«Dice que soy un héroe», de Miguel Ángel Cortegoso Moreira, relato de finalización del Curso Online de Técnicas Narrativas impartido por Néstor Belda.

#Relato del Curso Online de Técnicas Narrativas @NessBelda. Hoy presentamos a Miguel Ángel Cortegoso. Un relato sobre la búsqueda y el destino. Clic para tuitear

Dice que soy un héroe

Estoy buscando una escafandra.

Al pie del mar de los delirios.

¿Quién fuera Jacques Cousteau?

¿Quién fuera Nemo, el capitán?

¿Quién fuera el batiscafo de tu abismo?

¿Quién fuera explorador?

Le doy vueltas al sobre y lo guardo en el cajón. Después levanto la cabeza del escritorio de la oficina buscando el origen de la música. Una joven ruborizada, que espera su turno en la sala, baja el sonido del móvil mientras es reprendida por el chico de la entrada. Buen chaval el Fran. Es de empresa, hoy en día todos esos puestos se cubren con subcontratas. Su trabajo es de seguridad, pero en realidad nos hace las veces de bedel: informa de los impresos que hay que presentar, lleva el turno y mantiene al personal en silencio y calmado. Por el Registro pasa todo tipo de gente, algunos muy alterados. Trato de volver a centrarme en el trabajo pendiente. La pila de papeles esta semana no baja. Los pliegos se van acumulando en mi bandeja y, por mucho que me esfuerzo, la torre de impresos gana altura. Todos urgentes, todos para ayer.

Hay una mancha negra en el borde izquierdo de la mesa que me molesta. La he descubierto la semana pasada. Hoy me parece un gusano, uno hostil y desagradable. Quizás una escolopendra. No puedo evitar pensar que quiere moverse, reptar hacia mi mano, anidar en mi cuerpo… La melodía del móvil me ronda como un eco persistente, y mi memoria completa otro fragmento de la letra:

Estoy buscando melodía

Para tener como llamarte

¿Quién fuera ruiseñor?

¿Quién fuera Lennon y McCartney…

La canción se me enrosca como una corriente de aire frío. Siento la atmósfera viciada del Registro viciada. Me vendría bien salir un momento y se lo indico a Carmen por gestos. No me dice nada, solo lanza una mirada a la gente que espera su turno sentada en las sillas de plástico y niega con la cabeza.

Dos horas más tarde, conseguimos escaquearnos unos minutos para un café rápido. Carmen habla de sus hijas, las dos adolescentes. Problemas y más problemas: el instituto, los chicos, las notas y el padre. Un cretino insoportable e inútil cuya estupidez se podría considerar maltrato. La escucho disperso.

—¿Recuerdas el último año de carrera, Carmen? Lo de irnos a Canadá los cinco del grupo. —La interrumpo—. Nunca lo hicimos —digo.

Me mira sorprendida. Saca un cigarrillo y lo enciende.

—Me había olvidado de todo eso. Supongo que nos salió lo de la oposición y nos centramos. Lo normal: trabajo, pareja, hijos. ¡Joder, Juan, la vida! Tampoco nos ha ido tan mal. ¿No? Mira como está la gente: con lo de la crisis, mi Paco va para un año en el paro. —Apaga el cigarrillo sin acabarlo y crispa los labios—. Lo nuestro por lo menos es seguro. ¡Y menos mal, porque si no… yo no sé qué íbamos a comer en mi casa! —agrega malhumorada.

Volvemos al trabajo. Este mes voy a tener que hacer horas si quiero cumplir con los objetivos marcados por la dirección. Cada año los suben un poco más. Lo de Canadá era una chiquillada. Íbamos a ir los cinco del grupo literario. Incluso teníamos vista una cabaña aislada para alquilarla. La idea era encerrarnos allí tres meses y escribir nuestras novelas: una cada uno. Por supuesto, nunca fuimos. Carmen, Helena y yo aprobamos la oposición y nos casamos: yo con Helena y Carmen con Paco. Antonio tuvo aquel accidente de coche y María… No tengo ni idea de qué fue de María. El grupo se disolvió. Ni siquiera nos volvimos a juntar para recordar tiempos. Creo que añoro aquellas discusiones acaloradas sobre narrativa y veracidad. Quizás me debería ir yo… Creo que lo he dicho en voz alta. Observo la mirada suspicaz de Carmen clavada en mí y le sonrío. Me repito la pregunta en silencio. ¿Por qué no? Al fin y al cabo, nunca lo intenté. Quién sabe, incluso podría lograrlo y todo. Escribir esa puñetera novela.

Salimos a las tres de la tarde. Me despido de Carmen con un beso en la mejilla. Me pregunta si estoy bien. Le digo que no se preocupe y me deshago de ella con un par de frases amables.

Hoy Helena trabaja hasta las seis y no me apetece comer solo en casa. Al final me decido por un japonés cercano en el que pido un menú del día. Enfrente hay una agencia de viajes. Paso por delante todos los días de camino al trabajo y sé que no cierra a mediodía. Al terminar de comer, jugueteo con el móvil perdiendo el tiempo. La agencia se llama Evaneos. ¿Por qué no? Abono la cuenta, me levanto de forma brusca, cruzo la calle y entro. Una chica joven y eficiente me consigue un billete de avión para Toronto: clase turista, salida a las diecinueve y treinta, escala corta en Madrid. Sin dejar de teclear ni de mirar la pantalla me pide el DNI y me arregla un visado electrónico. Dice un precio y le doy mi tarjeta de crédito. Siento la necesidad de justificarme y miento: cuento tonterías sobre un viaje inesperado por trabajo y explico que necesito dejar la vuelta abierta. Todo son facilidades y sonrisas. Diez minutos más tarde, estoy fuera con el billete y el visado en el bolsillo.

