Ligues y cañas

Ligues Literarios

Ella caminó alrededor de la piscina. Estudiaba la posición de cada hamaca respecto a la luz del sol y las sombras o reflejos que iría brindando el entorno conforme avanzara el día. Él sabía que ella, de ser lista, acabaría sentándose a su lado; había elegido el mejor lugar de todo el complejo, en ese preciso momento iluminado por rayos blancos y suaves, un margen de una hora para leer con claridad excelente y, después, las sombras necesarias que le prestarían un parasol, un muro y el follaje de un drago.

“Si se sienta a mi lado le daré veinte puntos y, de ganar otros veinte, me presentaría sin excusa”, pensó.

Ella se sentó a su lado. Abrió el bolso de playa, sacó una toalla y un libro. Colocó el libro en el suelo y vistió la hamaca.

Él estudió de reojo el título y la edición.

“Esta chica no puede tener mejor gusto: Primer amor, de Turgueniev, un libro muy adecuado para una época como esta —pensó— y, sin duda, una de las obras más representativas de la literatura rusa del XIX. Ese detalle crucial se merece otros veinte puntos”.

Ella abrió el libro por la página que señalaba un marcador de cartón duro.

Él se incorporó con la intención de presentarse a ella, antes de que la lectura la absorbiera por completo y la tarea resultara improductiva y rotundamente improcedente. Entonces sonó un teléfono móvil, ella volvió a dejar el libro en el suelo y rebuscó en el bolso.

—¡Lola! —exclamó por fin— Sí, sí… Es que estoy en la piscina y ya sabes cómo son estos bolsos. No hay quién encuentre un elefante aquí dentro.

Guardó unos segundos de silencio mientras escuchaba y asentía con la cabeza.

—No, si estoy trabajando, no te preocupes. Me quedan aún como veinte rusos muertos, a saber con cuántos errores de traducción. Y, bueno, me acabo de colocar al lado del bar del hotel para que la faena me resulte más llevadera.

Rió y parecía compartir su hiriente sentido del humor con aquella tal Lola, que probablemente tampoco buscara sombras perfectas ni amara a Turgueniev más de lo que uno podría amar a un pepinillo. Él, con los labios torcidos y la espalda al menos veinte grados más encorvada de lo que estaba un minuto atrás, musitó: “Otra maldita editora. Coño, no aprendo. Siempre me pasa lo mismo”.

Ligar en el chiringuito tiene su secreto. @JudithBoschM, #fotografía Rafa Hierro. Clic para tuitear

Cañas en el chiringuito I

—¿Te invito a una caña?

—No, gracias. No me gusta que los desconocidos me inviten a cañas.

—¿Una Colacola, entonces?

—Que no, que no me gusta que me inviten desconocidos.

El camarero se acerca y los observa con mirada interrogante.

—Una caña, por favor.

—Que sean dos. Ya paga ella.

Cañas en el chiringuito II, corrigiendo errores

—Me llamo Pedro Pérez Vázquez, vivo en Pamplona, estoy de vacaciones por una semana y me gustaría invitarte a una caña.

—Me llamo Almudena Díaz Colmena, vivo aquí, trabajo en este chiringuito y también lo frecuento en mi tiempo libre por dos razones: me dan las copas gratis y el portero me espanta a todos los moscones.

Cañas en el chiringuito III, optimización final de estrategias

—Me llamo Pedro Pérez Vázquez, vivo en Pamplona, estoy de vacaciones por una semana y me gustaría invitarte a una caña. ¿Trabajas aquí? ¿Conoces al Portero?

—Ni una cosa ni la otra, ¿a qué vienen esas preguntas?

—Es por prevenir. ¿Puedo invitarte a una caña?

—¡Dios Santo!

Cañas en el chiringuito IV, estrategia definitiva y éxito

—Si me presentara, te diera mis datos personales, te invitara a una caña y tú no trabajaras aquí, ni conocieras al portero, ni tampoco tuvieras reticencias graves hacia mi persona por esto que acabo de comentar, ¿aceptarías?

—¿Me estás invitando a una caña?

—Básicamente, sí.

—Tío, pues simplifica un poco, que te vas a enfermar. Yo pago la siguiente ronda.