«La colmena que somos» es un relato breve de Alfredo Herrero para el Curso online de Técnicas Narrativas impartido por Néstor Belda.

No hay futuro sin vida animal… ¿o sí? La colmena que somos, un relato futurista de @alFfree para #CursoOnline #TécnicasNarrativas @NessBelda. Fotografía de Dulcey Lima en @unsplash. Clic para tuitear

La colmena que somos

Las evidencias dejan muy claro que tiene que ser eliminada, dijo la portavoz con tono firme.

El Consejo que administra la Colmena debatía mi caso desde hacía horas. Me hervía la sangre al ver a una de mis nietas, Lulú, sentada a mi lado, así que me distraje tratando de recordar cuándo empezó todo.

Rememoré los paseos con mi abuela por la cima de la colina, donde me explicaba entre resuellos el sentido del baile de las abejas, las hibridaciones o los ciclos de siembra. Sentadas a la sombra de un almendro, la brisa nos llenaba el paladar con el dulzor de las flores mientras yo iba aprendiendo todo lo relacionado con la biodiversidad. La abuela, como buena naturalista, trataba de hacerme comprender la importancia del respeto hacia todos los seres, lo complicado que era un ecosistema y las relaciones y variables que lo regían. También que los humanos jugábamos en el borde de la perdición.

La abuela trataba de hacerme comprender la importancia del respeto hacia todos los seres, lo complicado que era un ecosistema y las relaciones y variables que lo regían. La colmena que somos, @alFfree. Clic para tuitear

Año tras año seguí subiendo a esa colina, ya como diplomada en Biomecánica. Mi felicidad crecía día a día viendo la contribución del ser humano a la vida, ampliando las fronteras. Lo podía comprobar desde esa atalaya. A lo lejos, sobre las promesas de trigales, volaban en línea recta los drones de riego y, como en errática danza, los de fumigación. Bajo el almendro, los zumbidos de las abejas y los colibrís azules. Una orquesta visual y sonora al mismo compás. Apelando a la sensatez, habíamos logrado paralizar la destrucción del ecosistema. Deshicimos nuestra propia trampa.

—Al principio las consideraron meras tiritas, luego los llamaron milagros y ahora, cuando ya no los necesitan, los tachan de herejía. Para considerarnos una colonia atea, pronunciamos muchas palabras sagradas. Todo este proceso es un sinsentido —dije de mala manera al principio de la asamblea.

Tres días antes, cuando Lulú apareció rasgando los setos en lo alto de la colina, no podría haberme imaginado diciendo esas palabras en la asamblea. Sus zancadas interrumpieron el zumbido de las abejas. Apareció sudorosa y jadeante, con el gesto propio de un cachorro que se ha pasado jugando. Desde mi asiento vi cómo las costuras del pantalón mostraban los dientes, reteniendo la lozanía que bullía dentro.

Duram —dijo. Me enorgulleció que utilizase el formalismo de respeto a los mayores. Susurró—: Aquí arriba, Abu, mira qué pájaro he encontrado en los setos.

Sacó de la mochila un pañuelo de tela y lo desdobló sobre mi regazo. Era como una bolita de papel, azulada. Trataba de mover las alitas y, a la par, abría y cerraba las garritas agonizantes. Convulsionaba. ¡Un colibrí azulado!, pensé. Y de repente, fue como si robasen todos los sonidos, los de las abejas, la brisa en las hojas, los drones… Susurré a Lulú que buscara una piedra del tamaño de mi mano.

—… que espérame —dijo, o al menos creí oír.

Al alzar la mirada, solo alcancé a ver cómo desaparecía entre los arbustos. Su melena roja gritaba sobre las hojas del seto.

Traté en vano de distraerme mirando esa armoniosa visión: las abejas, los lejanos drones de riego y los declarados obsoletos drones de fumigación.

Sentí que una sombra roja se posaba a mi lado. Los espasmos sobre mi regazo me recordaban sin cesar lo que le ocurría al colibrí, pero no podía mirar. Sabía que sería rápido, que no se enteraría de nada, pero algo, muy adentro de mí, se resistía a hacerlo. Yo no lo querría para mí. Maldita norma quince, murmuré.

Y decidí acabar con el sufrimiento. Cogí aire y, con una frialdad que me quemaba por dentro, agarré el cuerpecito del colibrí con una mano y la cabeza con la otra. El ave se revolvía haciendo que todo el jaleo pareciera más largo. Le rodeé el cuello con el índice y posé la uña del pulgar en la base del cráneo. La deslicé contando las vértebras hasta encontrar la tercera, en la nuca. Cerré los ojos y presioné hasta notar un chasquido. Pasaron segundos, eternos como el vagar de las nubes en verano, y todo paró. Suspiré y me sentí pequeñita…

Abrí la mano y la cabecita colgaba flácida. Los ojos del pájaro se tornaron del color del trozo de pizarra que tenía al lado y los párpados se cerraron, poniendo fin a la ópera.

Lo alcé del pico, suave y del mismo color que sus ojos. Le levanté uno de los párpados y la superficie gelatinosa me devolvió una imagen inversa, diminuta. Reconocí en ella mi rostro pálido y mi melena blanca. Soplé todo lo fuerte que me permitió la fatiga e hice lo mismo con el otro ojo. Lo dejé sobre la roca. Tenía todas las plumas desaliñadas.

