Ser de verdad, de la autora Marian Ruiz Garrido, es el relato seleccionado en el evento artístico-literario ¡Stop Homofobia!: «Por el respeto a la diversidad sexual y de género» convocado el 1 de julio de 2017 en Revista MoonMagazine.

Al resultar desierto el apartado artístico del evento, MoonMagazine ha encargado la imagen de portada a Jaiminho Galistao, ilustrador y colaborador de la revista.

Marian Ruiz Garrido estudió Filología Hispánica y Arte y Decoración y estuvo vinculada a la reforma de interiores durante casi treinta años. Fue redactora y correctora en Edidec y ha sido finalista en algunos certámenes literarios. Cursó el Certificado de Profesionalidad de Asistencia a la Edición en 2015. Ahora redacta un libro de encargo, escribe un ensayo que lleva por título ¡Mola ser booktuber! y comparte un blog literario: Frontera Esdrújula.

Jaiminho Galistao nació en Valencia, pero antes de empezar a hablar sus padres se trasladaron a Baena, un pueblo olivarero de Córdoba. Desde muy pequeño mostró actitudes para el dibujo y pasión por los cómic, aunque nunca las explotó hasta bien entrada la veintena, cuando se decidió a estudiar Ilustración en Granada. En la actualidad, además de realizar encargos personales y trabajar como freelance, no deja de hacer nunca lo que le apetece, y le apetece hacer casi de todo: le gusta la ilustración conceptual, hace tiras cómicas, ilustraciones satíricas (mecagondiosya), fantásticas, caricaturas y pintura tradicional. Jaime Galisteo Gámez. Ilustrador.

 

Ser de verdad

Te lo tatuaste bajo el pecho como homenaje a esa noche en que no sabías aún que las cosas buenas suceden con el tiempo. Apenas empezabas a soltar lastre, pero ser de verdad se convirtió en tu santo y seña.

Ni madre ni esposa ni reina de nadie.

El sexo fue penoso, el tipo ni bueno ni malo, apenas un fantasma tan perdido como tú. Si tuvisteis algún propósito, fue el de despojaros de vuestros respectivos mandatos: él, dejar a toda costa de ser el niño que no llora ni juega con muñecas, el héroe llamado a partirse el pecho en la selva; tú, matar a la niña dócil y futura esposa que reproduce en venideros cachorros los dictados de la ley. Matarla. Como fuera.

Lo malo fue que te quedaste embarazada. Tirarte al agua valió como declaración de intenciones, pero chocar contra aquella superficie granítica, helada, no te lo habías planteado. Significativo error de cálculo.
Pero nada de abortar. Te gustaban los críos y, a fin de cuentas, siempre hacía falta un hombre para hacerlos. La naturaleza es así, bromista, sarcástica. Tú quieres mejorar sus condiciones y ella te lo hace pagar.

Que él hiciese con su vida lo que quisiera. La criatura no tenía culpa de que sus padres se hubieran salido del renglón una noche de reivindicación supina en la que anduvieron al bies. Y mochuelo o mochuela tenía que salir de ti, de tu cueva, así que estaba claro a quién pertenecía con mayor legitimidad.

Y la ibas a criar con ella.

Aunque las cosas no serían exactamente como pensabas.

 

Marta. El sabor seco y doloroso de los primeros cigarrillos, las citas matutinas camino del instituto, los debates, los comentarios de texto, las excursiones, el Minotauro con aromas de iglesia, vuestra primera vez en el refugio de la Tenerosa. Solo aquella dificultad, quién sabe si por la falta de práctica o porque el sexo entre chicas estaba poco santificado. Apenas os mirasteis. Se masturbó como para complacerte, porque las ganas fueron más tuyas que suyas, tan recta y formal, tan normativista ella. O quiso ahorrarte los pormenores de su placer, quién sabe. Al hacerlo cerró los ojos. No te importó. También tú te sentías extraña. Después se ovilló junto a ti.

Era fuerte, aunque de costuras frágiles. Y luego llegó aquello y se lo llevó todo por delante. No sentiste celos. Rabia, sí. Pero no te culpes, no pudiste preverlo. Hay desastres que se inician de manera imperceptible y los ves cuando ya están encima.

Si al menos hubiera sido guapo, lo habrías entendido, pero no: era pequeño, estevado, orejas desproporcionadas para el diminuto cuerpo, y pelo indomable y negro como las asas de la cazuela en la que hervías las tetinas de tu bebé. Y forastero; no uno cualquiera, sino con una idea bastante limitada de lo que significaban progreso y mujeres. Muchos otros que conocías eran ejemplos de civismo y se esmeraban por pertenecer al pueblo. Este no. Este estuvo en su casa desde el primer momento. El pueblo era suyo.

