Tenemos el privilegio de conocer Testimonios de la orgía, del escritor cubano Abilio Estévez, a través de esta reseña de Antonio Tocornal.

La Cuba de Virgilio Piñera, Lezama Lima, Lorca, Cernuda o Reinaldo Arenas a través de la mirada del #escritor Abilio Estévez. @AntonioTocornal nos habla sobre Testimonios de la orgía. @editorialSloper. Share on X

Reseña: Testimonios de la orgía

 

El único modo de soportar la existencia es aturdirse en la
literatura como en una orgía perpetua.

Gustave Flaubert

 

Testimonios de la orgía, del escritor cubano afincado en Mallorca Abilio Estévez, es uno de esos libros nacidos con el coronavirus que no ha podido aún ser presentado ni distribuido en librerías. Gracias a «conexiones privilegiadas» —siempre ha existido el mercado negro en tiempos de guerra—, un ejemplar ha llegado a mis manos, cosa que no hubiese podido suceder de haber sido publicado por Tusquets, su editorial habitual.

Más que un ensayo, Testimonios de la orgía es un conjunto de siete ensayos cortos relacionados entre sí, como si fuesen siete puntos cardinales de un mapa imposible. Una cartografía que no es solo geográfica, sino también temporal, vital y filosófica. Un intento de mapa que el autor construye para poder situarse a sí mismo en el centro y averiguar dónde está y por lo tanto quién es, por qué escribe, y cuál es su papel en el mundo.

Testimonios de la orgía de Abilio Estévez es un conjunto de siete ensayos cortos relacionados entre sí. Una cartografía geográfica, temporal, vital y filosófica. #Reseña: @AntonioTocornal @editorialSloper. Share on X

1. Retrato de Virgilio en el infierno

Ya en las primeras páginas, cuando uno penetra en el anecdotario que un joven Abilio Estévez rememora sobre su relación con Virgilio Piñera durante los cuatro últimos años de la vida de este último, se tiene la grata sensación de volver a los primeros capítulos de Los detectives salvajes. Hace Estévez de hecho un primer «autorretrato del artista adolescente», pero con un plus de verosimilitud, ya que se le presupone la no ficcionalidad.

Estévez evoca a un Virgilio Piñera silenciado por el régimen castrista y condenado al ostracismo social, a la terrible muerte civil o al «incilio», que es peor que el exilio. Aun así, cultiva Piñera una ironía inteligente a la par que conserva una honradez literaria de una extraordinaria firmeza: «Entender la literatura como hecho moral no es el camino más fácil para alcanzar la celebridad».

2. Testimonios de la orgía

Al principio del segundo texto, Abilio Estévez asegura que en las siguientes páginas va a intentar explicar por qué escribe. El lector que además es escritor sabe que esa es una pregunta tramposa que solo se puede contestar con más trampas, o con un drible dialéctico que tiene como objetivo neutralizar al contrario el tiempo suficiente para escapar. Y eso hace, va de un lado a otro; habla de cómo veía las cosas en su infancia, de cómo le hubiese gustado vivir en la jungla de Sandokán, en la isla misteriosa de Cyrus Smith o en el pueblecito de Tom Sawyer a orillas del Misisipi, o de cómo se perdía en mapas y en sus maravillosos nombres: Mesopotamia, Siam, Abisinia… «La verdadera vida está en otro lugar», nos recuerda que decía Rimbaud. Y acaba por contestar —o no— a la pregunta de por qué escribe, y lo hace escribiendo, porque escribir es la única forma de no estar de forma permanente teniendo que elegir el destino del exilio voluntario, o tal vez todo lo contrario.

O porque todavía me atormentaría ser un ciego que ve, o porque sé muy poco, o no sé nada y quizá sea cierto que cada vez que un hombre carece de respuestas, escribe una historia.

