Quienes conocemos a Gregorio Dávila de Tena sabemos de su excelente trayectoria literaria, avalada por los premios concedidos: Alma de renacuajo, Premio de Poesía García de la Huerta 2017; Hebra de luz. Ejercicios sobre el Cántico, Premio de Poesía Pepa Cantarero 2018; Diputación de Jaén; Madre del agua. Por las huellas del Tao, XXII Premio de Poesía Eladio Cabañero 2019; Un temblor en las encinas. Biografía de una mirada, premiado en el I Memorial Ana del Valle, poesía, 2021; y con Un hombre que no conoce Nueva York ha obtenido el VIII Premio de Poesía Juana Castro.

Sus lectores pueden apreciar en este nuevo poemario, Un hombre que no conoce Nueva York, notables cambios en su poesía, tanto de forma como de contenido. Un autor, que empezó en el haiku, expande y desarrolla ahora el poema, lo extiende hacia la reflexión (siempre omnipresente, pero de un modo más esencial, pues podemos decir que la suya es una poesía reflexiva, de pensamiento) y argumentación, abierto a las propias vivencias y biografía. Para Heidegger el lenguaje era la casa del ser y morada del hombre, «el lenguaje construye al hombre». Si bien todo existe, aunque nosotros no conozcamos su nombre, el lenguaje nos ayuda a aproximarnos, percibir y comprender mejor la realidad y a nosotros mismos. Sí, nos viene como anillo al dedo la frase de Wittgenstein: «Los límites de mi lenguaje son los límites de mi mundo». Y qué género más vinculado a nuestra intimidad que la poesía, sin desatender lo colectivo y social, que también constan en este libro. Ya lo decía Sócrates con lo de conócete a ti mismo.

Gregorio en todos sus libros nos demuestra que es un excelente lector, pues en ellos entabla un diálogo con sus autores preferidos. En esta ocasión, como indica su título, hace referencia a Poeta en Nueva York de Lorca, Cuaderno de Nueva York de José Hierro y Diario de un poeta recién casado de Juan Ramón Jiménez. No obstante, nos encontramos versos de Sharon Olds, César Vallejo, Julia Otxoa, Pablo Neruda, Félix Grande, Saint-John Perse, Chantall, Luis Rosales, Antonio Machado, Salvatore Quasimodo o Roberto Juarroz, entre otros. Y no solo poetas, también con filósofos como Camus o Nietzsche.

Un hombre que no conoce Nueva York no solo es un homenaje a todos estos poetas, también se reflexiona sobre el conocimiento a través de la lectura. Nueva York puede representar todo aquello que no conocemos por nosotros mismos, lo que no hemos vivido:

«Un hombre/ que no conoce Nueva York, / un hombre que recibe libros, / recita poemas / y acude a conferencias / donde se habla de Nueva York».

Un hombre que no conoce Nueva York. Gregorio Dávila de Tena

Nos dice en su primer poema, Poeta sin Nueva York. Un saber que nos llega, como decía Quevedo, al escuchar con los ojos a los muertos. Nueva York, símbolo de modernidad, de la crueldad del capitalismo, el sufrimiento, la existencia con sus diversos colores y matices, lugar propicio para la crítica social.

De lo que aprendemos a través de la lectura y de los otros a transitar por el propio pasado y su memoria, este es el trayecto que recorre. Y empieza de la mano de los versos de Sharon Olds, pertenecientes a su poemario El padre, los cuales le llevan a mirar —pues siempre cuesta porque siempre duele— los últimos momentos de su padre. Hermoso y emotivo este poema dedicado al padre, La última madrugada, en el que no deja de lado los cuestionamientos, preguntándose si vivimos en la vida o en la muerte, en la sombra o en la luz. La incertidumbre y la duda. A partir de aquí, afloran recuerdos de la infancia, la asistencia al parto de su madre, la extrañeza de todo para el niño, la constante nostalgia y elegía por lo maternal.

Hay una toma de conciencia de uno mismo y de sus conductas (en el poema Amor fati), cómo intentamos escapar del dolor, actitud que dificulta la comprensión de estos versos: «el dolor me ha hecho eterna», de Rosario Castellanos; o el de Hierro, «llegué por el dolor a la alegría». En cambio, nuestro autor «de pequeño abría ventanas en los muros / para codificar el paisaje / y desaparecer».

Su poema El bello mundo, con estructura o forma de carta, supone la respuesta del autor a Francisco Javier Navarro Prieto tras la lectura del poemario de este, El bello mundo. Y su confirmación de las ofrendas que este mundo puede regalarnos.

En su segunda parte, La niebla que somos, procura aprender de la naturaleza y de los animales; vuelve tras sus pasos a los momentos de felicidad, con su padre o con la amada, a su infancia; siente que todo el tiempo y su pasado se funden dentro, y ahí estarán, como un espejo o un sueño al que asomarse. Llevar consigo el gozo de los quince años cuando el paso del tiempo nos tambalea.