Pero eso se vio después, con el tiempo.

Parecía el bufón de una historia antigua: dicharachero, gracioso y sinvergüenza. Suficientes datos para que una mujer recta y perspicaz no se escamase, pero vuestro mundo, demasiado reducido, proporcionaba experiencias también demasiado reducidas y conclusiones precipitadas. Acaso tú misma estabas en un error, como decía Marta.

Colgabas la ropa en el lavadero cuando sonó el teléfono. Marta esperaba un hijo. Estaba exultante. Iban a casarse; se lo había pedido. «Tú no sabes cómo es. Tus prejuicios no te dejan. Todo el mundo en este puto pueblo los tiene. Y es tan… No sabes qué cosas me dice».

No lo había visto acodado en las barras de los bares diciendo a otras esas mismas cosas. Tú aún te sonrojas. «Lo que tiene que tener un coche es un buen chasis, y una mujer, un buen trasero». Y las miraba de ese modo obsceno, incluso a ti. «Sé que el tuyo me va a impresionar cuando lo tenga en mis manos».

Imbécil.

«Lo más bonito de una mujer son sus curvas. Y su olor». Lo dijo arrimando su nariz a tu cuello y deslizando su mano por tu barbilla. Cosas así en cada bar. Era en vano contárselo a Marta; lo negaba, empeñada en que buscabas interponerte. Él había empezado ya a calentarle la oreja y ella se había enamorado como una lerda.

Esperaba un hijo suyo y tenía menos razones para abortar de las que tuviste tú, reconócelo. Podían haberlo despreciado, haberse burlado de él, de sus bufonadas, de su afición a beber y sus descaros; condenarlo. Pero nada de eso pasó. Se convirtió en el orgulloso padre de un hijo de la gran Marta. Tu Marta. Maldita manía de querer salvar al que solo era un pobre fantasma.
—Tampoco tienes que resolverle la vida —insistías.
—¡Es darle un trato normal!
—¡Pues fóllatelo y punto! Con condón. ¡Eso es un trato normal!
—Sacas las cosas de quicio. Ni sabes de amor ni de solidaridad… No te conozco.

Si ella decía que no sabías, puede que no. Pero sabías que el tipo se acabaría metiendo en su cama y en su vida por la gracia de contarle el mismo cuento que contaba a todas. Otra mujer increíble sometida. No tardarían las mariposas del estómago en echarse a volar y quedaría solo un gusto por hacerse daño. Eso sí que lo sabías.

No se casaron, pero se fueron a vivir juntos. Y tú te volviste malhumorada y racista. Cualquier minucia te ponía tensa. Te encabronabas. Se te quitaban las ganas de comer. Y las de vivir.

La niña nació cuando el tuyo estaba a punto de cumplir dos años y llevabas ya un tiempo en el nuevo barrio. El pequeño Carlo te llenaba la vida; aún buscaba tu pecho y se apretaba contra ti. Dos años. Demasiado tiempo sin ver a Marta y sin saber cómo le iba.

Te desconcertó el sonido del móvil, perdida la cuenta de los días que llevaba mudo.
—La cría no hace más que llorar. Marta no…
Tragabas saliva. No te salía la voz.
—¿Estás ahí? —O estabas soñando o era él quien llamaba.
—¿Dónde está Marta?
—No quiere hablar con nadie.
—¿Y Anaí? ¿Qué le pasa? ¿Qué le estáis dando?
—Marta no tiene leche, la de la farmacia no le gusta ¡y yo no sé qué hacer!

Dicen que hay hombres a los que la paternidad transforma. Dudabas, pero podía ser. Cuando llegaste tenía a la niña en brazos y expresión de angustia. Te contó atropellándose que todo estaba yendo bastante bien entre ellos hasta que se puso rara unos meses antes de parir. Debía ser la depresión posparto, que la pilló adelantada. Y tú, por favor, no debías ponerle esa cara, que él hacía todo lo que estaba en su mano.
—No sabes lo que es. Hasta la cría la rechaza.
Marta salió del baño. De su espectacular cabellera quedaba un pelo ralo como el de su bebé. Las familias se ocultan cosas y ellos, a tu pesar, eran una familia, aunque a la vista estaba que ella no sentía por su hija lo que se supone que una madre debe sentir, algo parecido al amor o a la ternura.
Pero no ibas a quedarte mirando el gesto ausente de quien no encuentra palabras. Tomaste la criatura en tu regazo y le brindaste tu pecho. Él se quedó mirando con descaro.
—No sé yo si va a sacar algo de ahí. Tienes más culo que tetas.
—Quítate de mi vista. Esto no es para ti, cabrón.
Maldijiste tus dudas del principio. Seguía siendo el de siempre.
Anaí se aferró y tiró del pezón como lo haría un náufrago con la popa del último barco. Amor en forma de leche para un bebé que también empezaba a ser un poco tuyo.
Solo por ellos valía la pena.
—A la abuela se le morían. Es mejor no encariñarse —decía Marta.
La cría era preciosa. Salía al padre en lo bruna y a la madre en lo digna. Se aficionó rápido a tu pecho.
—A ella se le morían. El abuelo se iba a la taberna y se le morían a ella solita. También engordó con el embarazo y ya no se lo quitó. A los hombres no les gustamos ni muy flacas ni muy gordas.
—Habla por él. No hables por todos.
Algunos días no estaba. Uno de esos, la cogiste por el brazo y te la llevaste al dormitorio.
—¿A ti esto te parece normal?
El cuarto era el escenario de un crimen: la cama revuelta, ropa por el suelo, varios libros calzando la cama; la ventana, sin cortinas.
—Dice que tengo algo contigo. Que llevo tu olor. ¿Qué hago si me gusta Minotauro…?

