Leo a Claudio Rodríguez. Todo Claudio Rodríguez. Don de la ebriedad, su primer poemario. Leo Conjuros, el segundo. Toda su obra. Leo a Claudio Rodríguez como si yo no quisiera arar con las manos esa tierra castellana y su sol de vino y canciones antiguas, porque no quiero ni sabría. Leo a Claudio Rodríguez y me entran unas ganas terribles de llamarle cuatro cosas a El Cid, que nada de esto sabe ni podría. También quiero y no puedo escribirle al poeta una sosegada carta de verano ardiente y menesteroso, de labores y animal experto. Pero tendré que hacerlo, porque si no, leer como leo a Claudio Rodríguez, sería despreciar «el agua que espera ser bebida». Estoy regresando una vez más a los tiempos inmediatamente anteriores a mí, a aquel año 53, al 58, años de aquel erial herido por el trauma. Aquel erial herido por el trauma y Claudio Rodríguez, en pie, esquilmando la sequedad de la Meseta para sacar de ella una «sombra de canto casi corpóreo».

Hay una sensación extraña, yo la tengo, al leer a Claudio Rodríguez, una especie de mago que no sabe uno de dónde, cómo, para qué, con qué logra masticar la realidad y casi vomitarla con un olor fascinante y al tiempo confuso, como de humano que habla un idioma extranjero que a duras penas entendemos pero que no podemos dejar de escucharlo. Para David Pérez Vega, en su poesía «hay algo de mirada mística sobre la tierra, sí; algo que más que a antiguo suena a esencial», y no sé si estar del todo con él porque lo que yo leo en su poesía es algo rescatado y a veces demasiado inasible.

 

¿Se oye cómo el agua se está hablando a sí misma para siempre?

 

‹¿Se oye cómo el agua se está hablando a sí misma para siempre?› #Poemas de Claudio Rodríguez que quizás no hayas leído y ahora, después de leer al poeta y a @ibanezsalas, leerás. @Austral_ed. Share on X

 

Leí su Poesía completa (1953-1991), editada en 2015 por Tusquets y Espasa

 

Don de la ebriedad, Madrid, Adonáis, 1953. (Premio Adonáis).

Conjuros, Torrelavega, Ed. Cantalapiedra, 1958.

Alianza y condena, Madrid, Revista de Occidente, 1965. (Premio de la Crítica).

El vuelo de la celebración, Madrid, Visor, 1976.

Casi una leyenda, Barcelona, Tusquets, 1991.

Pero no Aventura, su inconcluso poemario aparecido facsímil en 2005.

 

Y tengo algo, poco, que decir, aunque casi siempre sea él, Claudio Rodríguez, quien te lo vaya a decir. Con su poesía de lacustre lengua castellana, esa que acaba encaramada sobre la duda como una punta de flecha y que le hace decir…

 

      No sé por qué he vivido tanto tiempo

[…] donde la muerte ya no tiene nombre.

 

Don de la ebriedad, 1953

Me empapo «con el agua que espera ser bebida», ando «confundiendo el dolor aunque es de día». Y «qué verdad, qué limpia escena la del amor, que nunca ve en las cosas la triste realidad de su apariencia».

La música… «Yo te he oído, sombra de un canto casi corpóreo (…) durar igual que todo lo que muere».

Ir a esos lugares «donde se va sin nada» y saber que «la belleza anterior a toda forma nos va haciendo a su misma semejanza», porque «en cada lugar donde antes era sombra el tiempo, ahora la luz espera ser creada».

Claudio, he resbalado lentamente hacia tu juvenil decadencia joven y he salido incólume, como si hubiera leído capítulos y versículos entre municipios castellanos escritos por un juguetón ángel de fiesta y lúgubre acicalamiento. No tienes por qué saberlo.

Conjuros, 1958

 

Cuánto necesita mi juventud / mi corazón qué poco.

 

Sigues Claudio componiendo poemas, viviendo, «sin más arreos que la simple vida», pero te interpelas adusto «cuándo me daré cuenta de que todo es simple». Sí, «ponemos la vida» en el «trajín eterno» y «todo es sagrado»:

 

        Cuánta madre

de amistad fiel nos riega y nos desbroza.

 

La tierra, la tierra, que «cualquier día se alzará» rompiendo nuestra labor «contra el escollo del mundo»:

 

    ¡Vámonos, que llega la hora de la tierra!

