Juan Pedro Martín Escolar-Noriega (Madrid, 1957), antes de publicar Deshielo del alma, ha participado en certámenes poéticos quedando finalista en la VII edición del concurso «Versos en el aire». Este licenciado en Psicología residente en Valladolid es autor del libro de prosas Instantes en el silencio: Castilla infinita (M.A.R. Editor, 2017). Con «Una tarde oscura» resultó premiado en el certamen «Premios Utopía de Libros y Literatura» de 2014. Otros relatos suyos los encontramos en antologías del género como las del Club de Escritura Fuentetaja, o en Cosas que nos importan (Playa de Ákaba, 2017).

Este dilatado e intensísimo poemario, que a nadie deja indiferente, consta de 70 poemas, de los que casi su mitad (32) presentan forma de soneto. Hoy que la poesía casi perdió la rima recordamos cómo esta composición clásica consta de catorce versos de rima consonante, habitualmente endecasílabos —once sílabas— (en Deshielo del alma hay 5 sonetos con alejandrinos —de catorce sílabas—). Estos versos de arte mayor vienen distribuidos en dos cuartetos (estrofas de cuatro versos) y dos tercetos (estrofas de tres).

#DeshieloDelAlma, de @JuanPedroMartin. @EdicionesR. Este intensísimo poemario dedicado al amor es el séptimo título elegido por Manu López Marañón para su sección #Poemariosparaunveranosincrímenes. Clic para tuitear

Dividido en tres grandes grupos iniciamos la reseña de este Deshielo del alma con su sección inicial. «El olvido» viene conformado por 25 potentes poemas.

En los 12 sin rimar Juan Pedro Martín desarrolla a sus anchas la temática del olvido amoroso: los desgarros debidos a la ausencia de la amada quedan remarcados por noches frías y lluviosas, o por esas ansias del regreso de quien abandonó, tras efusivos y carnales encuentros, al poeta («Guardo silencio, enmudezco, / con ánimo adormecido / y desgarrado mientras espero»). El desánimo se ilustra con leyendas, como la protagonizada, en un palacio del Albaicín, por un sirviente y una peregrina condenada —como Lady Halcón— a desaparecer cada alborada («Zoraida retoma su canto triste, / su voz vibra, su pecho se eriza como / una ola coronada de espuma»). El poeta elige marcos tenebrosos para definir lo efímero de su amor; así, un cementerio («Me siento junto a la losa de una tumba / a ver si descubro el diálogo de los muertos»), calles fantasmagóricas, habitaciones con lechos amortajados donde pace («recuerdo vacilante ese momento / que disgrega el insomnio del ensueño / aquella noche, teñida de pasión»), o nos muestra su propia alma sin compañía —esa «cárcel interior»— para dejar testimonio de tanta intemperie. Pero también existen amores capaces de paralizar el olvido y que renacen en quienes un día los vivieron («Cómo olvidar que en algún tiempo / nos amamos, que me perseguía / tu imagen perdida y mi enajenamiento te buscaba / para verter tu boca en mi boca»). Incluso el paso del tiempo, viviéndolo de manera menos dramática, fortalece al amor cuando rememora momentos de plenitud, de placer con la amada.

Los 13 sonetos centrados en el olvido, un olvido siempre más forzoso que voluntario, causado por las ausencias que caen a plomo sobre este hipersensible bardo, presentan diversas torturas despertadas por tanto deseo sin concreción: la oscura soledad creada por la lejana amada, siempre luminosa; la comprobación de cómo el tiempo arrasa incluso con la historia de amor más querida; los desesperados homenajes a la amada que parten de una ardiente intimidad… sin ella; la prevención contra cantos de sirena que acaban con cualquier ilusión; el delirio causado por la llegada de la primavera en un amor todavía escondido; aquel vestido transparente capaz de despertar la lujuria en un niño; el deseo hacia una mujer interponiéndose a la amistad; la lluvia despertando la melancolía del poeta que imagina a su amada en regiones siempre asoleadas y marítimas, o ese recuerdo, desde una vejez no deseada, de aquel primaveral día en que el poeta conoce a su amada.

