Edmund Burke: la ruptura de lo sublime
Como ya vimos en anteriores artículos de esta serie, el lenguaje, la perspectiva, el tiempo, la hermenéutica y la razón son parte de una mímesis universal que transmuta y gira sin descanso en la búsqueda de una cúspide protocolaria hacia lo sublime. Pero ¿podemos realmente llegar a la causa última de que nuestra mente se emocione ante al cenit de nuestro entendimiento? ¿Podemos siquiera hallar una vía de deleitación consecuente con el aforismo integral? Para Edmund Burke, escritor, filósofo y político británico considerado padre de la tendencia conocida como old whigs («viejos liberales»), resulta completamente imposible establecer semejante estimación.
Clasificando su argumento a partir de la ruptura formal, Edmund Burke publica Indagaciones filosóficas sobre el origen de nuestras ideas sobre lo bello y lo sublime (1757) en el que retoma la teoría de Shaftesbury explicada en la precedente entrega de MoonMagazine. Su primera misiva fue la oposición a la virtud como efigie de magnificencia, resolviendo destacar en su lugar otras insólitas cualidades que resultaron antagónicas a la conceptualización de Addison; las más reverenciadas serán la pequeñez, la delicadeza, la variedad, la lisura, la pureza o la elegancia, seis características que despuntarán en lo bello y lo sublime cual faro galaico frente a un mar embravecido. Pero no debemos plantearnos, ni por un segundo, que estas tipologías harían referencia a tapices de salón ni diminutas tazas de porcelana, pues dichos talantes apostillan todo aquello que sirviese para excitar las ideas de dolor y peligro.
Para Edmund Burke, si el dolor no conduce a la violencia o al terror (es decir, si no acarrea la destrucción del ser) se convierte en un detonante natural del deleite, que genera en nosotros la tranquilidad debida a la pertinencia de la auto-conservación, en una suerte de privaciones y distensiones que provocan el control de nuestras emociones humanas a través del gusto y el poder. Pongamos un ejemplo: la escalada o el senderismo pueden ser deportes que acusen nuestro cansancio muscular e incluso (en el caso del primero) nuestra integridad física, produciendo habitualmente cierta sensación de dolor (agujetas y tirones) en razón al esfuerzo extra que hemos desarrollado; cuando llegamos a la cima de una montaña que hemos tardado varias horas en alcanzar, se funden en nosotros dos sensaciones: la extenuación y la fastuosidad del entorno natural con el que entramos en una conexión hibridíaca. Dicha evocación sería imposible si hubiéramos tomado la cima por medio de un transporte (un teleférico, por ejemplo) pues la apuesta por la inmediatez genera un confort que impide la sublimidad; no hemos dejado nuestro ahínco ni una parte de nuestra alma en esa visión, y por tanto el éxtasis no será en modo alguno equiparable (podríamos resumirlo con aquel conocido refrán que reza «Quien algo quiere, algo le cuesta» o «Lo bueno se hace esperar»). La elegancia del esfuerzo, la pureza de nuestra interconexión con el entorno o la variedad de impresiones que nos embriaga al alcanzar nuestros objetivos, sobrevienen tras el calvario.
Para Edmund Burke, si el dolor no conduce a la violencia o al terror (es decir, si no acarrea la destrucción del ser) se convierte en un detonante natural del deleite. Cuarto artículo de la serie sobre #losublime. De Tamara Iglesias. Share on XPor tanto aquello que surge de una dación o de una privación tiende a resultar sublime, como por ejemplo la noche que no deja de ser una privación de la luz; precisamente el temor que ocasiona en nuestra psique lo desconocido (la sombra nocturna) resulta controlado o seguro, y está presente en cualidades como la inmensidad, el infinito, el vacío, la soledad o el silencio, así como en las experiencias vividas en la oscuridad o en una tormenta, de las que puede llegar a nacer la categoría de lo «patético» (una emoción igualable al placer pero que produce una purgación pareja a la catarsis de Aristóteles). En este punto y como muestra, quisiera usar el concepto desarrollado por los filósofos franceses (L’appel du vide) y por escritores como Edgar Allan Poe (sobre todo en la novela El demonio de la perversidad) que vierten su destello morboso sobre la necesidad corporal de dejarse caer ante lo hermético incluso aunque ello suponga un riesgo mortal. La idea de una consecución irrealizable de nuestra propia delicadeza nos provoca el júbilo por la supervivencia, pues somos incapaces de ver algo peligroso como insignificante (incluso aunque su tamaño sea reducido, como es el caso de las arañas y las serpientes, por lo que la pequeñez puede generarnos una de las mayores contriciones imaginables). El desvanecimiento del peligro se produce tan solo cuando nos libramos del desconocimiento, oséase cuando adoptamos la lisura del convencimiento, pues nuestra seguridad es mayor frente a aquello que podemos vulgarizar («Si dominamos el alcance de cualquier peligro o logramos acostumbrar nuestra mirada a él, gran parte de nuestra aprensión se