 

Les dices cada cosa a las aves, a las golondrinas mira lo que les dices, así, desde tu ensimismado desasosiego humano:

 

         Vosotras, que podéis ir y volver sin perder nada.

 

Y a la lluvia, a la lluvia de verano, la cantas versos de equilibrio castellano, a ella, que hace sentir «la pureza del mundo», a ella, que «nos hizo creer que era la vida».

Te voy conociendo poco a poco, poeta de versos de rara verdad:

 

     Todo el aire me ama […]

En vano soy todas las montañas del mundo.

 

Tú, que bien podrías haber acabado así aquellos conjuros tuyos de mitad del siglo XX:

 

¿Quién me ha metido

en el cañón de cada pluma

la áspera médula gris del desaliento?

 

‹¿Quién me ha metido / en el cañón de cada pluma / la áspera médula gris del desaliento?› Poemas de Claudio Rodríguez comentados por @ibanezsalas @Austral_ed. Share on X

 

Alianza y condena, 1965

La verdad, «existe la verdad que mata».

 

Pero nosotros nunca

tocamos la sutura,

esa costura (a veces un remiendo,

a veces un bordado),

entre nuestros sentidos y las cosas,

esa fina arenilla

que ya no huele dulce sino a sal.

 

Encontrar los gestos queridos «como quien halla un fósil / de una raza extinguida». Sí, «nosotros, raza que sólo supo tejer banderas, raza de desfiles, de fantasías y de dinastías».

Y qué decir de la eternidad. Y de la juventud:

«La misteriosa juventud constante de lo que existe, su maravillosa eternidad […], por la sola cosa por la que quiero estos dos ojos: esa mirada que no tiene dueño».

Estamos, ¿somos?, «ciegos para el misterio y por tanto tuertos para lo real».

 

Nos da como vergüenza

vivir, nos da vergüenza

respirar, ver lo hermosa

que cae la tarde. Pero

por el ojo de todas las cerraduras del mundo

pasa tu llave y abre

familiar, luminosa,

y así entramos en casa

como aquel que regresa de una cita cumplida.

 

Miras la espuma y eres noche en el barrio, Claudio. Es en la espuma «donde rompe la muerte». Aparece la palabra derrota, derrota «como la de esta luz / ya sin justicia / ni rebelión ni aurora».

Escribes palabras «para dar sentido a una vida; propiedad o desahucio». Y, claro, así nos dabas, nos das, nos darás, poemas de los de «lucidez de roca de milenaria permanencia», poesía en la que «la verdad de la piedra» resplandece virtuosa «junto al mar que es demasiada criatura»:

 

¿Qué es rendición y qué supremacía?

 

De tus poemarios es este, Alianza y condena, en el que flotan, bailan, vuelan más versos de esos tuyos que están a punto de arañarme, pero acaban por dar en ser lo que tú querías que fueran: tal vez, como dice alguno de tus poemas, la vida sea alianza y no existan ni la distancia ni fronteras ni historia.

 

Largo se le hace el día a quien no ama

y él lo sabe. […]

Día largo y aún más larga

la noche.

 

El amor, la sublimación sexual del amor, la excelencia del deseo envuelta en tus palabras de fuego cristalino, como estas:

 

No, hoy no

lucho ya con tu cuerpo

sino con el camino que a él me lleva.

(…) [No busco]

tu carne, que ahora ya arde como estopa

y de la que soy llama,

sino el calibre puro, el área misma

de tu separación y de la tierra.

 

Y la noche, tan a menudo la noche. Tu noche hecha del nocturno ondular de las letras feroces, de las sílabas enhiestas, de las palabras concluyentes y resbaladizas: por eso sabes decirnos eso de «que yo me iré donde la noche quiera». Esa noche a la que le das la bienvenida, a ella que nos llega, que te llega, «con su peligro hermoso».

El dolor siempre está ahí, agazapado en tus libros, en tu poesía:

 

El dolor verdadero no hace ruido […], dolor que es mi victoria.

 

Dolor y alegría, y la mañana… y la noche: esa alegría que nos llega «como llega la noche y llega la mañana, como llega a la orilla la ola, irremediablemente».

En tu poema ‹El olor› leo esta maravilla:

 

¿Qué materia ha cuajado

en la ligera ráfaga que ahora

trae lo perdido y trae

lo ganado, trae tiempo

y trae recuerdo y trae

libertad y condena?

