Nada nuevo bajo el búnker de Paco de Paula es un relato escrito desde el confinamiento, no desde la ceguera.

A lo largo de esta crisis ocasionada por el coronavirus estamos presenciando muchos gestos de solidaridad, pero también hay de lo otro. Por desgracia, la incomprensión, el egoísmo y la intolerancia nunca pierden la ocasión de dar un paso al frente.

Y como dice Paco, a veces, «te sumerges en las redes, enciendes la televisión, abres la ventana… y se te prende la rabia».

Y así nace este relato: Nada nuevo bajo el búnker.

 

Un #relato inédito de @PacodePaulaSS: Nada nuevo bajo el búnker. Escrito #EnConfinamiento. Una historia con ingredientes negros. #YoMeQuedoEnCasa y no me meto en la de los demás. Share on X

Nada nuevo bajo el búnker

Que el Diablo cuando se aburre mata moscas con el rabo.

Y así puedo imaginarlo. Recostado en su trono, enfurruñado, una pata con su correspondiente pezuña por encima del reposabrazos, balanceándola aburrido. Confinado en el infierno con sus demonios por un virus que sobrepasa tanto lo divino como lo humano.

Tranquilidad, que los dioses nos han dejado a buen recaudo.

En manos de nosotros mismos.

El Sheriff García ha dormido a ratos, el alquiler y el ERTE no se llevan bien en su cabeza,

se levanta del catre,

no se cambia el pijama,

segunda piel,

uniforme ayer, hoy y hasta que esto termine,

lo primero que hace es calzarse el revólver, luego el café.

No puede permitirse otro al día.

Lucía Pérez teletrabaja dos horas antes de lo que solía comenzar la jornada un día normal,

ganar tiempo

para preparar el desayuno, luego el almuerzo cuando no lo deja listo la noche anterior.

Lucía Pérez oye ruidos en la habitación del niño, que ya está despierto.

Primo Ruiz se entera vía WhatsApp por una cadena que le pasa un colega,

los colegas nunca mienten,

se le cae el mando de la consola y todo y apenas percibe el golpe, llega a la salita corriendo y lo da a leer a su familia,

ve a su madre temblar y eso es toda la espoleta que necesita.

No pasarán.

Carmela ha estado hasta las tantas viendo la televisión, pero con dos horas de sueño ya tiene hasta la tarde, cuando caerá rendida frente al televisor.

Día veintipico,

la pensión,

constata en el calendario de la cocina mientras se unta la mermelada (light, es diabética, el caso al médico a medias).

Martín Martínez arrastra las zapatillas por el pasillo,

pasos cortos,

inseguros,

sorteando paquetes y paquetes de papel higiénico.

Dora le mira desde su camita sin esperar una caricia de buenos días que nunca recibe. Cuando el hombre llega a la cocina, Dora (que es macho, pero los caprichos y los gustos televisivos de su nieto priman por delante de la virilidad del can) se irgue sobre sus cuatro y acude al rincón de la terraza donde están sus cuencos. Tres pares de galletas rancias (una le lanza al pequinés) y enciende la tele.

Nada nuevo bajo el búnker, que tocaban los Soles.

O era al revés.

Da igual.

Alejandro Sánchez (Alexandre, según pone en el CD que grabó y vendió él mismo en los túneles de metro

cuando era joven,

antes de entrar de camarero en el bar de su cuñado)

ya se ha decidido.

Se ducha, hace gárgaras con huevo y miel, y escupe.

Se permite el lujo de tirar comida dados los tiempos.

Por último se lava los dientes. Más tarde, mientras tira un par de bocados al sándwich de atún,

sin hambre,

los nervios le encogen el estómago,

ensaya los acordes de la canción de moda del grupo de moda de todos los tiempos.

Le falla un poco la letra, de voz perfecto.

Quedan aún horas de ensayo.

El Sheriff García sabe que se acerca el momento clave.

No necesita mirar el reloj.

Tira de la mecedora hasta sacarla al balcón.

Echa un vistazo abajo antes de sentarse con las piernas muy abiertas.

Nadie.

Hoy está siendo un día tranquilo. Casi no se pasan de la raya.

Bien.