Una voz lejana me reclamaba, pero ese azul me tenía cautivada. Sí, un colibrí azulado… Entonces sentí que me zarandeaban de los hombros.

—¡Duram! —chilló Lulú con la cara rota—. ¿Me oyes? Te sale sangre y te has puesto blanca y todo. ¿Estás bien?

Me miré la palma derecha, la que había apretado el cuerpecito convulso, y vi unas pequitas rojas. Me limpié con el pañuelo de Lulú y vi unas diminutas laceraciones llenándose otra vez.

—Estoy bien, sí, sí, solo estaba pensando. No es nada, niña, rasguños. Creo que me pasé apretando a este pequeño… ¿Me puedes pasar la piedra? —dije sin quitar los ojos de mi mano.

Extendí el pájaro en la roca, sobre el pañuelo. Lo sujeté del pico y con la pizarra empecé a peinarle las plumas del pecho. Pasaba la piedra lentamente, sin presionar demasiado. Ninguna parecía rota, aunque unas pinzas no me hubieran venido mal para enderezar las que se resistían. Fui recolocando las plumitas, pasada tras pasada. El aluminio era muy resistente y, como pequeñas agujas azules puestas al azar, podían rajarte si no tenías cuidado. Cuarenta años en el taller de biomecánica eran suficientes para saberlo.

Nuestra Colmena pertenece a una red de antiguas ciudades y es la encargada de la producción de alimento básico: verdura, fruta, legumbres, cereales y frutos secos. El sector C se encarga de las innovaciones. Eso es sabido. Primero optimizaron los drones. Mis antecesores imitaron colibrís independientes para ayudar a la polinización y yo participé en el diseño de las abejas teck. Empezamos a poblar el yermo. Tras setenta años de proyecto, cuando el ecosistema empezó a dar señales de recuperación, empezó el debate sobre la norma quince. En el Consejo alegaban que la tecnología era incompatible con el progreso del medioambiente. ¡Tecnología! Nos habían salvado la vida y ahora se la arrebatábamos, como esos dioses que se veneraban antiguamente. ¿Nos creíamos dioses de nuevo? ¿Retirarían animal tras animal —las famosas tiritas— sin miramientos? ¿Con una descarga electromagnética los abatirían y a reciclar? Participé en los debates, pero fue en vano. En cuanto aprobaron la norma quince, solicité la baja del sindicato de alimentación y me jubilé.

Alisé las plumas de las alas y, con el colibrí extendido sobre mi mano, ya sin peligro, vi que los paneles solares del lomo estaban casi todos bien. Le moví las alitas para ver si los rotores funcionaban y comprobé las patas: una negra, otra gris. Clavé la uña en la tercera vertebra y lo puse bocabajo en una roca castigada por el sol. Volví a descansar a mi asiento y, con el pañuelo de Lulú en un puño, no dejé de mirar esa cabecita. Ese azul no casaba con la roca marrón, era como una mosca en la nieve.

Los párpados se entreabrieron y el globo ocular cogió un rojo tenue. Lo había formateado, ¡pero estaba vivo! Los sonidos volvieron al mundo: las abejas, la brisa… Me sorprendió ver a Lulú pegada a mí; una sonrisa le cruzaba el rostro, con los dientes como traviesas.

Duram, ¡que lo hemos conseguido! Otro animal a la naturaleza.

—Eso es, pequeña. Tuviste suerte al encontrarlo, hacía años que no tocaba uno.

El colibrí se alzó unos centímetros y batió las alas a máxima potencia, como gritando al mundo que había regresado. Movió las patas y el cuello para chequear sus sistemas. Alzó la cabecita y voló hasta una flor del almendro en el que estábamos. Sacó la lengua y empezó a recolectar polen. Estábamos mirando la escena extasiadas, cuando un zumbido restalló en el aire y el colibrí cayó al suelo. Un chico de marrón, la indumentaria del cuerpo Norma15, apareció con su lanzadera electromagnética. Se acercó, recogió el colibrí inerte y me lanzó una mirada desaprobadora mientras tocaba con el dedo la cámara del hombro. Aún recuerdo la mezcla agria de los sollozos de Lulú, el olor a quemado del colibrí y las flores del almendro.

Miré la caja de ébano que la portavoz sostenía en sus manos huesudas. Contenía el cuerpo del colibrí: una mera carcasa, como alguien dijo. Hastiada del espectáculo, le pedí a Lulú que fuéramos a casa. Nos levantamos y se hizo el silencio.

—No quiero ser irrespetuosa con la Colmena, pero mis huesos me piden ir a descansar.

Empezamos a caminar entre murmullos. Antes de salir, la portavoz del Consejo alzó la voz:

Duram Paz Urbano, casi hemos decidido…

Y así, con la comprensión del pueblo, eliminaron la norma quince y abracé mi castigo: dirigir la primera reserva de animales teck. Sí, como oyes, ese día los elevaron al rango de seres protegidos por sus aportaciones al medio ambiente. El pueblo paró las actividades de extinción, no caímos en errores pasados. Pregunta a tu hermana, estaba a mi lado. Norma15 ayudó a recolectar adecuadamente los miles de animales que, tras mi segunda jubilación, viven en la reserva tutelada por Lulú.

La colmena que somos es un relato de Alfredo Herrero

Foto de Dulcey Lima en Unsplash

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