El ángel cojo, de Óscar Muñoz Caneiro, es un relato de finalización del Curso de diálogos y otros discursos del personaje impartido por Néstor Belda.

 

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El ángel cojo

Agarras el vaso en el que acostumbras a ponerte el whisky y, con un giro de pies danzarín, te desplazas al otro lado de la cocina. Encuentras una aceituna y dejas que se hunda en el Martini; es demasiado temprano para un whisky. La aceituna no se hunde; flota y se balancea mientras te deslizas hacia el salón. La mano libre al estómago, el vaso a la altura del hombro —no del tuyo, el de tu pareja invisible— y avanzas, tres pasos adelante, dos para atrás, mientras yergues la espalda y sonríes. Antes de sentarte en el sofá, miras por la ventana a un cielo encapotado con nubes blancas. En la lejanía te parece ver un pequeño punto negro entre ese blanco radiante, que cae lento, como si flotara. Te llevas el vaso a los labios y apenas los mojas. Miras el auricular descolgado en la mesita, escuchas una voz apagada.

Y Tere dale que te pego, no se ha dado cuenta, piensas. Te sientas en el sofá, dejas el Martini en la mesa. Carraspeas ligeramente y recoges el auricular.

— …entonces Luisa me miró, así triste, con los ojos llorosos, ya sabes lo grande que los tiene…

—¿Luisa? —murmuras—. Ojos de sapo, así los tiene.

Ya está, piensas, no me he ido nunca, Tere, sigue hablando.

Ahogas una risilla.

—…y me acariciaba la mano y repetía que si yo no podía acompañarla no se veía capaz de ir, a pesar de que Manuel también estaría, porque Manuel… bueno, que no entiende estas cosas. Que no le gustan nada, vamos, y que sería mucho mejor tener ahí a una amiga. Total, que le digo que sí, que la acompaño, faltaría más. La verdad es que a mí estas cosas nunca me han dado miedo, ya lo sabes.

—Ajá.

—Bueno, nos despedimos, ella me dio las gracias varias veces, y llegó a llorar y todo, imagínate.

—Sí, he oído que es muy buena llorando.

—No seas así, nena. —Tere chasquea los labios—. La vida que ha tenido no se la deseo a nadie, pobrecilla. Perder a los padres tan joven, y luego, con el accidente, adiós al sueño de tener críos, y pasar la vida en una silla de ruedas…

—Más pena me da su marido, que la desgracia también es suya. Y Manuel bien que se podría haber largado, a ella no le funcionan las piernas, pero a él sí, y ahí lo tienes, aguantando carros y carretas.

—Claro, para Manuel también ha sido duro. Pero es que la quiere, qué le va a hacer.

Ah, qué imbécil, piensas. Amagas un suspiro.

—Ey, ¿estás ahí?

—Sí —respondes en tono seco—. Continúa, ¿para qué día habéis quedado?

—Por eso te llamo, nena. Hemos ido esta mañana.

—¿Esta mañana?

—Sí. La mujer, porque es una mujer y no un hombre, que, fíjate qué tontería, pero a mí me ha dado más confianza saber eso, porque siempre he pensado que si esas cosas existieran, serían las mujeres las que tendrían más sensibilidad, por así decirlo. Y ya te digo, nena. Aún estoy digiriendo lo que ha pasado.

—Al grano, Tere —cortas.

—Perdona. Pues, la mujer, que se llama Flora, nos invitó a entrar al piso. Nos sentamos a la mesa del comedor y Manuel colocó la silla de ruedas justo al lado de Flora, para que Luisa estuviera cerca. Charlamos un poco y apareció el marido de Flora, nos saludó y se quedó de pie, a un lado. Bueno, la charla se acabó y Flora dijo que podíamos empezar. Nos explicó que ella no contacta de forma directa, sino que lo hace a través de un ángel. Así lo dijo: un ángel. Ella le pregunta a él, y él busca a quién se quiera: el padre, la madre, hermanos…

—Qué lista. —Sueltas una carcajada—. El precio siempre se encarece si hay intermediarios.

—…entonces Flora cerró los ojos y se puso a respirar profundamente. Luisa ya le había dicho que quería hablar con su padre, saber si estaba bien.

—Bien muerto es lo que está. —Sigues riéndote.

