La mudanza de los condenados, de Natalia Andújar, es un relato de finalización del Curso online de Técnicas Narrativas impartido por Néstor Belda.

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La mudanza de los condenados

Estaba sentada en la escalera del edificio, con la cabeza apoyada en las manos, repitiéndose, una y otra vez, que no se derrumbaría, que debía resistir como fuera por su familia. Pero ¿cómo? Levantó la cabeza buscando una respuesta en la oscuridad. Entonces, oyó unos pasos. Hubiera querido levantarse y salir corriendo. Hubiera querido estar en su casa, saludar a los mayores, como todas las mañanas, cuando iba de camino a la peluquería donde trabajaba, y comer cacahuetes con las vecinas por las tardes. Hubiera dado la vida por ver el rostro de su madre. Pero sus piernas no le obedecieron. Dejó caer de nuevo la cabeza y se echó a llorar. En ese momento, se encendió la luz y una mano suave le tocó el hombro.

—¿Qué te ocurre, m’hija? ¿Puedo ayudarte?

Era una mujer menuda, cuyo rostro, marcado por la vida, invitaba a confesar.

—Mi marido… Le ha pasado… Le ha pasado algo a mi marido.

—¿Quieres que vayamos a ver?

Atravesó el piso a tientas, detrás de la anciana, indicándole el camino con el índice. El incienso perfumado, mezclado con las raíces y las resinas, se fundía lentamente entre las cenizas aún calientes.

Entraron a un dormitorio en penumbra. Un hombre yacía muerto en la cama, cubierto con una manta de colores vivos. La abuela dijo que había que llamar a la policía de inmediato. Ella se negó. Le suplicó que esperara un día. Que sus papeles dependían del marido y que se acababan de mudar. La anciana no entendía nada. Hablaron de los problemas que acarrearía esperar. «Solo será un día», insistió. Lloraron y gritaron hasta que la recién viuda pronunció las palabras definitivas: «¡Me va la vida en ello!».

M’hija, ¿cómo te llamas?  —preguntó la anciana.

—Mame. ¿Y usted?

—Soy Valeria. Vivo en el quinto.

—Valeria, ¿le puedo pedir… otro favor?

La anciana la miró con ternura y aprensión.

—Mañana vienen los del ayuntamiento… Vienen a ver el piso… ¿Usted cree que podríamos esconderlo… en algún sitio?

—Yo vivo sola; aunque no me hace mucha gracia tener a un muerto en mi casa.

—Solo será un día, se lo prometo.

El amarillo destacaba sobre un fondo verde limón tejido a mano. Mame agarró la manta como quien se agarra al filo de una cornisa antes de caer al vacío. Se vio a sí misma en su noche de bodas, en la cama, junto a su marido. Estaban riendo y compartiendo la comida del cuenco de calabaza debajo de la manta colorida. Le pareció oír a sus cuñadas cantando canciones de amor en la habitación conyugal, al son de las palmas. Sin mediar palabra, Valeria acarició los nudillos desgastados de Mame. La apartó con cuidado y empezó a enrollar el cuerpo en la improvisada mortaja de colores, canturreándole a la muerte. Valeria le pidió que tirara de los pies mientras que ella cargaba el peso de los hombros. La coordinación debía ser perfecta y, sobre todo, silenciosa. Fueron directamente al ascensor. Los pies sobrepasaban la altura de Valeria. Los hombros, en cambio, le llegaban a las rodillas de Mame. Se percataron de que no cabía en esa posición. Entonces, pusieron el muerto en el suelo. Valeria lo cogió por los pies y le indicó a Mame que lo asiera por los hombros. Mientras se afanaban en meterlo en el ascensor, se apagó la luz. Lo levantaron como pudieron, hasta que por fin consiguieron ponerlo de pie. Mame abrazó con fuerza la silueta. Uno de los brazos inertes le rozó el vientre, tal y como lo había rozado tantas veces. De repente, se oyeron unos gritos a lo lejos. Valeria reconoció la voz del vecino del segundo. Empezó a girar sobre sí misma, como si estuviera en trance. De inmediato, Mame aplastó el cuerpo contra el fondo del ascensor.

—¡A ver si tienen más cuidado, joder! ¡Que son más de las doce!

—Lo lo siento, seeeñor Cortés —dijo Valeria.

El señor Cortés siempre estaba despierto de noche, alimentándose de los sonidos de las paredes chivatas. Era capaz de desplazarse por el edificio a oscuras, únicamente con la ayuda de sus propios chillidos. Los vecinos creían que su obsesión por saberlo todo le venía de cuando trabajaba en la Guardia Civil, antes de jubilarse.

Por fin, llegaron a su destino. Dejaron el muerto en el recibidor, al lado de una cómoda en la que había varias fotos de unas familias que le sonreían al horizonte lejano.