Una brizna de heno (un palillo) entre los dientes. Juega a moverlo con la lengua. La televisión de fondo, a bajo volumen, estadísticas y pronósticos y ayudas que no recibirá.

El sol comienza a irse, cada vez más tarde,

la primavera que está sin estar,

los últimos rayos le hacen entrecerrar los ojos, baja la visera del sombrero que es una gorra de publicidad de una marca de cigarrillos. La única relación que mantiene con el tabaco desde que lo dejara

hace quince años,

tres meses

y cuatro días.

Es él quien lleva la cuenta exacta.

Antes estuvo a punto de sacar el arma y acertarle en el entrecejo al del balcón de enfrente cuando salió de nuevo a fumar,

puto yonqui,

apretó los dientes.

Ocho veces al día son demasiadas. Como es demasiado el tiempo que tarda el niñato de arriba en ir a tirar la basura, veintiséis minutos de media, o la vieja que baja a cada momento.

Un folio aparecerá mañana en la misma casapuerta firmado de su puño y letra.

Último aviso.

Esto se va a acabar.

Lucía Pérez no sabe qué hacer ya con el niño,

no come, no atiende, solo grita y corre y corre los cuarenta y siete metros cuadrados del piso.

Una semana ya sin salir a su paseo diario. Sabía que llegaría.

Está desesperada.

Pero ya lo pasó fatal el domingo pasado. En uno de sus múltiples posts en redes sociales poniendo en su sitio

al Gobierno

por no reaccionar y

a las mujeres que se creen más mujeres y femeninas que nadie

que se jugaron la salud un ocho eme,

lo denunció y le aconsejaron que se hiciera un cartel con cartón, un brazalete azul con una vieja camiseta.

Señalarse más como solución, todavía más, para evitar.

Pero en qué siglo estamos, pensó. No, no me pintaré la frente con una bandera blanca. Prefirió aguantar el máximo de días sin salir.

Hoy es el día.

Viste al niño y le promete que

después de merendar, solo si se toma el batido de vainilla y los cereales,

bajarán a la calle.

Primo Ruiz va al descubierto

y en un instante piensa si debería de haberse tapado el rostro con una braga al menos, como su pandilla ataviada con pasamontañas o mascarillas.

Cabrones, podríais haber avisado.

Tiene poco tiempo para cavilar porque en nada se escuchan las primeras sirenas de las ambulancias y la policía.

Vienen hacia aquí

y el barullo se empieza a poner tenso delante de la puerta de entrada de la residencia. Hay algunas personas en las bajas azoteas que saben lo que está pasando,

la verdad,

que gritan, insultan al alcalde, al presidente.

El miedo caliente que sale al exterior, la supervivencia de la especie, la ciudad sin mácula, exigiendo el calicanto ya.

Un coche patrulla es el que llega primero y frena frente a ellos y se bajan dos policías con mascarillas.

Primo Ruiz se caga en sus muertos

y se confirma, todo para sí, que debería haber traído algo para la cara.

Lo primero que hacen los monos es pedir tranquilidad,

el Talega, por sus hechuras de oso se sabe que es él, se acerca para hablar con ellos,

¿negociar?,

una mierda,

informar que aquí no va a venir nadie infectado ni moribundos ni cadáveres viejos con el bicho para que nos mate a nosotros,

pero queda en un intento porque uno de los agentes le empuja con la punta de la porra para exigir distancia de seguridad.

Mamá no quería que viniera pero lo vio en sus ojos,

el terror, el peligro, la familia, los abuelos nuestros por delante.

Si no luchamos por el pueblo, quién va a luchar por nosotros, omá, le dijo y asintió orgullosa,

un nudo en el gaznate,

ve con cuidado, mi vida, mi soldadito de chándal.

Mamá no quería que viniera, pero ya está aquí, y aquí no se achanta nadie.

Se va a liar, hermano, le dice el colega de al lado.

Carmela saca la medicina de la bolsa y le pasa un trapo con una solución de lejía.

Una tiene que ser responsable y cuidadosa. Que para eso es de riesgo por el azúcar y la tensión.

Hace lo mismo tras la salida 1 con la bolsa del pan,

tras la salida 2 con la cartilla del banco puesta al día,

tras la salida 3 con la harina y la fruta,

tras la salida 4 con la leche que se le había acabado y no se había dado cuenta.

