La habitación 315, de Miriam Giménez Porcel, relato de finalización del Curso Online de Técnicas Narrativas impartido por Néstor Belda.

La #habitación315, #Relato del Curso Online de Técnicas Narrativas @NessBelda. Hoy presentamos a Miriam Giménez, @Miriamgp1976. Clic para tuitear

La habitación 315

Hoy he venido a visitarla a la residencia, su hogar hasta el final de sus días.

He vuelto a verla, y me maldigo mil veces por no haber venido antes, y porque siempre digo que hay poco tiempo.

Hoy decidí el trayecto, los días y las horas que pasaría a su lado, como intentando recuperar el tiempo perdido. Eso es imposible, lo sé, y también sé que me engaño.

Orgullosa, señaló el gimnasio donde van a hacer los ejercicios que la fisioterapeuta propone según sus dolencias. Me presentó a sus amigos. Se aprecian, se advierte en cada una de las miradas que pasan por allí y cuando se saludan, aunque saben volverán a verse en la cena, en menos de una hora. Qué tal, Antonio, ¿cómo llevas el día? Hola, Margarita, ¿qué te dijo el médico sobre la subida de azúcar? Todo bien y que tenga paciencia.

Me mostró las instalaciones de la peluquería, aunque allí no sea donde ella se peina. Aún huelen a nuevo. Se siente plena haciendo ese tour. Y yo… aún más culpable.

Luego nos dirigimos a la 315. Y aquí estamos. Su cama, una estantería llena de recuerdos, donde no falta nada, ni sobra. Observo detenidamente, y sí que faltaría algo, pero me abstengo.

Se acomoda, algo fatigada, y me cuenta cómo es su día a día. Contemplo todo y asiento en silencio. Me enorgullezco de su salud, de la felicidad de su cara, de sus gestos, de que, aunque lo parezca, no es cierto, no nos hemos olvidado la una de la otra. Volvemos a querernos, a ser las mismas, a recordar otros tiempos.

Pregunta por mamá, por el tete y la pequeña. Le enseño fotos en el móvil, amplío las caras, su azúcar le ha mermado la vista, pero se los imagina.

—¡Qué grande está la niña!

—Es una niña tan risueña, muy loquita, mamina —digo casi sin saber qué decir—. Como tú, que te veo espléndida. A ver si les digo que vengan a verte.

—¡No fuerces! —dice—. Aquí el que llega ya no marcha. Lo mismo quiero de los que vengan, que lo hagan porque quieren y vuelvan de visita, no por obligación o por pena.

Me vuelvo hacia la ventana. Llueve, elegí un día triste para venir a verla. Pero ella eso no lo sabe, solo me mira y sonríe. Adentro también llueve.

En su corcho hay muchas fotos, y en ninguna estoy yo. Duele en el pecho. ¿Pertenezco a su presente? No, me respondo mentalmente.

—¡Me encanta tu habitación! —comento sincera.

—No es tan distinta a la que tenía en casa. He intentado dejarla lo más similar posible, para sentirme cómoda.

—Ya veo —digo, pero no veo, porque no quiero, porque debí venir mucho antes, y ahora me avergüenzo.

En el momento de ir al baño, ha de ir sola, yo no puedo entrar. Me quedo en el dormitorio y lo observo más detenidamente. Hay una mujer que se repite en varias fotografías. Su mejor amiga, me digo. No la conozco, le preguntaré cuando vuelva, que me cuente. Esta otra es de hace tantos años… La recuerdo en su habitación, la otra, la de siempre, aunque tal vez debería empezar a aceptar que ahora esta será la de siempre, aunque lleve poco tiempo. El suficiente. Y en todas veo a mi madrina… tan sonriente y feliz que no sé qué sentir. Me invade algo indefinible. Vuelve.

—Venga, cariño, acompáñame al comedor que ya es la hora de la cena y no debo retrasarme, no está bonito. —Camina muchísimo más ligera de lo que pensaba —. Esto es como los hospitales, a las siete y media, todos cenados y acostados.

—¿Podré estar allí? Tal vez no sea conveniente… —pregunto mientras sigo sus pasos tras el andador.

—Pues, claro que podrás, allí no muerden a nadie. —Sonríe y me mira fijamente, aunque sé que apenas me ve.

—Vale, no molestaré, me apetece ver cómo os ponen de comer aquí.

—Mejor que en un hotel, ya verás. No creas que tenemos algo que envidiar a nadie. Comemos y repetimos cuánto queremos. No echo en nada falta —me dice maliciosa. Estoy segura de que aquí le permiten algún capricho que en casa se le prohibía.

—No lo dudo, visto tu aspecto, mamina.

Sonrío, me la imagino frente a sus platos preferidos. Siempre lo admitió, para ella era su mayor placer.

Cuento diez mesas repartidas por todo el salón, algo anticuado, con manteles de cuadros rojos y los comensales ya instalados. Unos mejor y otros no tanto. Las enfermeras atendiendo a los que no se valen por sí mismos.