3. Aire, cielo, palma y canela

Es imposible conocerse a sí mismo sin conocer —o al menos intentarlo— el escenario en el que uno ha crecido. Podemos pensar que La Habana, para alguien que ha crecido después de 1959, es un escenario desvirtuado por la revolución: la sombra de lo que un día fue o un derrelicto vivo. El escritor que quiera conocer los matices de esa ciudad se ve obligado a hacer un ejercicio de arqueología de la memoria literaria. Es por eso que Abilio Estévez recurre a la visión que otros escritores tuvieron antes que él. Ese ejercicio de arqueología lleva al autor a preguntarse: «¿Se llama esta calle Trocadero y vivió aquí verdaderamente José Lezama Lima? ¿Paseaba por estas avenidas un poeta llamado Virgilio Piñera? ¿Hubo una vez un gallego llamado Lino Novás Calvo? ¿Y el cabaret Capri, donde según Guillermo Cabrera Infante, cantaba sin música La Estrella? ¿A dónde íbamos? ¿Qué nos había perdido tan definitivamente? ¿Llegó García Lorca en barco desde Miami? ¿Vino Luis Cernuda desde México algunos meses antes de que Fulgencio Batista diera el golpe de estado contra Pío Socarrás? ¿Dónde estábamos? ¿Dónde no estábamos?».

4. ¿París?

París como La Meca. El gran mito de París también sirve para comprender La Habana, porque, para todo artista cubano, París está en las antípodas de la Habana, igual que está en las antípodas de Montevideo, de Buenos Aires, de Cádiz o incluso de Praga. Cuando uno observa un reflejo está de alguna manera aprehendiendo las razones del original. Todo artista ha sentido alguna vez la llamada de París. El que firma estas líneas bien lo sabe: pasó allí sus años de juventud y tuvo que esperar otros treinta hasta poder narrarlos.

Estévez nos cuenta que el joven poeta Julián del Casal embarcó en 1888 en el puerto de La Habana con rumbo a Santander y con la intención de llegar a París. Sin embargo, se quedó en Madrid durante meses y acabó por volverse sin haber pisado París. ¿Por qué? Nadie lo sabe. Cabe la conjetura de que todos tenemos una idea de París y que, cuando por fin llegamos, esa idea muere y deja paso al París real. ¿Prefirió del Casal quedarse con el París imaginado antes que con el real? ¿Era su idea de París más real que el París auténtico? Sin duda lo era. Debió de ser por eso que renunció a perderla. El capítulo se cierra con una bellísima metáfora en la que el humilde toldero Matías Pérez estudiaba los principios de la aerodinámica y soñaba con elevarse y con evadirse, y cuyo desenlace no desvelo para no usurpar al lector el placer de descubrirlo por sí mismo.

5. El surtidor inmóvil de un encantamiento

Abilio Estévez nos habla también de José Lezama Lima, otro silenciado por la censura de la revolución cubana. Y nos habla de su gran novela, Paradiso, que suscitaba pocos resquemores en el régimen ya que menospreciaban su poder: «Cuando no se les premiaba con la indiferencia, se les atendía con un irónico “no entiendo”».

Paradiso fue objeto de un ensayo firmado por Julio Cortázar, cuando el argentino ya estaba instalado en París y gozaba de gran prestigio entre la intelectualidad. Cortázar, sin duda con buena intención, intentó dar visibilidad a Paradiso, pero lo hizo tal vez con una prepotencia de la que no se dio cuenta, y con una visión naif que le llevó precisamente a compararlo con el Aduanero Rousseau. Lezama Lima, como no podía ser de otra forma, solo mostró agradecimiento.

Sin embargo en su obra póstuma e inconclusa, Oppiano Licario, Lezama —que como del Casal no necesitó ir a París para hablar de París, como tampoco necesitó ver los originales de Henry Rousseau para hablar de su pintura— parece contestar a Cortázar a través de Fronesis, uno de sus personajes, que dice a propósito del pintor —y entre líneas de sí mismo—: «Cuando se burlan de él no hace esfuerzos por parecer grave o agresivo, sino por el contrario, cree ver en esos guiños la apreciación de su fuerza y el anticipo ingenuo de la corona y el panteón de la inmortalidad».

