La sensación de la naturaleza engullendo nuestra alma, la grandiosidad de la noche que suscita el recelo a lo desconocido, ese pasado inabarcable que continúa azuzando nuestro recuerdo… como ya vimos en los dos artículos precedentes de esta serie, lo sublime se contrapone al extemporáneo despuntar de nuestros días corporeizándose como un fantasma sigiloso e imperceptible, ese ejecutor aclimatado a la inconsciencia colectiva que resuelve despertar nuestra hermenéutica personal. Para el filósofo Anthony Ashley Cooper (más conocido por ser el tercer conde de Shaftesbury) esa larva incorpórea que enarbola la bandera de lo excelso, resume su experiencia en la ordenación de la biosfera inhóspita que nos envuelve: es decir, lo sublime busca la disposición ordenada del entorno a fin de desembarazarse de la continua exposición a la anarquía socio-natural. Resumido en una frase: el orden genera sublimidad y lo salvaje antecede al caos.
Shaftesbury: Virtud diametral y rotación del common sense
Para este discípulo inglés de John Locke (notablemente influenciado por Platón) el medio inicuo (por ejemplo, esa naturaleza vivificada y libre de la selva amazónica) resultaría hostil y contraproducente a la esencia evolutiva de todo ser humano, pues su contacto provocaría el retorno de nuestra consciencia a una etapa primitiva regida por deseos pancistas e impulsos primarios. Según su teoría la contemplación de ese mismo acantilado que referenciaba Addison, lejos de provocar el engrandecimiento del espíritu, limitará la aprehensión cognitiva al miedo, el peligro o incluso la sensación de inferioridad, efusiones que dificultarán el acceso al arquetipo de integridad más deseable; principios como la justicia, la generosidad, el valor, la gratitud o la paciencia (que en mayor o menor medida han sido depositados en el imaginario religioso de todas las culturas con fines miméticos) derivarán en un movimiento orbital y continuado alrededor de la virtud, entendida ésta como un arbitrio diametral y regidor de nuestras elecciones. La carencia de esta translación se convertirá en un corruptor degenerativo que conducirá inexorablemente hacia el mal gobierno de nuestros estados-Estados (experienciales y gubernamentales) casi al estilo de la alegoría realizada por los hermanos Lorenzetti en el siglo XIV para adornar el Palacio Público de Siena.
Para el conde de Shaftesbury, lo sublime busca la disposición ordenada del entorno a fin de desembarazarse de la continua exposición a la anarquía socio-natural. Teoría Estético-Filosófica del Arte. Tamara Iglesias. Share on XHasta aquí la materia es clara: para subirnos al tranvía de lo sublime nuestra coordinación debe girar en torno al orden, y dicho orden implicará una serie de idiosincrasias enlazadas al término de virtud. Pero… (y aquí viene la pregunta complicada)… ¿cómo podremos sumarnos a esa remoción anticipadora del sentimentalismo moral? Para ello nos será imprescindible el uso del common sense («el sentido común») que distingue de manera natural y congénita lo que es bueno de lo que no lo es, casi como una conciencia en forma de Pepito Grillo; el discernimiento de la virtud atraerá la belleza (consecutiva del orden) de manera que para el individuo virtuoso no existirá mayor dicha que luchar contra el vicio y la irracionalidad (antítesis de la apostura que no ceden a su tentativa incansable) por medio de su canonización o actitud ejemplar.
Como todos los sentidos, el common sense es una potencia pasiva y rotatoria que no opera hasta que no es excitado por el objeto o (en este caso) por el defecto inmoral; cuando esto ocurre y, según los postulados de Shaftesbury, nuestra sublimidad se manifiesta para corregir el error y encarrilar la situación. Pongamos un ejemplo: estamos tomando café con una amistad y a la hora de pagar su parte se muestra reacio para propiciar que seamos nosotros los que (guiados por nuestra buena voluntad) nos hagamos cargo del total de la cuenta. Nuestro sentido común nos pone en preaviso sobre ese defecto inconveniente (derivable en actitudes peores, pues para este filósofo el egoísmo es sólo el primer paso hacia el desprestigio o la corrupción) y automáticamente respondemos dando buen ejemplo o incluso reprendiendo posteriormente a nuestra amistad. En casos más extremos, como la habituación al subterfugio y la mentira, es muy posible que resolvamos finalizar la conexión con esa persona por considerarla «una mala influencia» según nuestro precepto moral o nuestra capacidad paronomástica.
Pero ¿puede trasladarse esta gnoseología a todos los ámbitos de la vida? ¿Existe un sentido común y total para todo? ¿Y qué ocurre con las obras de arte? ¿Hay un goût general que debemos tener presente como si de una norma inconmovible se tratase? A lo largo de su obra Características del hombre, Shaftesbury niega rotundamente esta posibilidad. Según su hipótesis el verdadero gusto debe ser subjetivo, ya que el intento de una codificación ecuánime conllevaría a la reclusión del automatismo: cada individuo debe gestionar sus pasiones y deleites de manera no heterónoma, consensuando sus diferencias como una porción extraordinaria de sí mismo. Que a ti y a mí nos puedan gustar artistas diferentes, querido lector, no significa que necesariamente tenga que existir una barrera cultural entre nosotros o que estas disconformidades nos hagan inmorales frente a nuestras respectivas percepciones; en su lugar puede ser que simplemente, hermenéuticamente hablando, tenemos gustos diversos que hemos consensuado de maneras heterogéneas. De hecho Shaftesbury nos advierte de que existen dos grandes peligros a los que el género humano expone la belleza cuando trata de acotarla bajo un modelo rutinario: por un lado está la tendencia a lo kitsch, la moda degradada al gusto y al capricho popular que pierde su esencia, y por el otro está la disposición a entender el estilo como un ente autónomo e independiente de la influencia humana (lo que evidentemente resulta absurdo, ya que se encuentra supeditado al goût social). De nuevo resumiendo, tenemos una base común y socialmente aceptada respecto a lo que está bien o lo que está mal (reconocida por el common sense), pero en lo referente a gustos debemos guiarnos por nuestra heteróclita personal para no caer en tiranías autómatas y complacientes.