Porque hay que salir para lo necesario, como dicen en la televisión, y eso ella lo lleva a rajatabla.

Son las ocho menos cinco de la tarde. Es la hora. Siempre sale antes de tiempo para asegurarse ser la primera, comienza a aplaudir, fervorosa, mientras asiente con aprobación a los que se van uniendo.

Martín Martínez sonríe tras colgar el teléfono. Su hija le ha insistido

otra vez

con aire de reproche

que si accediera a tener un móvil de los modernos podría ver fotos y vídeos

de su nieto

e incluso recibir videollamadas.

Piensa en ello cuando llaman al timbre.

El de arriba.

Le pregunta por el papel que hay colgado en su puerta.

Lo que lees, le responde él.

1 salida, 3 euros, 20 minutos.

2 salidas, 5 euros, 20 minutos cada una.

Vale, entonces una, toma.

Martín Martínez se guarda las monedas, silba y Dora viene al rato, cansado pero contento.

La correa y entrega el extremo al vecino.

La bolsita para la mierda es gratis.

Alejandro Sánchez (Alexandre) tamborilea con los dedos. Han pasado diez minutos desde los aplausos por los sanitarios,

teloneros insospechados, sabe

que el público está calentito,

que es su momento.

Que la primera vez fue improvisada y ahora lo ve como una obligación,

su talento en favor de la humanidad.

Quinto día seguido y los nervios son gatos en su estómago.

Toda la tarde así, necesitaba despejarse fuera, pero las cosas bien, por eso fue a por el chucho del viejo de abajo, carne de virus, como se descuide, total, un dinosaurio más.

Últimamente se le han ido las ojeras

y el cansancio de las piernas

y su vida de camarero parece algo muy lejano y los demás le miran con respeto cuando canta y ojalá esto no acabe nunca.

Está preparado, se coloca la guitarra y el primer rasgueo y los primeros compases y

Empty spaces, what are we living for abandoned places.

Cierra los ojos, los abre, ve a muchos vecinos asomados, la emoción en sus rostros.

Another hero another mindless crime.

El Sheriff García cruzado de brazos

medio escucha medio medita

—sobre las bondades del ser humano,

el sentido de la comunidad,

el arrimar de hombros cuando vienen mal dadas—,

cuando la ve cruzar la calle.

Otra vez.

Descarada.

Tendrá valor.

No tuvo bastante con hacer la puñeta la semana pasada.

Pero qué se habrá creído.

Irresponsable,

otra vez con el niño.

Behind the curtain in the pantomime.

Al Sheriff García le sale natural,

acto reflejo,

no puede evitarlo,

es su cometido para por el Estado, para por la vida, sin que nadie se lo pida, no hace falta,

prepara el arma que solo y nada menos es su garganta y

dispara.

Quédate en tu casa es la bala.

No es la única ni la más dolorosa ni la de mayor calibre pero sí la principal.

Vienen más tiros del resto al segundo.

Caballería del visillo.

De Alejandro Sánchez (Alexandre)

fastidiado y furioso por su concierto interrumpido y

Carmela

porque la gente no es normal y no hace caso y miralá que sale a dar una vueltecita como si nada y

Martín Martínez

porque los ve y piensa en su nieto y en el peligro que esa tía somete al niño y es para matarla y

Primo Ruiz

que ha vuelto frustrado sin conseguir nada y con ganas de prórroga y quemar cartuchos.

La balacera no dura nada,

lo suficiente para hacer que Lucía Pérez dé media vuelta

agarrando fuerte la mano del niño que llora sin heridas ni sangre.

Victoria que acaba en aplausos, ruidosos, satisfechos, orgullosos,

bien por el bien común parecen decirse todos con la mirada.

Venga, hay que ser rápido,

antes de que se metan para adentro, vamos.

La guitarra vuelve a sonar.

Aquí no ha pasado nada.

Por dónde iba.

Outside the dawn is breaking,

but inside in the dark

I´m aching to be free.

The show must go on mientras los demonios sonríen y los dioses miran Netflix.

 

 

Un relato de Paco de Paula

*Nada nuevo bajo el búnker

Bajo la piel del alacrán

 

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