desvanecerá», nos dice Edmund Burke). No obstante al no alcanzar el encasillamiento del ente divergente debida a la inconcurrencia perentoria de su catalogación, nuestra confusión genera una turbación o una privación que deriva en la disposición inventiva; o dicho de otro modo, tendemos a ponernos siempre en lo peor frente a lo ignoto y realizamos un juicio rápido, una preconcepción que nos permita el amparo de la convicción patente. Así podríamos apuntar que modificamos nuestro entorno y su acepción en función de nuestros conocimientos y que empleamos los seis principios previamente comentados según nuestra percepción del dolor-terror; de tal manera tildamos de correcto o incorrecto un pensamiento, un comportamiento o una palabra en función de nuestras experiencias previas (la tan consabida hermenéutica de la que te hablé en otros artículos, querido lector), y tan sólo recurrimos al disenso global en los principios promotorios del supra y la idiosis que tanto has visto ya referenciados en mis trabajos de investigación.
#EdmundBurke: Si dominamos el alcance de cualquier peligro o logramos acostumbrar nuestra mirada a él, gran parte de nuestra aprensión se desvanecerá. Cuarto artículo de la serie sobre #losublime. De Tamara Iglesias. Share on XSí, la necesidad de particularizarse para despuntar y el ansia de un poder que deslegitime nuestra clonación social es común a todos los seres humanos del planeta, pues nos otorga una falsa sensación de contención que permite la evasión del eje de aflicción y de sus seis huidizos esbirros; pensémoslo un momento: el placer no puede imponerse, es abierto y completamente voluntario, pero el dolor siempre es infligido por un poder superior, por una antítesis o una sombra de nuestros deseos, y exhibirnos como esa entidad nos asegura un notable socaire. Cuando Samuel Cohen inventó la bomba de neutrones en 1958 sus cálculos le parecieron plagados de sublimidad, estaba extasiado por lo que su intelecto había alumbrado hasta el punto de sentirse un dios entre mortales; sin embargo, cuando en los años 80 constató la interacción destructiva entre su invento y la humanidad, lo sublime dejó paso al desprecio, al terror y al arrepentimiento. Como espectadores de los acontecimientos podemos alabar su pensamiento cismático e incluso su originalidad, pero no así el resultado de esta mecánica supratoria que condujo a la vastedad y a una desolación que evidenció el retroceso de la proyección y creatividad concatenada.
Al contario de este nexo afín, entendemos que para Edmund Burke la belleza y lo sublime son términos prácticamente disonantes: calificó a la belleza como «amor sin deseo» y a lo sublime como «asombro sin peligro», propiciando una estética filosófica basada en que la primera provocaba amor y la segunda temor (muy en la línea de Joseph Addison). En tal grado supuso que lo bello se fundaba en el mero placer positivo excitando el amor en el alma a través de un gusto individual e intransferible que iba más allá del principio de proporcionalidad, pues si tan sólo la simetría fuera necesaria para hallar el atractivo de un perfil, el hocico de un cerdo nos parecería una figura cuasi embriagadora. Cierto es que nosotros, como mujeres y hombres contemporáneos, estamos acostumbrados a la rúbrica narcotizada de un canon de belleza limitado y sacralizado por nuestra estratificación social, pero a menudo no somos conscientes de que este primor no hace más que presentar un concepto figurativo y hasta determinista que únicamente pretende empujarnos al deseo como una mera consecución por la apropiación del objeto anhelado; empero, el amor (no el sentimiento romántico, sino el reconcomio de deleite) se motiva por una faceta tangencial germinada por la hermenéutica más íntima. Y ahora sé que posiblemente te estás preguntando: «Pero a ver, si tenemos nuestra propia convicción heteróclita, ¿por qué cedemos nuestro instinto personal en pos del global? ¿Por qué caemos en el canon?» Y ante tu excelente apunte, tan sólo puedo decirte que se trata del ansia irracional por ser aceptado en un conjunto mayor; con tal de disponer de un vínculo que evite nuestro sentimiento de soledad, de vacío o de silencio (como mencioné antes en el apartado del terror) preferimos dejarnos engañar por un sofisma provocador de la concomitancia, aunque en realidad la belleza no dependa de la utilidad real del interfecto ni de sus divinas proporciones. Ilustremos todo esto con un breve ejemplo: las grandes pirámides no nos extasían por ser garantes del descanso de los extintos faraones, la rotundidad de las bóvedas por aproximación de hiladas no nos emociona por su equilibrio compositivo (inexistente, por cierto), su solemnidad brota de las aptitudes pretéritas que se perdieron en el tiempo, trasladadas en nuestra era hacia un desconocimiento tutelado que evoca nuestra curiosidad. La intervención de nuestros sentidos en el reconocimiento de estas distinguidas maravillas será el génesis de una pasión inhibidora y continuada en la que toda potencia puede ratificar su propia oscilación.