Hasta aquí la libertad de Shaftesbury parece prometedora pues nos permite la exhibición y disfrute de nuestros paroxismos como peculiaridades privativas, pero no olvidemos la misiva rotunda con la que he comenzado este artículo: lo salvaje aleja de la virtud mientras que el orden nos acerca a ella. Esto se reduce a que efectivamente tienes derecho a poseer tus propios criterios, pero siempre que estos se hallen comprendidos dentro de unos preceptos que te acerquen al fin último del ser humano; por ello un paisaje indómito ha de resultarnos abrupto y desproporcionado mientras que los jardines controlados por la mano del hombre deben evocarnos una razonable afección. Así supuestamente ante la euritmia de la naturaleza el receptor desatará su imaginación y creatividad (en lugar del miedo frente al caos de un acantilado o de la noche) y llegará a la virtud empleando la mutación y el movimiento de sus emociones (que fluctuarán de sosegadas a gratamente alteradas).
Dado que la beldad se compone a su vez de simetría y armonía, todo lo bello resultará bueno y todo lo bueno repelerá al caos; un ejemplo banal pero muy ilustrativo es la organización continuada que hacemos de nuestras posesiones en el hogar (ropa, decoración, mobiliario…), que tiende a seguir un esquema subconsciente pero racional que nos impide adquirir más objetos (de modo avaricioso) hasta haber reorganizado los ya obtenidos o hasta tener una verdadera necesidad (caso aparte, por supuesto, es el trastorno de la compra compulsiva). El Feng Shui por ejemplo es una técnica de ordenación consistente en el empleo del sentido común para alcanzar la conciliación con la vida (lo sublime) algo que es fácilmente extrapolable a este concepto.
Lo salvaje aleja de la virtud mientras que el orden nos acerca a ella. #Arte. Tamara Iglesias nos habla sobre la teoría de lo sublime de #Shaftesbury. Share on X«¿Y cuál es el camino rehuido a este júbilo heterodoxo?» sé que te estarás preguntando, querido lector. Simple: el caos y la ignominia que surgen de una afección innatural. Para Shaftesbury el mal y las actitudes negativas nacen de una desviación del ser que de pronto se siente superior al resto de sus congéneres (el consabido fenómeno que yo denomino supra, o lo que es lo mismo, la necesidad de situarse por encima del prójimo en la pirámide direccional para engrandecer el ego). El único modo de combatir esta iniquidad es la anteposición del beneficio comunal al bien personal, pues resulta imposible lidiar con la indignidad si no se armonizan los demonios internos que atenazan a nuestra psique (egoísmo, envidia, celos, posesividad…); de todos ellos, Shaftesbury considera al egoísmo el reconcomio más comprometedor y que debemos desechar con mayor profusión, pues ensombrece la sublimidad de la tríada virtud-orden-belleza.
Ilustremos esta idea: el cuidado de unos jardines podrían motivar el egoísmo de su dueño a partir de una necesidad idiosíaca (la tendencia a la idiosis, que yo defino como el requerimiento de particularizarse para despuntar), resolviendo no compartirlo con la comunidad; esta posesividad derivaría en los celos y la envidia de sus interfectos que reaccionarán negativamente codiciando aún más sus propias posesiones, destrozando el bucólico edén o incluso albergando sentimientos de ira y venganza contra su vecino. Todos los aludidos en este ejemplo se verán incapacitados para alcanzar el éxtasis de lo sublime y tan sólo podrán ver lo grandioso según una propiedad espacial y pecuniaria en lugar de ascéticamente; es el caso de aquellas personas que frente al panorama de Versalles únicamente señalan opulencia y hegemonía, pero no trasladan el orden y perfección de sus salas y jardines a la idea de engrandecimiento y sublimidad que comenta Shaftesbury.
Los efectos inferiores o secundarios que produce esta teoría (preventiva de una integridad nacida de los sentimientos básicos del ser humano para vivir en sociedad) serán la admiración, la reverencia y el respeto, tres estados provocadores de una excelsitud prosapia (una idea que se desliga y enlaza continuamente con lo expuesto por su coetáneo Joseph Addison) que redunda en la elipsis egregia de todo puntal monumental y antropocéntrico; frente a la torre Eiffel de París, cualquier autóctono o foráneo, sentirá una enorme admiración y respeto por su manufactura y diseño, llegando a reverenciarla como un icono de lo sublime junto a otros vestigios constructivos como la Estatua de la Libertad, la Torre de Pisa, el Taj Mahal… etcétera.
Por desgracia estas interesantes disposiciones fueron extrapoladas por algunos autores coetáneos con la fe cristiana, un contraproducente añadido que favoreció el relego de la obra de Shaftesbury a un segundo plano categórico; el sobrecogimiento de esta sublimidad traslativa había vencido a la gloriosa virtud diametral del orden cosmogónico y del common sense, dejando tras de sí vanas ideas conmutadas al ámbito más sacralizado por los volúmenes apocalípticos, y no llegando a trascender a la edad contemporánea con la misma envergadura que las tesis de filósofos como Edmund Burke, sobre quien hablaremos en el siguiente artículo.
Tamara Iglesias
(Continuará)
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