree que hay alguna posibilidad de recuperarlo?
—Tal vez. Ahora necesito pensar. Gracias por la información.
Abandoné la chabola y me dirigí al Porsche. Mientras atravesaba el jardín miré el cielo sobre el mar. Estaba azul y claro, pero yo tenía la cabeza llena de negros nubarrones.

De vuelta al despacho, hice un alto en el locutorio de Omar y consulté en las redes sociales los perfiles personales de algunos de los invitados a la fiesta. También consulté el parte meteorológico del día, el cual pronosticaba temperaturas bajas y similares a las del día anterior.
Antes de subir al despacho entré en el Eroski de la esquina y compré Doble V y dos bolsas de hielo.
Encontré algunas cartas en el buzón. Las subí conmigo y las arrojé a la papelera. Luego me quité las zapatillas dando una patada al aire, me serví un whisky y me pasé la tarde tirado en la silla, bebiendo, fumando y pensando, todo al mismo tiempo, para que luego digan que los hombres no somos capaces de asumir diversas tareas simultáneamente.
A eso de las nueve saqué las bolsas de hielo del congelador y las metí en la neverita azul que llevo siempre a la playa. Luego abandoné el despacho y conduje de regreso a la chabola de Ferrusola y señora. La mano de la verdad estaba cerniéndose sobre algo, pero no sabía a quién iba a agarrar y arrastrar consigo.
Al pasar con el Porsche por delante de la casa reduje ligeramente la velocidad. Tras las cortinas del primer piso se veían luces encendidas.
Seguí hasta el final de la calle, giré a la derecha, estacioné junto al bordillo y consulté el reloj: faltaban cuatro minutos para las nueve y media. A continuación abrí el maletero, me guardé la linterna en el bolsillo, saqué las dos bolsas de hielo de la neverita y miré a un lado y a otro, pero la calle estaba tan desierta como el cerebro de una ostra.
Caminé hasta la casa, donde las luces seguían encendidas. Rodeé la propiedad y salté la verja por la parte de la cocina, advirtiendo que en ese lado las luces estaban apagadas.
Me aproximé sigilosamente a la ventana y miré a través de ella, pero no vi movimiento. Abrí las bolsas y vacié el hielo sobre la hierba, allí donde el saboteador había hecho lo propio veinticuatro horas antes. Después volví al Porsche y prendí un cigarrillo.

 

Vicente Folgado contra el lado oscuro de la Fuerza. Relato policial de Pablo Hernández Pérez.

Luego da la vuelta y pasa por el centro.

Mientras fumaba miré los altos edificios, y sobre ellos la luna llena. En ese momento un avión comercial la atravesó dejando a su paso una cicatriz espumosa. Los meteorólogos las llaman estelas de condensación. Los chiflados, chemtrails. Me pregunté si yo mismo sería un chiflado al creer en la inocencia de Contreras…
Media hora y cuatro cigarrillos después abandoné de nuevo el Porsche, regresé a la casa, me aproximé a la ventana de la cocina y alumbré el césped marrón con la linterna. El hielo apenas había sufrido cambios. La mayor parte de los cubitos conservaban su volumen.
Entonces percibí un ruido a mi espalda y al volverme apunté con la linterna a Ferrusola, que rápidamente torció el gesto al quedar cegado.
—Eh, ¿quién es usted?
—Nadie —dije—. Solo el sonido de una lágrima al caer.
—¿Qué está haciendo en mi jardín?
Me volví y regresé sobre mis pasos.
—¡Eh, espere, voy a llamar a la Policía…!
Salté la verja, regresé al Porsche y salí zumbando como un murciélago escapado del infierno.

Más que un detective, un outsider. No te pierdas el relato policial con más mala leche. @PablHdez Clic para tuitear

