Dos conceptos progresistas pero antagónicos se dan cita en Voltaire / Rousseau. La disputa (1995), de Jean-François Prévand: la reforma frente a la revolución, el respeto a la cultura heredada frente a la tabla rasa, la sabiduría irónica y distante de Voltaire frente a la impulsividad emotiva de Rousseau. Y el autor, Jean-François Prévand, se decanta por el primero. Claro que no había ninguna obligación de presentar un combate igualado.
Jean-François Prévand contrapone estas dos figuras a partir de un hecho histórico. Un libelo difundido en Ginebra desacredita a Rousseau. Se tacha al filósofo de inconsecuente (su vida no está acorde con su filosofía), de irreligiosidad (a pesar de declararse creyente, teísta), de padecer la sífilis y de haber abandonado a sus cinco hijos en un hospicio. Hasta aquí la realidad histórica, que puede leerse en el anónimo El sentimiento de los ciudadanos (su autoría está sobradamente demostrada, pero no se desvelará aquí).
Es entonces cuando entra en juego el genio creativo del dramaturgo, que idea una situación que no se produjo (pues ya la enemistad entre Voltaire y Rousseau era muy enconada): Rousseau acude a la casa de Voltaire para iniciar una «investigación policial» que dé con el autor del panfleto. A Voltaire parece molestarle la presencia del ginebrino, pero no puede evitar atenderle. Le sigue la corriente y aprovecha su enfado para criticar él mismo sus ideas. Presumiblemente, todo ello sucede en octubre de 1765, en el castillo de Ferney, en la frontera franco-suiza, desde donde Voltaire, «con tres zancadas entre las lechugas», puede escapar fácilmente a Suiza.
La excusa argumental del drama, podríamos decir, es leve, pues lo relevante es la confrontación de las ideas entre los dos filósofos. Ambos desean fervientemente acabar con la sociedad estamental, pero la elaboración de sus teorías es muy distinta, y las metas y los métodos completamente dispares.
Así pues, volterianos y afrancesados están de enhorabuena, pues el montaje de Josep Maria Flotats de la obra de Jean-François Prévand es excelente. Flotats insiste, no obstante, en una de las fórmulas que le ha procurado el éxito: el diálogo filosófico entre dos personajes con opiniones contrapuestas. Así sucede en otros de sus montajes recientes: en La cena, de Jean Claude Brisville (en la que se enfrentan Talleyrand y Fouché); en el Encuentro de Descartes con Pascal joven, también de Jean Claude Brisville; así como, con otro nivel de elaboración filosófica, en Serlo o no. Para acabar con la cuestión judía, de Jean-Claude Grumberg.
En Voltaire / Rousseau. La disputa, Flotats se reserva el personaje de Voltaire, y recibe la réplica de Pere Ponce, que encarna a Rousseau. Ambas interpretaciones, como cabe esperar, son impecables: la irónica distancia de Flotats; la impetuosidad algo ingenua de Pere Ponce.
Piezas de parejas, pues, diálogo puro (y cuando uno dice diálogo, dice teatro) en las que el movimiento dramático es determinado por la confrontación de las ideas. Los personajes se componen realmente de sus ideas, de sus palabras, adoptan una fuerte identidad verbal.
La confrontación es bárbara. Rousseau cumple el papel del jovenzuelo airado incapaz de poner los pies en el suelo, lleno de sonoras contradicciones que evidencia con facilidad Voltaire. Este último, aristócrata, ha alcanzado la edad provecta; mientras que Rousseau, de origen plebeyo, es un hombre maduro que parece mantener un loco impulso juvenil.
Rousseau quiere transformar la sociedad partiendo de cero, pues lo único conseguido hasta entonces (hasta ahora) es contrario a la razón moral; Voltaire desea conservar aquello que de valioso hay en la sociedad, pues no tenemos derecho a destruirlo, sino a mejorarlo; Rousseau repudia toda posible educación: «si los niños escuchasen a la razón, no necesitarían ser educados»; Voltaire cree en la cultura y en la conservación de la historia; en Rousseau apunta el romanticismo y la iconoclastia; Voltaire, en cambio, representa el pensamiento ilustrado por antonomasia.