 
 Quizá esto que me ocurre sea locura,
 postrado en feroz enajenamiento
 que logre vencer este cruel tormento
 que es vivir ante tamaña amargura.
  
 Este delirio que no tiene cura
 me impide que nunca me encuentre atento,
 si tú sólo estás en mi pensamiento
 vas a lograr que pierda la cordura.
  
 Sólo pido no pensar un instante
 en tu luminosa alegría eterna
 ni en esa sonrisa siempre brillante,
  
 en mi interior clavada sempiterna,
 como desgracia de cobarde amante
 que mi corazón mortifica tierna. 

La parte intermedia del poemario, titulada «El deseo», consta de 20 composiciones que prolongan el exhaustivo afán creador de Juan Pedro Martín a la hora de abarcar —sin ninguna cortapisa— cada asunto por él tratado.

Las 12 sin rimar se inician con ese deseo que el poeta sabe transformar desde su mismo torbellino creador de palabras («Deseo poder esculpirte la forma que debe habitarte») o, también, desde una gozosa música intransferible («una música que solo la imaginación / puede llegar a comprender»). El poeta quiere que la profunda mirada de su amada a él quede engarzada («Cuando tu mirada se clava en la mía / deseo que no huya de mí tu pupila»), pero asimismo busca escapar de esa mujer amortajada en una tumba, onírico símbolo del desamor («espejismos del destino o evocaciones del ayer / en un sudario de brumas»), aunque en otros sueños, ardientes y detallados, reviva la hermosura de su amada («He estado soñando otra vez contigo, / en tu hermosura sorprendente / de asombroso albor de magnolia»). El invierno crea una pulsión de sangre desolada que el poeta desea alterar («mientras imagino tu mano en mi mano, / intactos aún los sueños / que la vida todavía no ha malogrado») antes de ser invadido por esas noches juveniles, cuyo despreocupado griterío demanda el regreso de su amada para encontrar en ella refugio («Por las avenidas, veloces transitan / vehículos noctámbulos, / furtivos»). Pero el optimismo vuelve con las voluptuosas curvas de la amada, nunca preteridas («Todo curvo y no lineal, / cómo es tu cuerpo entre mis labios / al explorar la ingravidez de tus muslos»), e, incluso, con el propio nombre de la amada, en este caso Ana («tus tres letras rotundas / como una caricia / de tu mágico nombre») o, para terminar, gracias a ese rotundo cuerpo mojado, que inflama de pasión al excitado y siempre dispuesto vate («desnuda y limpia, con esos nacarinos fulgores / que nadan encendidos por la geografía de tu cuerpo»).

8 sonetos se ocupan de este amoroso deseo. El proceso de escritura de un soneto poetiza semejante devoción. En otro, la amada se convierte en luz abrazable y, también, su llegada es definida como providencial, despertando deseos de gozosa permanencia. Un soneto transmite el desasosiego por los recuerdos de la amada deseada y en otro casi se exige el retorno de su luminosa presencia. Finalmente, el poeta satisfecho expresa sus ansias de estabilidad con la amada y un amor, eterno en su gozo, que cure las heridas.

 La luz de aquel paisaje de la tarde
 quedaba presa dentro de su piel
 y de sus dorados ojos de miel
 como si fuera una hoguera que arde
  
 para engrandecer este amor cobarde
 que no quiero que se convierta en hiel,
 ni la eternidad llegue a ser infiel
 para que al amanecer siempre me aguarde.
  
 Amor tierno y salvaje que enloquece,
 cauteriza mis heridas profundas
 en este jardín que otra vez florece
  
 en el instante que el gozo refundas,
 llenándose de una alegría que crece
 para que ya nunca jamás me confundas.
   

La tercera parte de Deshielo del alma, muy explícita —y que solo la experiencia poética de su autor le capacita para sortear terrenos directamente pornográficos—, lleva como título «El apogeo» y consta de 25 osados poemas.