Cedemos nuestro instinto personal en pos del canon por el ansia irracional por ser aceptado en un conjunto mayor con tal de disponer de un vínculo que evite nuestro sentimiento de soledad. Edmund Burke: la ruptura de #losublime. Share on XEl gusto, como la belleza, resultará una experiencia gradual y con arqueo educativo pero nunca reglamentado: el arte, por ejemplo, es una manifestación del sentimiento que nos produce placer, pero su estudio nos reporta aún más satisfacción ya que cuanto más comprendemos más gozo sentimos y como consecuencia última más nos colma su observación. La sensibilidad y el juicio son las cualidades que componen el gusto, y existe en él un punto común que se establece en relación con los sentidos y la imaginación: el goût global. Existen principios uniformes y comunes que se nos aplican desde la niñez a fin de crear una aliteración formal en nuestra sociedad, una mesnada que trota al mismo son para evitar las aglomeraciones y las discordancias; nadie en su sano juicio consideraría a una gallina más hermosa que a un pavo real, y desde luego pocas personas permanecerían en total delectación observando el ritual de cortejo de la primera frente a la segunda, pero la adherencia de este pensamiento sin rebates sería simplista y erróneo, pues bien es cierto que el gusto conlleva una diferenciación gradual según la sistematización sensible y la atención que esgrima el observador. Un defecto en la sensibilidad derivará en una falta de gusto mientras que una debilidad en la segunda lo convertiría en un error, por lo que la mejor forma de evitar cualquiera de estos dos inconvenientes es la ampliación del conocimiento, a menudo supeditado al placer que encuentra el ser humano en realizar un juicio más acertado que sus semejantes (su necesidad constante de validación en función al orgullo y al idios resulta un envión axiomático).
Podríamos argüir por tanto que los orígenes de nuestras ideas respecto de lo bello y lo sublime se componen a través de estructuras itinerantes, pero en realidad lo más original y peculiar de esta visión respecto a la beldad es que no puede ser concebida bajo las antediluvianas fórmulas de perfección canónica, y que a su vez lo sublime salvaguarda una distribución elemental que responde únicamente a tres imperativos: su germen formal (la pasión del miedo, especialmente el mortuorio), su núcleo material (la vastedad, lo infinito, el boato) y su raíz eficiente (la tensión de nuestras energías). Es decir: lo bello es aquello bien formado y placentero estéticamente desde el subterfugio íntimo de nuestra psiquis, mientras que lo sublime tiene el poder de hacernos evocar la destrucción, la soledad y la pequeñez de nuestra propia existencia colectiva.
De algún modo Edmund Burke combate aquí la embestida del antropocentrismo, de ese tupido velo que cegaba nuestro verismo en pos de una tácita instauración como epicentros de nuestra propia gravitación, cuando en realidad somos ínfimas partículas en un mundo mucho más complejo, radios de una rueda que continuará girando cuando sucumbamos a la batida del tiempo sin importar lo más mínimo lo que hicimos, pensamos o dijimos. Nuestra única posibilidad es volcarnos en la excelsitud que nos rodea o dejar un pedazo de nosotros mismos bregando el recelo que nos ofrece lo desconocido, aquello que despunta en la línea de la normalidad y cuya sublimidad inherente se nos escapa de las manos; pero para ello debemos ser conscientes de que nuestra contumacia por la auto-conservación es tan efímera como las posibilidades de sobrevivir al Hades.
La de Edmund Burke fue sin duda la primera exposición filosófica capaz de separar los conceptos de belleza y sublimidad llevándolos a un campo particular e independiente, pero por supuesto no estaría exenta de críticas coetáneas, destacando la acometida de Kant dada su falta de propugnación causal en los efectos mentales generados a través de la experiencia.
Tamara Iglesias
(Continuará)
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