Despunta también la querella religiosa. Voltaire se opone a la irracionalidad, a la superstición, a la intolerancia, a la tiranía… y lamenta la inexistencia de la Providencia, pues ningún dios habría permitido el terremoto de Lisboa (Poema sobre el desastre de Lisboa, 1755); Rousseau trata de refutar el agnosticismo de Voltaire, y contesta con su Carta sobre la providencia (1756).
Ambos son correligionarios en el empeño enciclopédico. Y ambos sentaron las bases de la revolución francesa y de las sociedades liberales a las que dieron lugar, en cuyos principios (democracia, constitución, división de poderes, libertades y derechos subjetivos…) se asientan las nuestras.
Voltaire es más previsible. Pero la contradicción de Rousseau es apasionante. En su obra son fácilmente espigables las opiniones misóginas, mucho más allá de la misoginia cultural de la época. El libelo dice algunas verdades: Rousseau —autor de Emilio o de la educación— entregó a un hospicio los cinco hijos que tuvo con la modista analfabeta Thérèse Levasseur, pues consideró que en el hospicio recibirían una educación mejor que en el seno de su familia política.
Rousseau había arremetido contra casi todo. Se dio a conocer como polemista al ganar un concurso de disertaciones en la Academia de Dijon defendiendo que las artes y las ciencias suponen una decadencia cultural, pues anulan en los hombres el sentimiento de libertad original y los convierte en pueblos civilizados, en amantes de su esclavitud; en su Carta a D’Alembert sobre los espectáculos (1758) arremete en contra del teatro (pero es, al mismo tiempo, autor teatral).
En algún momento, pues, Rousseau resulta insoportable a la sensibilidad ilustrada. D’Alambert piensa que es peligroso, un loco al que no se debe atacar, pues cuando está en crisis crea genialidades. Y Voltaire, tras leer El contrato social, escribió que le entraban ganas de andar a cuatro patas.
Más allá del verdadero encono entre las dos figuras, hay el reparto estratégico de papeles que se produce en todos los procesos revolucionarios, de cuyo equilibrio depende tanto el éxito de la transformación fulgurante como el mayor o menor derramamiento de sangre. Uno es el agitador revolucionario; el otro es quien, aun creyendo en la necesidad del cambio, pondrá sosiego y salvará los muebles. Ambos mueren en 1778, dos años después de la declaración de independencia de Estados Unidos, pero una década antes de la revolución francesa.
Es cierto que la obra de Prévand destaca los aspectos más inconsistentes de la obra de Rousseau y los pone al pairo del ataque de Voltaire, que además juega triplemente en casa: la disputa se produce en su residencia; Rousseau está a la defensiva; y Voltaire es considerado por muchos el primer intelectual moderno.
El debate político-filosófico, pues, es vivo, hasta el punto de que ambos se juegan su posición por sus ideas. No ha cesado esa lucha. Tal y como ha afirmado Pere Ponce, «si Voltaire y Rousseau hubieran tenido Twitter, la Fiscalía habría actuado contra ellos».
Extraordinario combate dialéctico en #VoltaireRousseau. La disputa, de Jean-François #Prévand. Excelente montaje de Josep Maria #Flotats para el @centrodramatico nacional. ¡Bravo #PerePonce! ¡Bravo #Flotats! Reseña @avazqvaz Share on X
Voltaire / Rousseau. La disputa
Autor: Jean-François Prévand
Traducción: Mauro Armiño
Dirección: Josep Maria Flotats
Intérpretes: Josep Maria Flotats y Pere Ponce
Espacio escénico: Josep Maria Flotats
Iluminación: Paco Ariza
Vestuario: Renato Bianchi
Espacio sonoro: Eduardo Gandulfo
Ayudante de dirección: José Gómez-Friha
Diseño del cartel: Javier Jaén
Fotos: MarcosGPunto
Producción: Centro Dramático Nacional y Taller 75
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