Los 14 sin rima abordan la culminación amorosa desde diferentes prismas: así, inventariando imágenes siniestras, y hasta truculentas, de fatales bellezas; de esas que conducen al naufragio tras el éxtasis («Belleza de una hermosura que se asemeja / a una constelación estrellada, extirpada de una noche de verano»), o comparando a la deseada con mitológicas hembras cuyos dones no desmerecen a los suyos («Majestad de la sustancia y la esencia. / Selva y bosque, Oihana te llaman»). A pesar de un carácter poco complaciente, el poeta no renuncia a declararse esclavo y preso del cuerpo de su amada («Sometido y reo, / hasta el fin de los días, / de tu vivir enloquecido»), ni a perderse, partiendo de sus ojos y su boca, en ese triángulo mágico abarrotado de deleites («Laberinto triangular de meandros / que hacen precipitarse al abismo / de las oceladas simas / y perderte en el demorado / beso jubiloso y hambriento»). Tampoco se priva de describir una pasión física de dos amantes bajo la tormenta («un imponente y desmedido espasmo estremecido / revoluciona nuestra piel erizada») ni a ensimismarse en su amada para mantener vivo un fuego que los une en la distancia («herido de distancia, / saciándome el corazón, / vida mía»). Amorosas exploraciones culminan en enfurecidos orgasmos («Ansia que penetre dentro de tu sexo ardiente, / para que arda contigo en lo más profundo de tu sima, / dilatada por la lluvia del manantial que en ella brota»), identifican a la amada con aquel mar de Egipto que se abría en dos, como sus labios («Te has diluido en agua, / amor mío, / y estás toda disuelta y empapada»), o comparan el lenguaje postural con una sinfonía cuya vivace allegrissimo coincide con la apoteosis de dos amantes («el orgasmo se anuncia estrepitoso, / la piel se eriza encrespada,»), dejando paso a ese poema en que la exploración de la amante es comparada con la labor de un arquitecto («La arquitectura de tu cuerpo es entonces la imagen de un sueño»). Encadenar palabras esdrújulas de variada intención para definir a su amada («rumbo al caótico símbolo / de círculo onírico») y la comprobación de la respuesta a tanto amatorio preámbulo en ese erecto pezón («átomos brillantes de dorada / transparencia que se transmutan en felicidad»), esparcen las prendas por fin dispuestas al asalto del poeta («Tu pecho, / almohada de mi lecho»). Por último, el poeta avisa de cómo hay que luchar día a día por mantener vivos los besos, y cómo los versos son un arma ideal para esta lucha («porque detrás de cada una de ellas [las palabras], / existe una conmoción colmada / de intensas desolaciones y / de esperanzas, no de contenciones»).

De 11 sonetos consta esta parte final de Deshielo del alma. El apogeo amoroso es iniciado por prólogos como cálidas caricias o experimentados besos, que llevan a explícitas descripciones del orgasmo (disfrutado hasta el límite por ambos amantes, gozosos en todo momento); unos orgasmos a los que siguen unos deseos de eterna permanencia para habitar ese cielo carnal que nunca se desea abandonar.

 Su voraz mano recorre mi pierna
 con una lujuriosa agitación,
 sus labios tiritaban de emoción
 buscando la felicidad eterna,
  
 yacente en su húmeda boca tierna
 que voy a profanar con excitación,
 antes de abandonar toda noción,
 al ceder su ansia en coito que discierna
  
 el ardor de fuego del feroz orgasmo,
 iniciado en su mirada indecente,
 que le eriza la piel en un espasmo
  
 de un jadeo apasionado demente
 cuando el bestial clímax en marasmo
 estalle en lo más hondo de su vientre. 
Deshielo del alma

Deshielo del alma

Juan Pedro Martín

Ediciones Ruser

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Reseña de Manu López Marañón
Diseño de la portada de la reseña: David de la Torre

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