El año pasado resultó fecundo para Rosario Troncoso (Cádiz, 1978) ya que publicó dos poemarios: Eternidad provisional y este que ahora nos ocupa, Nuestra orilla salvaje, que hace el número ocho en una producción que —por lo leído— aúna cantidad y calidad.

Nuestra orilla salvaje está dividido en dos partes.

En «El abrazo de los extraños» la corte del desamor viene acompañada por su habitual y siniestra galería de bufones, enanos y máscaras.

Digamos algo primero de los once poemas que diagnostican, describen y recuerdan el desamor. Dramáticas visiones, sueños o anticipaciones fúnebres son las que padece la poeta en trance de desafecto (así, «Los restos de nuestro derrumbe» anticipa el silencio, la vejez y la lápida; «Algún Dios bueno y nuestro» evoca esquinas y lugares queridos por la pareja que nunca han de volver; «10 de julio» está cuajado de recuerdos en la víspera de su boda). Otro grupo de composiciones precisa las causas que llevan al abandono (en «Lejos» y «Vuélvete a dormir» el aburrimiento y la desgana engendran la incomunicación; «Vicio» plantea la inevitabilidad de los defectos de la pareja, entrevistos desde el primer día, pero arteramente ocultos por el ciego amor). Imágenes anticipatorias, plasmadas muchas veces desde el escepticismo, están en el origen de composiciones como «El abrazo de los extraños» (el poema que da título a esta primera parte resalta la fugacidad y la soledad a las que está destinado cualquier amor) o «Todos los veranos son ceniza», donde se juega con imágenes contradictorias en las que desde una misma orilla igual podemos esperar al amante que a la muerte… «Inquietud» y «Bruma» comparten momentos de la intemperie más desesperante: las mariposas en el estómago han sido sustituidas por dragones a los que mejor no agitar; una oscura bruma que no permite ver ese simbólico faro es lo que queda tras la fuga del amante. Pertenece a la segunda parte del poemario –es su composición final–, pero mejor citarlo aquí para abordar ya los otros asuntos que completan Nuestra orilla salvaje: nos referimos a «Último poema», donde Rosario Troncoso manda versos a su examante desde la ternura más dolorida: parece rogarle que vuelva, aunque intuyendo cómo todo es inútil.

Leyendo estas amargas confesiones —la poesía como catarsis— no puede el lector dejar de preguntarse si el placer que depara el amor vale realmente esa felicidad que, tarde o temprano, destruye. A veces el matrimonio solo consigue malograr vidas en esa consagración al otro… ¿No será una tarea demasiado pesada vivir ausente de uno mismo privándose para siempre de las alegrías de la soledad? Por otra parte, teniendo más o menos talento el artista está casi obligado a renunciar al amor y al matrimonio para vivir en la cumbre de las montañas.

Decíamos que una galería, más bien poco amable, acompaña a los poemas de desamor en «El abrazo de los extraños». La muerte (una muerte a la que se espera en forma de eterno retorno nietzscheano) aparece consignada en «Muertos», «Equilibrio», «Camino», «Crisálida», «Balance», «A nosotros no» y «Huesos». Otros temas surgen: el sueño («Renacer»), la soledad («Soledad»), el milagro («Flor»), el mundo («Hueco»), el desgaste («Desgaste») y el dolor («Como piedras»).

La otra parte de Nuestra orilla salvaje lleva como título «El final de las hadas». Tras la aflicción de los poemas precedentes cabía esperar una cierta atenuación, cuando no unos respiraderos de considerable tamaño, para salir menos abrumados de la lectura. Pues no. En estas composiciones Rosario Troncoso, dejando a un lado la temática del desamor, se muestra —si cabe— más salvaje. Vean. En «Constantes vitales» hace un devastador panorama de la vejez. En «Ciclo» aparece otra vez la muerte, esta vez sin significado alguno de renovación. «El final de las hadas» muestra a la infancia pisoteada por la vida. «Los días normales» radiografían sin concesiones la rutina. En «Los plazos» se pone en solfa al cumplimiento de los buenos modales y en «Subversión» se invoca a dinamitar el orden familiar y religioso, así, con dos ovarios. En «El turno siguiente» la poeta-profesora imagina su propia defunción en la sala de reuniones de su instituto y, obviamente, no le agrada ese final tan abruptamente laboral.

Los treinta y siete poemas que componen Nuestra orilla salvaje sacuden íntimamente. No creo que exista hoy mejor ejemplo de excepcional poesía testimonial. Se acaba con el corazón en un puño y con ganas de invitar a la autora a tomar un café, a ver si podemos ayudarnos. En cualquier caso, mucho ánimo a Rosario y nuestra enhorabuena por haber parido tanto arte desde el dolor.

 

Los treinta y siete poemas que componen #NuestraOrillaSalvaje de @RosarioTroncoso sacuden íntimamente. No creo que exista hoy mejor ejemplo de excepcional #poesía testimonial. Lo dice Manu López Marañón. @Siltola. Share on X

 

Ya no habrá recuerdos, / ni noches por delante. / La vejez. El silencio. / Y una lápida sobre el vacío, / mientras seguimos vivos / bajo los restos de nuestro derrumbe.

 

Ya no habrá recuerdos, / ni noches por delante. / La vejez. El silencio. / Y una lápida sobre el vacío, / mientras seguimos vivos / bajo los restos de nuestro derrumbe. Poemario de @RosarioTroncoso. @Siltola. Share on X

 

Nuestra orilla salvaje. Rosario Troncoso. La isla de Siltolá (2017)

 

Nuestra orilla salvaje

Rosario Troncoso

La isla de Siltolá, 2017

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Reseña de Manu López Marañón

Diseño de la portada de la reseña de David de la Torre