Soria vivía en un hermoso edificio marrón del casco antiguo. Llamé a varios timbres hasta que alguien abrió. Una vez arriba, me aproximé a la puerta y apoyé el oído en la chapa. Percibí risas y un fino hilo musical. Al llamar con los nudillos, las risas y la música cesaron de golpe.
Alguien preguntó desde detrás de la puerta:
—¿Qué desea?
—Tan solo hacerle unas preguntas.
Silencio. Y luego:
—Aguarde un momento.
Percibí el ruido de una puerta que se cerraba en alguna parte, y luego la puerta de entrada se abrió. Era el mismo hombre que había visto en el ordenador del locutorio de Omar: alto, atlético y tostado por el sol. Presentaba manchas de carmín en cuello y cara, y el batín rojo que portaba parecía arrugado y puesto deprisa y corriendo, detalles que resultaban altamente sospechosos.
Pensé que a lo mejor estaba celebrando algo, pero evité hacer comentario alguno.
—¿Quién es usted?
Han Solo —dije, y le mostré la licencia—. Estoy investigando el robo de un sable de luz propiedad de su—¿Quién es usted? —Han Solo —dije, y le mostré la licencia—. Estoy investigando el robo de un sable de luz propiedad de su amigo Ferrusola. ¿Podemos hablar? amigo Ferrusola. ¿Podemos hablar?
—No sé… estaba a punto de acostarme…
—Solo le entretendré cinco minutos —mentí—. Además, lo que tengo que decir le atañe directamente.
Una profunda arruga de contrariedad le surcó la frente.
—De acuerdo —consintió—. Pero solo cinco minutos.
Le seguí hasta el salón, que contaba con muebles Luis algo, una estantería enorme y a medida con gran variedad de libros de cine y novelas de ciencia ficción, y una lámpara de hierro y cristal en forma de libélula. Soria tomó asiento en el sofá mientras con el pie intentaba apartar de mi vista unas braguitas de lencería fina. Yo tomé asiento en una silla frente a él, fingiendo no haberme dado cuenta.
—Y bien, ¿qué es lo que desea exactamente, señor Folgado?
—El sable de luz, naturalmente.
Al decir yo aquello, me miró como si observara a una criatura que acabase de emerger de un agujero después de una lluvia intensa.
—El sable de luz fue robado por un ladrón llamado Arturo Contreras —dijo con calma bien disimulada—. Creí que estaría al tanto de la situación…
—La situación ha cambiado en la última media hora.
—¿De qué habla?
—Es sencillo: usted conocía los antecedentes de Contreras, y fue usted quien logró que su amigo Ferrusola lo contratara para la fiesta, de manera que cuando el sable fuera robado, las sospechas recayeran sobre él.
Recogió los labios dejando al descubierto la dentadura como las fieras cuando amenazan.
—Tiene usted muchos huevos para acusarme de una cosa así en mi propia casa…
—Bah, solo un par. De cualquier forma usted quería el sable, vio la película de niño y fantaseaba con abrazar el Lado Oscuro. El problema es que Ferrusola lo guardaba en la caja fuerte, así que su única opción era lograr que lo sacara de allí. Por eso le sugirió durante la cena que lo mostrara, confiando en el apoyo del resto de invitados, que eran casi tan frikis como usted.
—No dice más que tonterías…
—Casi todo el tiempo, pero no ahora. Con el sable fuera de la caja fuerte, lo único que le quedaba por lograr es que dejara de ser el centro de todas las miradas. Así que se le ocurrió la idea de sabotear el hielo. Sabía que eso causaría la confusión necesaria para que Ferrusola se olvidara del sable durante un momento.
—Se equivoca, yo no abandoné el salón desde que entré en la casa, así que no pude sabotear el hielo. Ferrusola y el resto de invitados se lo podrán decir.
—¿Y quién dice que usted saboteó el hielo? Usted solo planeó el sabotaje. Quién ejecutó el plan fue su cómplice.
Sonrió nerviosamente.
—No sé de qué cómplice está hablando…
—De alguien de la casa, por supuesto. Sin duda una mujer. Probablemente la propietaria de esas braguitas que ha apartado con el pie cuando he entrado en el salón. Por cierto, ¿dónde la ha escondido? ¿Debajo de la cama? ¿En el armario? Confiese, señor Soria, es inútil seguir negando la evidencia…
Se puso en pie de un brinco y se llevó una mano al pecho, como si estuviera a punto de sufrir un ataque al corazón.
—En esta casa no hay ninguna mujer… —juró.
—Entonces seguro que no le importa que eche un vistazo a su habitación…
Me miró con ojos fríos como aniones. Seguía con la mano en el corazón, al parecer esperando el infarto.
—No me gusta lo que insinúa, señor Folgado…
—Sobre gustos no hay nada escrito.