—No se olvide de llevar su pasaporte, caballero —me dice desde la puerta mientras me alejo por la acera hacia el parking.

Arranco el coche y vuelvo a casa, son las cinco. Meto en una maleta pequeña mi portátil, algo de ropa y el pasaporte. Una fotografía de Helena me observa trajinar desde la cómoda. Yo procuro no devolverle la mirada. Al irme, deposito con delicadeza mi móvil a lado de su imagen y lo dejo ahí, como una ofrenda.

Conduzco como un poseso hacia el aeropuerto. Es invierno y anochece pronto. Siento un zumbido gris en mi cabeza, un deslizarme hacia la nada. Deseo escapar, no estar. No paro de acelerar por el carril izquierdo de la autovía y voy dejando atrás luces de coches y casas. Atisbos de vidas de otros. Yo intento borrar la mía. Necesito empezar de nuevo, limpio.

Empieza a llover, las gotas se estrellan contra el parabrisas con fuerza. Subo la velocidad apretando el volante con las dos manos en una carrera suicida. Noto cómo el coche pierde agarre y patina. Giro el volante para evitar estrellarme contra el quitamiedos. Me pitan. Recupero el control y salgo por la siguiente vía de servicio. Paro en el aparcamiento de una gasolinera. Estoy temblando. Boqueo y golpeo mi cabeza contra el volante. Llueve sin parar. Dentro de mí, también.

A quién quiero engañar, no voy a ir a ninguna parte. No queda tiempo para empezar de nuevo. Al menos tuvo la deferencia de no mentir.

—Demasiado extendido como para operar —dijo.

Vuelvo a golpear la cabeza contra el volante y salgo del coche. Camino a ciegas bajo la lluvia. Me niego a dejar ese tipo de recuerdo a mis seres queridos, al menos me gustaría poder evitar esa indignidad. Me alejo de la gasolinera cruzando una carretera secundaria. Estoy empapado y noto los pies mojados. He encontrado una pista de tierra por la que avanzo. Un poco más adelante, tiro el billete de avión a un charco sin detenerme. Apenas se ve nada, pero al menos ha dejado de llover. Las ráfagas de viento provocan que la ropa húmeda se me pegue a la piel. Los raíles de una vía de tren destacan sobre el yermo por el que transito y voy hacia ellos. Se encuentran ligeramente elevados sobre uno de esos taludes artificiales que imagino creados para allanar su recorrido. Subo a gatas, hundiendo los dedos en la tierra mojada para impulsarme hacia arriba. Me yergo sobre los raíles y siento la vibración lejana de un tren acercándose. ¿Por qué no? Los romanos lo consideraban una salida honorable. Camino por el centro de las vías hacia el sonido del tren. Solo un instante y se acabó, me repito. Me muevo cada vez más rápido, con la mandíbula apretada, el ceño fruncido y la cabeza inclinada hacia delante. Estoy a punto de echar a correr cuando oigo las voces agudas y alteradas. Me molestan porque rompen mi concentración. Distingo sus formas pequeñas algo más adelante. Chillan. Ayuda, señor, ayuda. Una niña de pelo rizado me tironea de los pantalones.  Llora y señala una silueta que se agita espasmódica en la vía. La vibración hace temblar el metal de los raíles y el resplandor que se aproxima amenaza con cegarnos. ¡Apartaos de las vías!, grito. Todos se alejan corriendo. Todos menos la niña que insistente señala lo que ahora distingo como un crío enganchado en las vías. La niña solloza. El niño grita asustado. Corro hacia él y me pongo a forcejear con su pie trabado: no sale, no sale, no sale… El pitido del tren es ensordecedor. Me pongo a trajinar con los cordones de la zapatilla, me centro en deshacer el lazo y aflojar las vueltas. El niño está callado, ha dejado de gritar. Sus ojos son inmensos. La luz se acerca lamiendo nuestros cuerpos. La trepidación aumenta y los dientes me castañetean. Los cordones ceden. Tiro de él con fuerza y salimos a trompicones. Noto la violencia de la velocidad del tren como una explosión que nos empuja rodando talud abajo.

Chirridos, voces, gritos. Gente a mi alrededor. Destellos rojos y azules. Alguien me tapa con una manta verde y me conduce hasta una ambulancia. Estoy bien, repito como un mantra. Estoy bien.

La comisaría es sumamente espartana. Sigo tapado por la misma manta sucia y tengo una taza de café malo entre las manos. El padre de Luis ha insistido en verme. Dice que soy un héroe, lo repite varias veces. Usted es un héroe, un valiente, y me abraza. Me avergüenza que diga eso. No soporto la gratitud de sus ojos. Cuando por fin me deja solo, hundo el rostro entre las manos durante varios minutos hasta conseguir calmarme, hasta que cesan los temblores de mi cuerpo. Después, pido a un agente un teléfono para llamar a casa.

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«Dice que soy un héroe»

©Miguel Ángel Cortegoso Moreira

Los fragmentos en cursiva pertenecen a la canción «Quién fuera», de Silvio Rodríguez.

Fotografía de portada: Jonathan Weiss

 

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