—Chssss. Al cabo de un minuto, Flora le dice, así con su propia voz, nada de cosas raras, que lo tiene ahí al padre, que está hablando con él. Luisa empieza a llorar. Su padre está bien, dice Flora, y quiere que le diga que está muy guapa y que está muy orgulloso de usted, y Luisa venga a llorar, y Manuel, de mientras, le acaricia la espalda. Pero entonces, agárrate, Flora dice que lo único que no le gusta al padre es su marido, que no hace más que engañarla.

—¿Qué? —Agarras el vaso de Martini sin pensar.

—Lo que oyes. Yo no sabía adónde mirar, y Manuel se puso rojo desde el cuello hasta la coronilla.  Entonces se levantó de la silla y arremetió contra Flora. La agarró de los brazos y la zarandeó como un bruto.

—Bueno, Manuel tiene un carácter fuerte. —Bebes un trago. La aceituna baila y toca tus labios.

—Y entonces… Ay, nena. Entonces nos quedamos a oscuras. No sé cómo, porque hasta hacía un momento el sol entraba por la ventana. Y se oían ruidos y golpes fuertes, y a Manuel resoplando y jurando, y luego un sonido como de tela rompiéndose. Entonces, la luz volvió.

—¿Y? ¿Qué pasó?

—Flora estaba como desmayada. Su marido le daba palmaditas en la muñeca, intentando reanimarla. Luisa buscó mi mano y la apretó con fuerza. Y Manuel… estaba en el suelo. Se le estaba empezando a amoratar la parte derecha del rostro y se inclinaba, como si le doliera en un costado. Agarraba un ala enorme entre sus manos, de plumas grises y brillantes.

—Venga ya… —Resoplas.

—Te lo juro, que me caiga muerta ahora mismo si miento. Debía medir más de metro y medio de punta a punta. Manuel dejó el ala en el suelo y se levantó con los ojos muy abiertos. Yo le dije que saliéramos de allí y él agarró la silla de ruedas y nos marchamos.

—Tere… —Te detienes un momento. Buscas palabras para decirle que no sea imbécil, sin decirle que no sea imbécil—. No sé qué quieres que te diga, la verdad… ¿Tere? ¿Estás llorando?

—Es que… —Tere amaga un sollozo—… es que era el ángel, ¿no lo ves? El ángel de Flora, que saltó en su defensa. ¡Ay, y yo que no creía en estas cosas…! —exclama—. No puedo dejar de pensar en ese ángel, porque las alas son para él como las piernas para nosotros y, si le falta una, ¿cómo va a poder volar?

Como las piernas para nosotros, piensas, esta mujer es imbécil.

—Cálmate, cariño. Ya pasó.

—Perdona.

—No tienes porqué disculparte, tonta.

—No sé porqué no dejo de pensar en eso. He estado muy sensible desde lo de esta mañana. Y aún más, después de ver cómo Manuel le pedía perdón a Luisa.

—¿Perdón?

—Se arrodilló en medio de la calle, y le dijo que siempre la había querido y que él era un miserable. Entonces le juró por lo más sagrado que nunca más volvería a engañarla con otra. Y te voy a decir una cosa: Manuel puede ser un bruto capaz de arrancar de cuajo el ala de un ángel, pero se le veía tan, tan angustiado, que estoy convencida de que cumplirá esa promesa.

Dejas el auricular en la mesilla y te levantas. El Martini está en tus manos, luego en tus labios, luego baja de un trago por tu garganta.

—¿Nena? ¿Estás ahí? Ahora eres tú la que está llorando.

Deslizas los pies, tres pasos adelante, dos para atrás. Torpe. Mano al estómago, vaso alzado y sonrisa triste. Por la ventana, entre las bolas de algodón que cubren el cielo, te parece ver a una figura cayendo en barrena. Desciende en espiral, lentísima, como la semilla de un arce. La voz de Tere repta por la línea.

—Nena, ¿qué te pasa?

Recoges el auricular.

—Nada. Es por tu culpa. —Sueltas un suspiro largo, temblón—. Me ha dado por pensar en ese ángel cojo, y en lo desgraciado que será a partir de ahora.

Levantas el vaso y lo miras al trasluz. No te parece temprano para un whisky.

Manuel puede ser un bruto capaz de arrancar de cuajo el ala de un ángel... Apoyando a los #escritoresnoveles. Un #relato de Óscar Muñoz Caneiro. Agradecimiento: @NessBelda. Clic para tuitear

 

El ángel cojo

Óscar Muñoz Caneiro

 

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