 

Y canta tu ‹Oda a la niñez› (así la edito yo ahora para mi propio gusto infantil adulto):

 

«Siempre a la hora, / siempre así, / ¿por qué todo es infancia? / Con la misma ternura con que se da la nieve… / la droga del recuerdo… / ved que todo es infancia / y nos lo quitarán todo / menos / el sol primaveral de la inocencia, / ya sin ocaso sobre nuestra tierra».

 

El vuelo de la celebración, 1976

Vuelvo junto a ti, poeta, al Duero. Vuelvo así:

 

Y pasa el agua / nunca tardía para amar del Duero, / emocionada y lenta, / quemando infancia / […] junto al delito de la oscuridad, / junto al almendro. Qué bien sé su sombra.

 

En tu dolorosamente hermoso y sombrío poema ‹Herida› (en todo el cuarteto de poesías que es ‹Herida en cuatro tiempos›, pero sobre todo en esa ‹Herida›, también y no poco en el último, ‘Rezo’), sé por ti del asesinato de tu hermana María del Carmen. Esos versos enmudecen, atenazan el alma de los que hemos perdido a alguien a manos de un homicida, resucita en todo ser humano la sensación invisible de la muerte del otro en nuestro interior abatido. La muerte sin ley, la muerte ajena a la naturaleza, la muerte artificial, la muerte a merced de la maldad de los humanos: la muerte «cosida a mano, casi como un suspiro, con el veneno de su melodía, con el recogimiento de su fruto».

 

Herida mía, abrázame. Y descansa.

 

A los árboles, les recitas a los árboles tu poesía como una delicada mirada de fragosa apariencia:

 

Pura

canción, árbol mío, […]

en cada

rico secuestro,

en cada fugitiva reverberación.

Cuando llegue el otoño, con rescate y silencio,

tú no marchitarás […]

porque tú, tan sencillo,

me das secreto y cuánta compañía:

en una hoja el resplandor del cielo.

 

En el cuerpo enamorado se oye «la disciplina de las estrellas»; los niños «saben cómo susurra la ceniza en los dientes del lobo», y algunos «no tienen sombra»; la hilandera de Velázquez «está aquí, sin mentiras».

Versos de corazón, siempre: «palpitación oscura» como «la del corazón cuando late sin tiranía, cuando resucita y se limpia».

Cuando resucita y se limpia. ¿Qué flota en tus palabras, poeta Rodríguez, mientras creemos soñarlas?

Titulas a uno de tus poemas ‹Contemplación viva› y lo finalizas de esta manera, tan Rodríguez:

 

Cuando todo se vaya, cuando yo me haya ido

quedará esta mirada

que pidió, y dio, sin tiempo.

 

Tu mirada, tu mirada que tanto nos ha dado a quienes hemos sabido, hemos querido, hemos podido leerte.

Aquello que se ama, aquello que no se ama, ¿en qué quedamos? ¿Qué es lo único que se pierde, lo que se ama, o lo que no se ama?

 

¿Qué más? ¿Qué más? ¿Es que oiremos tan sólo,

después de tanto amor y de tanto fracaso,

la música de la sombra y el sonido del sueño?

 

Más preguntas… «¿Por qué me está mirando el aire con vileza y sin fe?»

Acabas ese vuelo tuyo de la celebración y en ese final se inscriben como un pequeño fuego de agua versos como estos:

«Tu voz la tiendo tan desnuda que limpia la alegría», y «al entrar en tu cuerpo, ahí mismo, en la oscura inocencia…» Porque «el soñar es sencillo, pero no el contemplar».

Casi una leyenda, 1991

Tu último poemario completo del que comienzo por evidenciar tu ‹Revelación de la sombra›:

 

La alta sombra […]

cercada ahora por la luz de puesta

y la infancia del cielo […].

Si yo pudiera darte la creencia,

el poderío limpio, deslumbrado,

de esta tarde serena.

 

Esta tarde serena, este esencial instante, «este momento transparente del alba». Tú me dices que «no hay espacio ni tiempo: el sacramento de la materia», también «el color del oráculo del sueño». Y me dices que «no hay manera de salvar la vida en el espacio oscuro de la gravitación», que «es la desconfianza en la materia». La tarde se acaba, siempre… «Esta casa, esta noche».

 

Es la iluminación de la alegría con el silencio que no tiene tiempo.

 

¿Qué es lo que quieres que lea en muchos de tus poemas, en los versos todos de tus libros todos? ¿Qué quieres que lea en tu ‹Manuscrito de una respiración›? ¿Sólo poesía?