—Es usted un maleducado. ¡Abandone mi casa inmediatamente!
—Me iré, pero no sin el sable.
—No me gusta lo que insinúa, señor Folgado… —Sobre gustos no hay nada escrito.No aguantó más. La mano que se había llevado al corazón se coló bajo el batín y reapareció empuñando el sable de luz. Sucedió en cuestión se milésimas. Lo activó y una hoja de energía escarlata brotó de él. A renglón seguido lo levantó sobre su cabeza y trató de exterminarme, pero volé sobre él y logré agarrar su muñeca con las dos manos en el último suspiro. Tuve suerte, aunque el sable me acarició el brazo derecho en el momento en el que se la retorcía. Saltaron chispas, y a continuación sentí un calor abrasador. La habitación se llenó de olor a carne chamuscada. Soria gimoteó de dolor y soltó el sable, que hizo un ruido metálico al caer al suelo. Una vez desarmado, solté su muñeca y le arreé brutalmente con los nudillos en el mismo puente de la nariz, haciendo crujir huesos y cartílagos y manar sangre a chorretones. Las rodillas se le aflojaron como si fueran gelatina y se derrumbó como una pared de ladrillos.
Evalué la quemadura por encima del codo. Escocía horrores, pero acabaría cicatrizando.
Recogí el sable y lo desactivé con extremo cuidado antes de metérmelo en el bolsillo de la chupa. Se decía que si no se estaba en perfecta sintonía con el arma, esta podía ser tan letal para el enemigo como para su portador.
Soria dijo:
—Bestia, me ha destrozado la nariz…
—Pues eso no ha sido todo —le advertí, y a continuación di dos pasos rápidos en su dirección y le arreé una patada brutal en las tripas.
Sonreí. Por si aún no se han dado cuenta, ser simpático con mis enemigos no es una de mis virtudes.
Saqué la Llama y me dirigí a la habitación con precaución. La puerta estaba cerrada por dentro. Le pegué una patada y la arranqué violentamente de sus goznes. Sobre la cama yacía una mujer desnuda, pero no la latina de curvas exuberantes que están imaginando, sino otra más alta y monolítica, con los ojos muy juntos, casi pegados al puente de la nariz, y ojeras que se desparramaban sin control por las mejillas.
Al verme saltó desbocada de la cama, atravesó la puerta y cayó junto a su amante.
—Oh, mi amor —dijo meciendo su cabeza entres sus pechos desnudos—, ¿qué te ha hecho este monstruo?
—Me temo que nos ha descubierto… —dijo él.
—Lo sé, lo he oído todo, pero no me importa. Seguiré a tu lado pase lo que pase. —Se volvió en mi dirección y me observó con un gesto de odio que le desfiguraba la boca. Dijo—: Desde el momento en que se presentó en casa esta mañana supe que nos traería complicaciones. ¿Cómo descubrió que yo saboteé el hielo?
—Muy fácil, usted afirmó que a las nueve y media se sirvió una copa y el hielo estaba en el congelador, y sin embargo a las diez el hielo fue encontrado, según todos los testigos, fundido en el jardín, lo cual es imposible.
—¿Por qué?
—Porque sometí a ensayo su versión de los hechos y el hielo apenas se descongeló en media hora, lo cual significa que el sabotaje se produjo antes de las nueve treinta. Dado que su historia era falsa, quedaba caro que fue usted quien saboteó el hielo y escondió una de las bolsas entre los enseres personales de Contreras para incriminarle, antes incluso de la llegada de los invitados.
—Yo…
—No tiene que explicar nada, la cosa está clara: usted amaba con locura a Soria, y Soria amaba con locura el sable de luz. Era solo cuestión de tiempo que ocurriera.l
Las comisuras de sus labios se vinieron abajo en un gesto inconsciente de derrota.
Saqué mi Flammarion de oro sólido y prendí un cigarrillo mientras telefoneaba a Olivares.
Era un momento triunfal.
Solo faltaba John Williams para ponerle música a la noche.

 

Vicente Folgado contra el lado oscuro de la Fuerza, un relato de Pablo Hernández Pérez

Pablo Hernández Pérez (Valencia, 1978) cursó estudios en el Gremio Patronal de Joyeros de Valencia. Fue probablemente su relación con el mundo del oro y los diamantes lo que le llevó a fantasear primero y a escribir después sus primeros relatos de género negro. En 2012 su relato El hombre más fuerte del mundo resultó ganador en el II certamen de relatos brevísimos Mimosa: Homenaje a la Novela Negra. Desde entonces trabaja en una serie de relatos —de los cuales, cinco han sido publicados en  Revista Calibre 38— protagonizados por Vicente Folgado, un detective privado que haría sonrojar de vergüenza a sus compañeros de profesión por tener que admitir que se dedican al mismo oficio.