6. Reinaldo Arenas, imagen del alucinado

En 1997, Abilio Estévez acude, acompañado por el poeta Delfín Prats, a casa de Oneida Fuentes, la madre de Reinaldo Arenas. Su hijo, hostigado por el sida, se suicidó en Nueva York nueve años antes. Toman té y visitan su cuarto, el patio con su guayabo… Concluyen que no era ese el Reinaldo Arenas que ellos conocían, el personaje que se construyó con sus libros y sus desventuras, o que tal vez fuese la madre la que no llegó a conocer al hijo. En cualquier caso intuyen un desencuentro o un repudio.

El autor, quien mantuvo en su juventud un par de breves encuentros con Arenas, hace entonces un ejercicio de memoria y sitúa en su adolescencia las primeras lecturas de un Reinaldo Arenas apenas diez años mayor que él, durante los años más duros de la represión castrista en los que cualquier escritor que se saliese del discurso propagandístico era acusado de ser un agente de la CIA pero, si encima era homosexual, no merecía otra cosa más que el oprobio.

Esa dualidad de las dos madres, la carnal y la madre-estado, y la necesidad de matarlas para renacer en la literatura, son una constante de la obra de Arenas, incomprendido y denostado por ambas.

7. Los poetas cubanos naufragan en la isla

No deja de ser paradójico que Abilio Estévez, tras dejar Cuba, haya acabado por vivir en Mallorca, una isla mucho más pequeña, como si el encierro del revés que es la insularidad fuese algo a lo que es imposible renunciar cuando se ha nacido en una porción de tierra rodeada de agua. En el último capítulo, Estévez reflexiona sobre el hecho de la insularidad, algo que no alcanza a entender el habitante de tierra firme. (Narra cómo Lezama Lima no supo convencer a un Juan Ramón Jiménez maduro de que el isleño está hecho de otra pasta). Y parece que hablando de la insularidad estuviese dibujando, alrededor de los capítulos anteriores, una «línea de litoral» dentro de cuyo perímetro fueron muchos los poetas que naufragaron a lo largo de la historia: José María Heredia, quien reconoce que el único paraíso es el que se pierde; José Jacinto Milanés, quién se construyó una isla dentro de la isla y permaneció veinte años encerrado en su cuarto sin pronunciar palabra; Gertrudis Gómez de Avellaneda, quien dejó el soneto de partida más desgarrador de la historia de Cuba. Siguen Fornaris, Pérez de Zambrana, Tejera, Zenea, su admirado del Casal, «quien inventó una isla y en ella se asiló»:

A mis sentidos lánguidos arroba,
más que el olor de un bosque de caoba
el ambiente enfermizo de una alcoba.

Y por último, José Martí. A todos sonará el poema que comienza así:

Dos patrias tengo yo: Cuba y la noche…

En definitiva, Testimonios de la orgía era una cuestión de cartografías: siete puntos cardinales —podrían haber sido cinco o catorce— que configuran una rosa de los vientos asimétrica, pero cuyas puntas confluyen en unas coordenadas movedizas donde confiamos que el autor, por su bien, haya conseguido ubicarse.

Finalmente, el lector avisado concluye que no es posible la respuesta a la pregunta «¿por qué escribe?». Es la pregunta la que está mal formulada, porque es la literatura la que escribe a Abilio Estévez, como a tantos y tantos escritores de raza que han aprendido a «dejarse escribir».

Testimonios de la orgía es una catarsis personal, el escenario o el fondo de un autorretrato, al mismo tiempo que una excelente guía para que el lector pueda inspirarse para construir su propio mapa emocional.

Conseguirlo es un privilegio al alcance de muy pocos.

¿Por qué escribe Abilio Estévez? Es la #literatura la que escribe al autor de Testimonios de la orgía, como a tantos y tantos #escritores de raza que han aprendido a «dejarse escribir». #Reseña: @AntonioTocornal. @editorialSloper. Share on X

 

 

Una reseña de Antonio Tocornal

Montaje de la portada de la reseña: David de la Torre

 

Testimonios de la orgía, de Abilio Estévez: Una cartografía geográfica, vital y filosófica

 

Testimonios de la orgía

Abilio Estévez

Editorial Sloper

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