—¿Cuánto tiempo hace que llegó a Barcelona? —preguntó Mame.

—Llevo aquí media vida. Estuve muchos años viviendo en la casa de la señora.

—¿De la señora?

Valeria señaló con el dedo a una mujer que aparecía con unos niños en una de las fotos.

—Estaba interna en su casa. Limpiaba, cocinaba… Yo crié a sus hijos, ¿sabes? —Valeria rebuscaba las palabras en el silencio—. De lo que más me arrepiento es de no haber visto crecer a mis hijos. Intenté traerme a la mayor conmigo, pero la señora no me dejó y, con lo que me pagaba, no me llegaba para alquilar un piso —dijo con una mezcla de nostalgia y dureza en la mirada.

—Yo pensaba que en Europa nuestra vida sería más fácil.

M’hija, aquí no vivimos, sobrevivimos.

Mame dio un suspiro entrecortado. Miró hacia la manta de colores.

—Ahora estoy bien. Mis hijos me ayudan con el alquiler. Cada mes me envían dinero. Mariela se casa dentro de un mes. Dice que me mandará las fotos de la boda —dijo Valeria y prosiguió, antes de que Mame pudiera preguntarle nada—: Yo no puedo ir. Tengo que seguir un tratamiento. El médico me dijo que si lo dejo, no viviré ni dos meses.

—Pues ese día le haré el peinado más bonito del mundo. Ya verá, Valeria. Y la maquillaré como a una estrella de Hollywood.

El cielo de Barcelona era un enigma para Mame. Se quedó hipnotizada, buscando, a través del ventanal, algún indicio que le asegurara que detrás de las luces de neón había estrellas. Eso la entretuvo durante una hora. Volvió a mirar el reloj. Los del ayuntamiento no tardarían en llegar. El olor a raíces y resinas se había impregnado en las paredes del piso, cubiertas por un manto oscuro. La puerta de la entrada empezó a temblar; al principio, de manera imperceptible, hasta que el temblor se hizo patente. Se abrazó el vientre, encorvada, intentando calmar la respiración. Puso una oreja contra la madera. Entre las voces graves que se acercaban, distinguió los chillidos del señor Cortés.

«El cielo de Barcelona era un enigma para Mame. Se quedó hipnotizada, buscando, a través del ventanal, algún indicio que le asegurara que detrás de las luces de neón había estrellas». #InmigraciónIlegal. Un relato que debes leer. Clic para tuitear

—Ya hemos llegado. Tenemos que bajar —dijo un hombre que estaba sentado al lado de Mame, en el avión.

Parecía como si acabara de resucitar. Se puso a reptar lentamente, arrastrando su cuerpo entre los dos asientos contiguos. Consiguió llegar hasta la ventanilla. Miró hacia arriba y vio que las estrellas estaban preñadas de luz. Debajo de la mordaza, sus labios esbozaron una sonrisa por primera vez desde hacía mucho tiempo.

—¿No me oyes o qué? Te he dicho que tenemos que bajar.

Después de que se la llevaran las voces graves, la metieron en una sala. Un señor con una bata blanca, inmaculada, daba instrucciones: «Diazepam para todo el grupo. No queremos que nadie se haga daño, ¿verdad?». Y en el suelo, unos hombres se retorcían y lloraban en silencio.

El hombre que la custodiaba cortó la cinta adhesiva que le ataba los pies y le ordenó que avanzara sin montar un numerito. «No quiero tener problemas», dijo en un castellano impecable. Lo difícil no era volver a casa, sino saber que volvía más sola de lo que se fue.

Dos meses más tarde, Mame estaba con las vecinas y con su madre, comiendo cacahuetes con desgana. Mientras charlaban de los familiares y conocidos que se habían ido a Europa, de la tía Astou, que había dado a luz a su sexto hijo, y de la organización del bautizo, las vecinas decidieron que Mame se encargaría de peinarlas y maquillarlas a todas.

Un señor con un paquete apareció en la esquina de la casa de enfrente. Se dirigió hacia el grupo de mujeres hundiendo los pies en la arena fina.

—¡Es para Mame Faye! —dijo con una entonación de pregonero.

Era de Mariela, la hija de Valeria. Mame agarró el paquete como quien se agarra al filo de un precipicio. Su madre se acercó y le tocó suavemente los nudillos estropeados.

—¿Lo vas a abrir o no, Mame?

Rompió el envoltorio a toda prisa, con una sensación de vértigo. Encontró la manta de colores vivos y una foto de Valeria sonriendo, maquillada como una actriz de Hollywood, junto a una pareja de novios.

 

La mudanza de los condenados

©Natalia Andújar

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