Y como en una pesadilla, el miedo y la angustia, buscando el consuelo del lenguaje —la catarsis de Aristóteles cuando hablaba de la tragedia y que nosotros podemos extrapolar a la poesía—, la lluvia que sana la memoria. Como telón de fondo, la pandemia y sus estragos, que salta a la palestra en su poema Cuarentena, testimonio de esta inquietante (y para muchos) trágica situación.

Mandarinas, su último capítulo, versa sobre la escritura. «No busco tener una lengua propia», nos dice en su poema Temblor, sino saber transmitir la vida, su emoción y alegría, de un modo sugerente, sutil, con suma hondura. Que la escritura le ayude a descubrir, tal como escribió Antonio Machado, «unas pocas palabras verdaderas». Ardua tarea cuando nos podemos perder en el eco de los otros o por los pasillos del artificio; sentir la poesía como belleza, refugio, casi un sueño, que provoque el encuentro con la anhelada ataraxia de los griegos e imposible de mantener en todo momento. ¿Qué nos trae la poesía? Profundización, conocimiento interior, cobijo, nos enseña a apreciar la belleza; pero también —nos incide— tomar conciencia de nuestra hambre:

«A veces palpas el hambre / (la respiración es hambre dice Rojas) / y ves la geometría del poema / su respiración».

Un hombre que no conoce Nueva York. Gregorio Dávila de Tena

Volver a la raíz, un poema en el que hace expresa referencia a Juan Ramón Jiménez, refleja la dificultad de la escritura, el misterio de la creación, el capricho de las musas. No hay ninguna fórmula mágica o secreta. No sabes cuándo, por dónde, cómo viene un buen verso o un buen poema. Subyace un deseo de comprender lo más originario nuestro, con la intuición de un gato, pero no logra finalmente que sus raíces alcen ese vuelo.

En Husos se plantea el tema de la identidad ¿Quién es el yo que escribe? «Perder el mí en la tinta que escribo, perderme en el blanco de la página, ¿Y quién se pierde?». Un poema en el que yuxtapone sus pensamientos con los actos cotidianos que realiza en el día, a modo de collage. «El yo es una galería de cuadros que dan sensación de estabilidad». Al igual que Chantall en su poema Escribir, también concibe que la escritura procede de la herida y supone la ceniza de Valente: «Pintar de ceniza los caminos de la razón».

Y para qué escribir, tal vez para obtener el mismo gozo de cuando éramos niños, a fin de buscar la comunión con el lenguaje, la inocencia primera, para saber de nuestras cenizas, para habitar como Adán el Valle del Paraíso y sentir su catarsis «con empeño y lucidez / con piedad» , para reconocer al amor, para sentir el verdadero significado de los nombres.

La creación no deja de ser una fórmula combinatoria de lo ya creado y es común que el escritor no esté satisfecho con su obra, sufra los límites del lenguaje y se sienta «…como urraca voy / con la risa entre los naranjos». Y si él es una urraca, qué no seremos los demás, me digo sobresaltada.

Como dice Sara Castelar en su prólogo, es un poemario donde sucede lo bello y lo terrible, lo cual supone un giro en los temas propios del autor, por lo general contenido y luminoso. No obstante, aquí podemos percibir la herida, el dolor, la crisis de toda existencia, el desaliento, aunque prevalezca la luz al pesimismo. También consta de un plano existencial, la búsqueda de sentido por un individuo, y más cuando sufre.

Una escritura rigurosa, exigente, en la que abundan las pepitas de oro y el asombro de sus imágenes, cuyos poemas se presentan como un collage donde tienen cabida las lecturas, las reflexiones y los recuerdos, las preocupaciones sociales, la problemática existencial, con la fragmentación propia de los sueños. Su forma puede recordar lo que José Hierro calificaba de «alucinaciones». Versos que vienen de otros versos, de otros autores, para indagar en el ser, en uno mismo y en su historia, en la historia de todos nosotros. Poemas que incitan a mirar el dolor y no a escapar de él, llegando a su pesar a reconocer el amor y la belleza del mundo, qué es esencial e importante. En definitiva, la escritura y la poesía como un manantial de conocimiento que nos consuela, aunque nunca estemos totalmente satisfechos con nuestra obra. Seguro que cuando vuelva a releerlo se ampliará mi mirada, pues la poesía, y en concreto la de Gregorio Dávila de Tena, tiene mucho fondo y múltiples ramas. Y para terminar con nuestro filósofo alemán, «…los poetas y pensadores son los guardianes de esa morada».

Un hombre que no conoce Nueva York, de Gregorio Dávila de Tena. «Una escritura rigurosa, exigente, en la que abundan las pepitas de oro y el asombro de sus imágenes». #Reseña: @AlveaAna @RENACIMIENTOED. Share on X
De Un hombre que no conoce Nueva York, una indagación en el ser y su tiempo

Un hombre que no conoce Nueva York

Gregorio Dávila de Tena

Editorial Renacimiento

Reseña de Ana Isabel Alvea Sánchez

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