 

Y tú te me vas yendo,

vas y vienes y vas y estás como perdida,

como huida de nuevo

en el momento que no tiene tiempo,

y vives otra vida, a lo mejor la mía,

de un sueño en cacería que no cura

y ya no espera más, está esperando

el fruto.

 

El tiempo, el único argumento de la obra, como diría, declamando sobre el viaje humano en el tiempo, otro poeta español de tu tiempo, el tiempo siempre presente, moribundo, futuro, ajeno a sí mismo, el tiempo del silencio que desconoce el tiempo, el tiempo de los momentos carentes de tiempo. Tu tiempo de poeta en el tiempo. Tu tiempo de alma de poeta.

 

Cuando te has olvidado de entregar el aire al alma […]. Tú calla y no recuerdes. ¡Y las llaves al mar! […] Pero, ¿tú qué has hecho? ¡Si has tenido en tus manos la verdad!

 

Y… «estoy perdiendo cada vez más alma, aunque gane en sentido». Y… «deja a esta inocencia que se está grabando en el centro del alma»: levanta el vuelo.

¡Cómo se escucha el olor del amor que vuelve en este poema tuyo, Claudio!:

 

La promesa besada

sobre tu cicatriz sin huella con racimo en silencio

nos da destino y fruto en la herida del aire.

 

Nunca vi muerte tan muerta:

 

Esta salud de la madera nueva / que lleva germinando / con la savia sin prisa de la muerte. […] / ¿Todo es resurrección? […] / Y es todo el año y es la primavera / de estos almendros que están en tu alma / y están cantando en ella y yo los oigo, / oigo la savia de la luz con nidos / en este cuerpo donde ya no hay nadie / y se lo lleva, se lo está llevando / muy lejos y muy lejos / allá, en el agua abierta, / allá, con la hoja malva, / el río.

 

Porque «bendito sea lo que fue maldito».

 

Y mis torpes poemas a Claudio, de 2019

 

No te culpes tú,

Claudio Rodríguez, el poeta,

de que haya demasiadas cosas infinitas,

deja que de la turbia electricidad

acabe por gotear cualquier marasmo,

uno que pervierta tu mirada

o uno que convierta en piedra

tus versos más infligidos al aire,

pero por favor, de ninguna manera,

no sufras ya una vez muerto,

quédate quieto y en paz,

sé todo lo que no pudiste,

esperanza y remedo de gloria,

déjame a mí entenderte a mi manera

ahora que doy en leerte

algunas noches,

cuando pretendo oler los cielos

en tu completa poesía.

 

Casi una leyenda

Aquel

Don de la ebriedad

Que hiriera

Conjuros

Como

Alianza y condena,

Antes y después d

El vuelo de la celebración:

Claudio andariego

Poesía Rodríguez,

Sin tu última

Aventura.

 

Adiós

Y el poema ‹Secreta›, que cierra tu Casi una leyenda, de 1991, y con él te dejo por un tiempo, Claudio. Han sido muchos meses juntos, tú ahí desde tu eterna y moribunda trama poética, yo de este lado, donde la soñaste:

 

Tú no sabías que la muerte es bella

y que se hizo en tu cuerpo. No sabías

que la familia, calles generosas,

eran mentira.

Pero no aquella lluvia de la infancia,

y no el sabor de la desilusión,

la sábana sin sombra y la caricia

desconocida.

Que la luz no olvida y no perdona,

más peligrosa con tu claridad

tan inocente que lo dice todo:

revelación.

Y ya no puedo ni vivir tu vida,

Y ya no puedo ni vivir mi vida

con las manos abiertas esta tarde

maldita y clara.

Ahora se salva lo que se ha perdido

con sacrificio del amor, incesto

del cielo, y con dolor, remordimiento,

gracia serena.

¿Y si la primavera es verdadera?

Ya no sé qué decir. Me voy alegre.

Tú no sabías que la muerte es bella,

triste doncella.

 

Me voy alegre.

 

Me voy alegre, dicen los poetas. Y yo, que leo lo que tú, quiero quedarme. Gracias, @ibanezsalas por este recorrido por la #poesía de Claudio Rodríguez. @Austral_ed Share on X

 

José Luis Ibáñez Salas

Director de Anatomía de la Historia

Montaje de la portada de David Verdejo

Leo a Claudio Rodríguez 1

 

 

Claudio Rodríguez

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