Y a mí, pensaste.

Anaí creció mientras Marta seguía esperando que las cosas cambiasen, que cambiase él. Su sentido de la lealtad acabó rozando lo patológico. Y las cosas cambiaron, sí, pero porque alguien ofendido de más y con menor aguante que ella, decidió pintarlas de otra manera. Hubo una paliza. Quedó tirado en la cuneta a la salida de un bar.

Está feo que lo digas, pero fue también el regalo más precioso que pudo hacerte el azar, aunque sus consecuencias se demoraron. La vida acostumbra a hacer valer sus dones.

 

Volvisteis a veros en la presentación de tu libro Memorias de un tránsito poco convencional. Ella se acercó a saludarte, tímida y vulnerable. Sonreía. Tenía de nuevo la melena de sus quince años y había adelgazado. El azul le sentaba como a una sirena de cuento.
—¡Madre mía! Casi no te reconozco. ¡Qué guapa estás!
—Tú estás muy cambiada también. El pelo mucho más corto…
—No sabes lo que significa para mí que hayas venido. Cuánto tiempo…
—Anaí vive gracias a ti. Está estudiando Psicología. Le gustaría hablar contigo. Quiere saber.

Supón que el pasado no fue sino el prolegómeno de un viaje que habría de tener un recorrido lento, como una película a la francesa.

—Que si aquella entrega tuya era por estar junto a él, que darle el pecho a Anaí era un modo de hacerla tuya también… Lo siento. A veces, ni bajo tortura vemos las cosas.

Tu mano en su mano.

Os besasteis traspasado el umbral de su casa y esta vez fue ella la que empezó a desnudarte sin prisas ni aspavientos y tú quien exhibía su timidez. Los pechos que habían dado de mamar a Anaí eran ahora un torso plano en el que se podía leer:
«Ser de verdad, aunque no me quieras».

Te miró. El mundo llevaba un buen rato girando y acababa de ponerse del revés. Abrió la boca. No atinaba a decir nada.
—Me operé cuando Carlo dejó de pedir teta.

Marta cerró los ojos.

—Eh, tranquila, todo está bien. Estuvo bien mientras pudimos aprovecharlos. Por Carlo, por Anaí… Valió la pena por ellos.
Justo en mitad de la boca del estómago, un aguijón. Te miraba inquisitiva. Le costaba entender.
‒No eras tú sola. También tuvo que pasar tiempo para que yo pensara en mí —dijiste—. Al final, hay que empezar por ahí, ¿no?

Ella dibujó cada letra con mano temblorosa: ser de verdad, aunque no me quieras. Su mirada líquida sostuvo tu viejo dolor. Le tomaste la barbilla.
—No le des vueltas. Estoy contigo. Eres mi recompensa.
Dos esferas tocándose delicadamente, reconociéndose tal cual eran por primera vez.
Os amasteis como se aman los granos de café que caen en la tolva de la molienda, mudando su rigidez original, buscándose los rincones más inaccesibles. Al alba, se ovilló en tu cuenca.
—¿Sigues fumando?
—Ya no. ¿Y tú?
—Lo dejé con el embarazo. Creo que nunca terminé de acostumbrarme. ¡Qué toses! Y qué malo estaba… ¡Confiésalo! —añadiste.
Reísteis.
—Pero sigues usando Minotauro. Sigue siendo tu olor… Nuestro olor —musitó Marta en tu oreja.
—Hay cosas que no cambian.
—No tienen por qué cambiar.

Relato de @frontesdrujula, #StopHomofobia, respeto a la diversidad sexual. Portada: @mecagondiosya Share on X

 

Ser de verdad. Relato de Marian Garrido

Ilustración de Jaiminho Galistao