Una mala vida la tiene cualquiera

Una prueba más de cómo la poesía, en España, vive un glorioso comienzo de siglo: el octavo poemario de Javier Salvago (Paradas, Sevilla, 1950) titulado Una mala vida la tiene cualquiera, número 26 de la Colección Tierra –editada por la admirable La Isla de Siltolá–. Escribir sobre un autor que nos ha llegado supone mezclar la dicha con el temor a que nuestros comentarios no estén a la altura de su obra. Pero como desde MoonMagazine tratamos de paliar el desconocimiento en el que nuestros mejores poetas (sobre)viven, aquí va otra encendida reseña para este estío abarrotado de resplandecientes versos (y sin investigaciones detectivescas que los hagan sombra).

El pesimismo, en todos sus matices, alcanza a las tres partes en que viene presentado este duro poemario, redactado, digámoslo de entrada, a tumba abierta. Schopenhauer –¿quién si no?– dejó dicho que lo trágico pasa a ser sublime creación solo cuando revela que ni el conocimiento del mundo ni el de la vida pueden ofrecernos satisfacciones. Añadió que la resignación es la principal seña de identidad de estos espíritus trágicos (como el de Javier Salvago). Y luego el filósofo se iría a cenar tan fresco, que cada cosa tiene su momento.

Escribir sobre un autor que nos ha llegado supone mezclar la dicha con el temor a que nuestros comentarios no estén a la altura de su obra. #UnaMalaVidaLaTieneCualquiera, poemario de @javiersalvago @Siltola. #Reseña: M. López Marañón. Share on X

Desengaños y desolaciones

La primera parte de Una mala vida la tiene cualquiera (este poemario sorprende desde su título, ya quisieran muchos autores noir haberlo parido…) abunda en desengaños y desolaciones. La inutilidad de los afanes humanos («La poesía», «Pesimismo»); amargos repasos vitales que concluyen en el conformismo y la displicencia, cuando no en el feroz remordimiento («Ajuste de cuentas», «La fea», «El infierno»); cobardías ocultas bajo nobles nombres («La verdad verdadera»); una tristeza sin paliativos aumentada por los efectos climatológicos («La lluvia», «El sol de los gitanos»); afligidas visiones del mundo de hoy, como esa veraz radiografía de nuestros ágrafos adolescentes a la busca de satisfacer sus instintos animales («La noche es joven, pero yo no»), acaban por dejar paso a tres lápidas. En ellas nuestro autor confiesa cómo podría haber llegado más lejos, pero que su escepticismo vital le impidió desarrollar sus talentos convirtiendo su vida en una mala vida donde no tiene cabida ya ni la sinceridad.

E.M. Cioran: Si hubiese realizado lo que un día me propuse, ¿me sentiría hoy más satisfecho? Seguramente no. Habiendo partido con el deseo de llegar lejos, hasta el límite de mí mismo, comencé a mitad de camino a dudar de mi tarea y de todas las tareas.

Directo al lector

En la segunda parte de este poemario encontramos surtidas colecciones de versos, cortos en extensión. Los agrupados en «Soleares» inciden mayoritariamente en mostrar otra de las variantes del pesimismo: el cinismo. En forma de aviso para navegantes se previene en contra del poder, de la desvergüenza, del dinero, de la conformidad, de las vocaciones, de los paraísos; en contra del paso del tiempo y de la vida, en definitiva. Vienen después las «Coplas de cuatro versos» donde se da un curioso pero amargo repaso a temas bíblicos y teológicos, para acabar —de nuevo— en otra descolocación contundente del autor ante la vida moderna y en el reconocimiento de su salvadora adicción a hacer poesía. En «Epigramas» se opta por el consejo de tipo moral. Sin resultar cargante en las admoniciones, Javier Salvago nos previene de cómo no queda más remedio que conocerse a uno mismo radical e intensamente. Sendas recopilaciones de «Haikus» y de «Apuntes» ponen broche a una parte donde más que de unos estímulos argumentales se nos ha ido dado cuenta de la impregnación psicológica del autor, de su sensibilidad dolorida y refinada e inteligentemente dirigida al lector, quien —inevitablemente— queda tocado.  

Gustave Flaubert anhelaba el aire y las distracciones, pero no encontraba sino tristezas, angustias y penas de toda índole. Ante el reproche de que vivía demasiado solo, de ser egoísta y exclusivo, de permanecer encerrado en su casa, en sí mismo, él respondía que todas las veces que salía era para ser golpeado por algo, herido por cualquiera.

Un libro esencial

Para la última parte de Una mala vida la tiene cualquiera, vuelve Salvago a los versos de arte mayor. El tríptico «En la infinita calma de Dios» supone la inopinada y aliviante presencia de ese Sumo Hacedor como esplendente mago que se convierte en todos los hombres de la Tierra para mejor entenderlos y ayudarlos. Pero este paradisíaco interregno pronto deja sitio a los poemas de cierre, en forma de epitafios, y de nuevo lapidarios: «Tristeza de domingo», «Equívocos» (tardía valoración del hijo hacia su padre) y la muy sentida elegía «Al poeta Fernando Ortiz en la otra vida» dejan amargo poso final en Una mala vida la tiene cualquiera, libro esencial.

LA POESÍA

Ver que a nadie le importa, / después de tantos años, / lo que a ti te importaba, / hasta ayer mismo, tanto.

 

Ver que a nadie le importa, / después de tantos años, / lo que a ti te importaba, / hasta ayer mismo, tanto. @javiersalvago @Siltola. #Poesía. #Reseña de Manu López Marañón Share on X

 

Una mala vida la tiene cualquiera. Javier Salvago. La isla de Siltolá (2014)

 

Una mala vida la tiene cualquiera

Javier Salvago

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Reseña de Manu López Marañón

Diseño de la portada de la reseña de David de la Torre