Ella toma asiento y yo me quedo a un lado. Una interna, alegre, me acerca una silla y me acomodo.

A pesar de ser su niña, su ojito derecho, me he sentido más fuera que nunca, lejos de todo y lejos de ella. Han pasado dos años desde la última vez que cenamos juntas, aquella primavera. El cumpleaños de ambas. El mismo día, el último disfrutado. Ella setenta, yo cuarenta menos.

Después las prisas, los objetivos cumplidos, el nuevo empleo, la nueva vida y ella, todo lo contrario, como si se hubiese detenido el tiempo. A pesar de las llamadas, que no me justifican. A pesar de que nunca dejé de saber de ella, no he sabido nada. Cayó como un chorro frío de agua tras aquella llamada. No contestó mamina. Ya no vive aquí, fue la noticia que me dieron. Tomó la decisión de pedir plaza en la residencia. Los horarios. Siempre en casa, sola. Durante un tiempo tuvo una mujer que la cuidaba y la acompañaba mañana y tarde, pero no era suficiente.

Maldita mentalidad mía. Ella fue la moderna, la que decidió dónde vivir y pasar este último tramo de vida. Y yo no lo supero, porque siempre he tenido la convicción de que allí estaban los que nadie quería.

Cada martes, a la misma hora, la visita. No me pesa, no tengo nada mejor que hacer. Antes sí creía tener una vida tan ocupada que no cabía nada más. Y cabe, vaya que si hubieran cabido más planes con ella…. Esas cenas improvisadas en sus restaurantes favoritos, los que pueden parecen carcas. Esos ratos de charlas sin sentido —que para ellos tienen todo el sentido del mundo— rememorando guerras, acercando el hambre a estos tiempos, reviviendo enfermedades e incluso muertes que hoy no tendrían sentido. O tal vez sí, porque no estamos tan lejos de ser los mismos. Todo gira. Todo vuelve. Y, ahora, en esas tardes me lo recuerda.

—Cariño, disfruta, haz y deshaz como te convenga, que no llegue el día en que te arrepientas de no haber vivido. —Me lo aconseja ella, que hizo cuanto quiso.

Se casó joven, tuvo cuatro hijos. Uno le murió. Aún recuerdo aquel día, nadie sabía cómo decírselo. La llevamos a la puerta de urgencias de un hospital, por si la reacción era tan fuerte que no supiéramos cómo atenderla. Al otro hijo lo apresaron, qué sé yo, jamás pregunté ni quise saber. Suficiente pena tuvo. Y las hembras siempre cerca, junto a ella, como tenía que ser.

Ella, en aquellos tiempos en que la mujer poco contaba, que nada hacía sin un hombre a su lado, alzó voz. Se separó con sus hijos pequeños, lo echó de sus vidas y la formalizó entorno a ellos. Continuó con valentía, sin más capital que un piso enorme donde alquilar habitaciones y obtener la renta necesaria para sacarlos adelante.

Fue una heroína en su época. Es la reina en la nuestra.

Hay martes que coincido con su nieta. Ella siempre está. No hay tarde que no la bese, la abrace fuerte, ni la deje de escuchar. Ella la atiende con devoción, la que yo no he sabido tener. Para ambas, la residencia es un lugar de paz y calor. En cambio yo, que aún me siento culpable, que aún me cuesta admitirlo, no lo veo un hogar. Y soy injusta. Cruel. Insensible. Y egoísta. Porque aquí es feliz. La 315 es perfecta, completa, sencilla y tan similar a la de casa, que estoy segura de que cuando se acuesta siente que sigue en ella. Pero ¿qué piensa cuando despierta? La ventana a una calle peatonal. Sin ruidos, sin vistas, sin mundo, para mí sin vida. Y ella me dice: «¿Qué más da si ya no veo nada? Cariño, ¿no ves que si no me hablas no me entero de que estás?». Bajo la cabeza en silencio. Un martes más y advierto que el dolor de cabeza me amenaza la sien, anunciando esa querida migraña que me visita últimamente.

«La vida está aquí, entre estas paredes de la residencia, hija mía», dice y se dirige de nuevo al pasillo donde se encuentra el baño, ese al que solo puede entrar ella. Y los internos.

En la residencia, la vida está adentro. En mi mundo, la vida está fuera. Cuánto me falta aprender de ellos.

Cada martes lo intento de nuevo. Tengo claro que llegará el día en que esta forma de terapia me resultará efectiva. Entonces llegaré a comprenderlo.

La amo con locura, y sé que es feliz, pero aún me culpo.

Odio esa frase que todos pronunciamos a diario: «Me falta tiempo».

Apoyando a los #escritoresnoveles. Un #relato de Miriam Giménez @Miriamgp1976. Odio esa frase que todos pronunciamos a diario: Me falta tiempo. #terceraedad. Agradecimiento: @NessBelda. Clic para tuitear

 

La habitación 315

Miriam Giménez

Portada:  Nick Karvounis en  Unsplash

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